El dinero en efectivo tiene una ventaja indiscutible sobre cualquier tipo de transacción electrónica: es anónimo.
El dinero panóptico
El dinero en efectivo tiene una ventaja indiscutible sobre cualquier tipo de transacción electrónica: es anónimo.
Texto de Rodrigo Azaola 12/03/20
El dinero en efectivo tiene una ventaja indiscutible sobre cualquier tipo de transacción electrónica: es anónimo. El intercambio de papel moneda, que ni siquiera es necesario realizar presencialmente, no requiere el registro de lo que se compra o vende, tampoco necesita establecer la identidad de los participantes y mucho menos deja constancia del momento o el lugar en que se realizó la transacción.
Aunque no es una característica tan sobresaliente del dinero en efectivo, teniendo preeminencia por ejemplo en cambio su perdurabilidad, portabilidad, inviolabilidad y hasta el diseño, su capacidad de preservar el anonimato es fundamental. Pero esto puede cambiar si es que los bancos centrales remplazan el efectivo por monedas digitales.
No han pasado más de tres décadas desde que múltiples vertientes tecnológicas comenzaron a forjar un nuevo tipo de sociedad hipervigilada. El monitoreo granular de millones de personas es un objetivo que se persigue desde instancias domésticas y extranjeras, privadas y públicas, o una mezcla de todas, casi por regla sin conocimiento de aquellos cuyos datos son recolectados. Todos los ámbitos de la conducta humana se han ido integrando a un panóptico de escala planetaria cada vez más sofisticado y ubicuo: la orientación ideológica, las relaciones humanas, incluso el estado fisiológico; nada escapa al escrutinio del “big data”.
La irrupción de monedas digitales, que en primera instancia fueron rechazadas por autoridades monetarias nacionales e internacionales, tiene su origen en la aparición de Bitcoin en enero de 2009. En esencia, Bitcoin postula un sistema de intercambio de valor que prescinde de intermediarios, es decir, bancos centrales, y cuyo valor se basa en la participación, vía operaciones computacionales, de miles de actores descentralizados.
Más allá del debate de si Bitcoin califica como dinero desde la óptica económica tradicional, lo cierto es que este protocolo digital se remonta a las disquisiciones de un grupo de matemáticos, criptógrafos y filósofos que a finales de los años ochenta, en California, se abocaron a la tarea de diseñar métodos de intercambio económico resistentes a la vigilancia y censura de gobiernos y corporaciones. A la fecha, además de Bitcoin, existen casi dos mil monedas digitales con variaciones de diseño que privilegian el anonimato, la escalabilidad, aspectos inflacionarios, etc.
Irónicamente, la efectividad tecnológica de estos protocolos digitales terminó por inclinar a instituciones financieras nacionales e internacionales a su adopción. En cuestión de meses es posible que China lance un prototipo del e-Yuan. Aunque esta sería la primera moneda digital avalada por una economía de importancia global, otros ensayos, más limitados en alcance, se han implementado ya entre autoridades nacionales y corporaciones bancarias en Singapur; entre autoridades aduanales en Hong Kong y Tailandia para facilitar el comercio bilateral; y también entre más de 300 instituciones bancarias de todo el mundo para reducir la fricción en pagos transfronterizos.
En el caso de Estados Unidos, aunque su postura original en 2017 fue de extrema cautela hacia las criptomonedas, comienza ya a estudiar el lanzamiento de un dólar digital, y de acuerdo al Internal Revenue Service, en su más reciente actualización sobre el tema (febrero de 2020), las criptomonedas comparten, por fin, la misma definición que sobre el dinero tradicional puede hallarse en cualquier libro de economía clásica.
Si alguna duda queda sobre la integración paulatina de estas tecnologías al diseño de políticas monetarias y financieras nacionales, solo hay que echar un vistazo a las prospecciones de la banca privada, de organizaciones multilaterales—tales como el G7, el Grupo de Acción Financiera Internacional, y el Banco Central Europeo—y en voz del propio Agustín Carstens, del Banco de Pagos Internacionales.
La cuestión no es si estas tecnologías se van a adoptar o no, sino cómo adoptarlas mitigando riesgos regulatorios, de volatilidad financiera y, sobre todo, sin perder el monopolio de las autoridades nacionales sobre la emisión de dinero.
Existe cierta urgencia por controlar y adoptar esta nueva ola de irrupción, sobre todo a la luz del reciente anuncio de Facebook de lanzar su propia moneda y sistema de pagos: Libra. Esta iniciativa fue recibida con azoro y finalmente con franca desconfianza: entre las compañías que ya han anunciado retirarse del proyecto están MasterCard, Visa, PayPal e Ebay, entre otras. Pero el mensaje fue muy claro: si las autoridades monetarias nacionales dudan en incursionar en estas nuevas tecnologías, las corporaciones no.
Vale la pena hacer una pequeña digresión para ahondar en la diferencia entre el sistema de pagos electrónico tal como existe hoy en día, y los protocolos digitales que recurren al blockchain, o tecnología de bloques.
A grandes rasgos, cuando alguien paga con una tarjeta de crédito o débito, este pago se concilia con los registros contables de diversas instituciones e intermediarios financieros a lo largo de varias horas e incluso días. Un buen ejemplo son las transferencias internacionales (las remesas, por ejemplo) que resultan no sólo onerosas (por la multiplicidad de actores, cada uno con su respectiva comisión) sino lentas e ineficientes (debido a distintos marcos regulatorios y jurisdicciones, husos horarios, etc.).
Por otro lado, la tecnología de bloques se basa en un registro único, o por decirlo así, un solo “libro contable”, que legitima y concentra la totalidad de las transacciones de manera incorruptible e incensurable, lo que se asegura así por diseño matemático. En el mejor de los casos, estos bloques se validan gracias a la participación de miles de usuarios, cuya identidad es prescindible, de tal manera que el registro no pertenece a nadie y tampoco está físicamente en ninguna parte.
En esta nueva clase de bases de datos, la transmisión de información, llámense e-monedas nacionales o Bitcoin, es casi instantánea y de bajo costo. Pero aquí viene un detalle que separa ambos sistemas: mientras que para el dinero que circula en efectivo es imposible determinar su historial desde que fue emitido, en un libro contable digital único se archivan a detalle todas y cada una de las transacciones realizadas.
De ahí surge una de las preocupaciones fundamentales: que este tipo de dinero, ligado a la identidad de los usuarios, coarte o restrinja sus derechos, al tiempo que amase una cantidad ingente de datos ajena a cualquier noción de privacidad o anonimato. ¿Cómo puede perjudicar al usuario este tipo de moneda? Sencillo: los protocolos digitales monetarios pueden ser programados, de tal manera que su circulación puede condicionarse, o simplemente prohibirse. Es decir, tener dinero no se equipararía a poder gastarlo, excepto en circunstancias específicas, por ejemplo, limitado a áreas geográficas determinadas, en productos, servicios o establecimientos preestablecidos, de acuerdo a rangos tales como edad, situación legal, nivel socioeconómico, etcétera. Las posibilidades en todo caso quedan abiertas a la especulación, y si se atiende cómo han evolucionado las tecnologías de la información y su uso —o abuso— por parte de gobiernos y corporaciones, hay suficientes razones para demandar transparencia frente a su diseño e implementación.
Lo que presenciamos hoy es una transformación ideológica propiciada por estas nuevas tecnologías, que al final del día cuestionan el monopolio de los estados sobre sus propias economías. A debate no sólo se encuentran la soberanía de los bancos centrales nacionales para emitir y regular dinero, sino también la manera misma en la que concebimos la riqueza, su creación, transmisión y resguardo. De manera natural, paralelo a este debate, queda la legítima duda de si estos nuevos paradigmas operan a favor o en contra de las libertades individuales y sociales. No es superfluo cuestionar, a la luz de la perniciosa comunión entre recolección de datos y sistemas de vigilancia, si la desaparición del efectivo presagia más bien un control absoluto sobre las decisiones personales, en el peor de los casos; y en el escenario más benigno, un registro detallado sobre la actividad de las personas capaz de generar mayor desigualdad económica, discriminación, clasificación e incluso la manipulación del comportamiento humano. EP
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