COVID-19 y desigualdad social en Estados Unidos

La pandemia del coronavirus COVID-19 y la forma como afecta a los sectores más vulnerables pone de manifiesto la necesidad de continuar investigando en torno a las distintas desigualdades sociales que existen en Estados Unidos y a desarrollar estrategias de mediano y largo plazo para combatirlas.

Texto de 27/05/20

La pandemia del coronavirus COVID-19 y la forma como afecta a los sectores más vulnerables pone de manifiesto la necesidad de continuar investigando en torno a las distintas desigualdades sociales que existen en Estados Unidos y a desarrollar estrategias de mediano y largo plazo para combatirlas.

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El número de personas hospitalizadas y de fallecidas en Estados Unidos por el coronavirus COVID-19 remarca las conocidas desigualdades de raza, etnia y clase social en esta sociedad. En este artículo presento algunos elementos que dan cuenta de la mayor vulnerabilidad de los inmigrantes latinoamericanos y los afroestadounidenses frente a la pandemia del coronavirus. Además, argumento por qué esta difícil situación que vive la humanidad puede convertirse en una ocasión única para superar ciertas desigualdades sociales, particularmente en Estados Unidos y América Latina. 

Aunque desde hace algunas décadas quedó científicamente comprobado que solo hay una raza, la humana, emplearé el concepto porque nos permite observar cómo la sociedad construye diferencias para excluir a sus miembros. En Estados Unidos, a lo largo de su historia, la raza se ha relacionado sistemáticamente con el desempleo, la pobreza y la violencia, entre otros males sociales. Una consecuencia del movimiento civil por la integración de la población negra fue la incorporación de categorías como afroamericano, hispano, etcétera, que permitirían ver el avance de las acciones afirmativas (Oboler, 2013). Sin embargo, estas categorías refrendan la otredad: todo aquel que no cumple con ciertos ideales de la sociedad mayor no puede ser parte de ella o, por lo menos, no completamente. Esto explica el difundido uso de términos como “afroamericano”, “hispano”, “mexicoamericano” y que, en cambio, desconozcamos los términos empleados por los estadounidenses para referirse a los descendientes de inmigrantes alemanes, ingleses, irlandeses, franceses, suecos, suizos o noruegos. La Oficina del Censo de Estados Unidos sigue indagando la raza y el origen hispano a través de sus encuestas y, como se ha comprobado en múltiples investigaciones sociodemográficas, estos conceptos trascienden la mera clasificación estadística, de allí su relevancia en el estudio de las desigualdades sociales en este país.

Es conocida la mayor prevalencia del virus COVID-19 entre adultos mayores y la mayor cantidad de decesos entre hombres. Un estudio reciente (Garg, et al, 2020), en el que se analizaron las tasas de hospitalización y las características de los pacientes hospitalizados por coronavirus en 99 condados de 14 estados de Estados Unidos, confirma esta tendencia y, además, muestra que  de las 1,482 hospitalizaciones realizadas del 1 al 30 de marzo  —entre los pacientes de los que se obtuvo información sobre raza y etnia— el 45% eran blancos no hispanos, el 33.0% afroestadounidenses y el 8.1% hispanos, entre otros orígenes. Estas poblaciones representan, respectivamente, el 59.0%, el 18.0% y el 14.0% de la población residente en los 99 condados. Por lo que los autores del estudio concluyeron que los afroestadounidenses tienen mayor probabilidad de verse más afectados durante la evolución de la enfermedad.

En Estados Unidos, a lo largo de su historia, la raza se ha relacionado sistemáticamente con el desempleo, la pobreza y la violencia, entre otros males sociales.

Datos del Departamento de Salud e Higiene Mental de la Ciudad de Nueva York muestran cómo en esta ciudad la población afroestadounidense es la más golpeada por el virus, pues aportó el 33.2% de las muertes reportadas hasta el 16 de abril, mientras los blancos no hispanos el 31.0% y los latinoamericanos o hispanos el 28.2%. Las cifras son relevantes si se toma en cuenta que la mayor parte de la población de la ciudad está constituida por nativos blancos (43%), y los afroestadounidenses y latinoamericanos solo representan el 24.3% y el 29%, respectivamente. En el estado de Louisiana el 59.3% de las muertes registradas por COVID-19 corresponden a afroestadounidenses. La misma situación ocurre en el estado de California donde los afroestadounidenses, que constituyen el 6% de la población del estado, están sobrerrepresentados entre el número de fallecidos.1 Estos datos conducen inevitablemente a la pregunta: ¿Por qué los afroestadounidenses y los hispanos se infectan y se mueren más que los blancos no hispanos?

A lo largo de las últimas décadas, tanto en Estados Unidos como en América Latina y el Caribe, ha sido generado, desde las ciencias sociales, un vasto conocimiento en torno a la vulnerabilidad en que viven muchos inmigrantes en dicho país. Estas investigaciones han llegado a la misma constatación: las desigualdades observadas solo reflejan la inequitativa distribución del poder y del bienestar. Y esta distribución en buena medida se construye sobre la base de representaciones ideológicas como el género, la raza, la etnia —entre otras— cuyo fin es establecer el lugar que debe ocupar cada individuo en la sociedad. Dicho de otra forma, son criterios de diferenciación social que cumplen un papel estratificador de la sociedad, y su confluencia en un mismo individuo aumenta su grado de vulnerabilidad. Por ello no es sorpresa que las poblaciones en peor situación socioeconómica tengan menores posibilidades de hacer frente a la enfermedad.

La pandemia del coronavirus COVID-19 y la forma como afecta a los sectores más vulnerables —no solo a las personas que biológicamente carecen de la fortaleza para combatir el virus, sino aquellos cuyas condiciones socioeconómicas los hacen más débiles— pone de manifiesto la necesidad de continuar investigando en torno a las distintas desigualdades sociales y a desarrollar estrategias de mediano y largo plazo que, después de superada la contingencia sanitaria, nos ayuden a deconstruir ciertas representaciones ideológicas sobre las que se encuentran cimentadas nuestras sociedades y que dan origen a la desigualdad. 

A lo largo de las últimas décadas, tanto en Estados Unidos como en América Latina y el Caribe, ha sido generado, desde las ciencias sociales, un vasto conocimiento en torno a la vulnerabilidad en que viven muchos inmigrantes en dicho país. Estas investigaciones han llegado a la misma constatación: las desigualdades observadas solo reflejan la inequitativa distribución del poder y del bienestar.

En el Cuadro 1 presento datos que retratan la situación socioeconómica de algunos grupos de inmigrantes latinoamericanos y los afroestadounidenses frente a los nativos blancos no hispanos. Además del sexo y la edad, se presenta la escolaridad, los ingresos y las ocupaciones que hablan del nivel socioeconómico de las personas, indicadores de mercado como la tasa de participación económica y la tasa de desempleo que plasman, inequívocamente, la desigual distribución del empleo en función de la raza y el sexo. 

A simple vista se constata la desventaja de los afroestadounidenses y los inmigrantes frente a los nativos blancos no hispanos: mientras el 60.9% de los hombres y el 64.8% las mujeres nativas blancas no hispanas han logrado realizar estudios superiores al nivel de preparatoria, los porcentajes de los inmigrantes son bastante inferiores, en particular en los casos mexicano y centroamericanos. Cualquier lector atento podría argumentar que esas diferencias obedecen más al efecto selectivo de la migración que a una desigual distribución de la educación en el país de destino, pero, ¿cómo explicamos las notables diferencias entre nativos blancos y negros? Aunque las mujeres afroestadounidenses, en una proporción considerable, han logrado realizar estudios superiores a la preparatoria (54.8%), el porcentaje es claramente inferior al de sus homólogas y solo el 46.0% de los hombres han alcanzado este nivel de estudios. 

Superar las desigualdades estructurales en sociedades como la estadounidense y la latinoamericana implica la desconstrucción de los imaginarios que predominan en torno a las diferencias. 

Ligados a la escolaridad se ubican los ingresos de la población, que reafirman las desigualdades entre los grupos. Mientras el ingreso anual medio de los hombres nativos blancos no hispanos es de $62,571 dólares, y el de las mujeres $42,790 dólares —pese a que participan más en ocupaciones ejecutivas y profesionales—, un hombre negro percibe solamente el 65.4% del salario de un hombre blanco y una mujer negra percibe el 80% de lo que gana una blanca, lo que no quiere decir, en estricto sentido, que la brecha sea menor, más bien que el salario de las mujeres blancas, aunque es superior al de los hombres negros, es suficientemente bajo —con respecto a sus homólogos hombres— para que pueda ser casi alcanzado por las mujeres negras. Los hombres mexicanos ganan solamente el 53.0% del salario promedio anual de un blanco no hispano y las mujeres el 55.0% del salario anual de una nativa blanca no hispana. En general, los latinoamericanos perciben entre el 60 y 67% del salario anual promedio de los hombres nativos blancos no hispanos, siendo los mexicanos y los centroamericanos los peor pagados. Las diferencias por sexo confirman la doble desventaja de las mujeres y, entre las mexicanas, se hace más visible. 

Los bajos ingresos de los latinoamericanos se explican también por su desproporcionada concentración en ocupaciones de bajo prestigio social y valor económico. Sólo el 31.0% de los nativos blancos no hispanos participa en ocupaciones relacionadas con la fabricación, la construcción, el mantenimiento, el transporte y la reparación, mientras que el 61.8% de los cubanos, el 60.8% de los centroamericanos y el 56.3% de los mexicanos se concentran en estas ocupaciones. En el área de servicios —ocupaciones de apoyo al cuidado de la salud, preparación de alimentos, limpieza y mantenimiento de edificios, jardinería, servicio doméstico, cuidados y otros servicios personales (Caicedo, 2019), en las que predomina la participación femenina, las mujeres blancas se insertan en un 10.2%, comparado con el 24.8% de las dominicanas, el 20.1% de las afroestadounidenses, el 16.4% de las centroamericanas y el 14.4% de las mexicanas. Los datos no solo son indicio de la segregación ocupacional ampliamente estudiada, sino que son consistentes con la idea generalizada de una racialización del mercado de trabajo (Hondagneu-Sotelo, 2007).

La tasa de participación económica por sexo nos habla de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en el empleo. La misma relación debería existir entre nativos e inmigrantes, sin embargo, como la migración latinoamericana a Estados Unidos tiene, en gran medida, motivaciones laborales —y la mayor parte de esta población es joven— habría que leer con cuidado este indicador. Entre los grupos observados, las mujeres —excepto las afroestadounidenses— tienen tasas de participación económica significativamente inferiores a las de los hombres de sus respectivos grupos. Y, aunque habría que decir que, en general, las inmigrantes tienen mayores tasas que las mujeres de sus países de origen (Caicedo, 2010), en la mayoría de los casos —con excepción de las dominicanas— esas tasas son inferiores a las de las nativas blancas no hispanas. 

La tasa de desempleo de los inmigrantes dominicanos es tres veces mayor a la de los nativos blancos no hispanos y la de los afroestadounidenses es más del doble. La tasa de desempleo de las mujeres dominicanas es casi tres veces mayor a la observada entre las nativas blancas, y la de las afroestadounidenses es casi el doble. 

Las diferencias en la participación económica entre los afroestadounidenses y de los nativos blancos no hispanos son históricas. Dos factores explican, principalmente, este fenómeno: la desaparición del empleo industrial, producto de la reestructuración económica acontecida desde los años setenta y las limitadas oportunidades de que dispone los afroestadounidenses para su formación para el trabajo. Castells (1998) resalta cómo con la notable disminución del empleo industrial y el crecimiento del sector de servicios aumenta la demanda de trabajadores con altos niveles educativos y una serie de capacidades “verbales/relacionales” que los afroestadounidenses no adquieren en las escuelas públicas de sus vecindarios. Esto, por un lado, limita su participación en el mercado y por otro, refuerza la segregación ocupacional. 

Los inmigrantes latinoamericanos están segregados tanto espacialmente como a nivel ocupacional. La existencia de enclaves étnicos en las grandes ciudades de Estados Unidos constituye un contundente indicador de esa segregación (Castells y Borjas, 1998) y, aunque algunos estadounidenses lo ven como el factor que impide la adquisición de habilidades necesarias para la incorporación al mercado laboral nacional (Borjas, 2003), para otros son, precisamente, esos espacios lo que les permiten huir de la discriminación de la que muchas veces son objeto (Portes y Guarnizo, 2001).

Uno de los aspectos que probablemente ha favorecido la expansión del coronavirus COVID-19 entre afroestadounidenses y latinoamericanos es la proximidad física que mantienen. Muchos de ellos, por sus bajos ingresos, viven en condiciones de hacinamiento que no les permiten seguir las normas de distancia física. Los exiguos ingresos que perciben han hecho casi imposible que dejen de asistir a sus trabajos, lo que aumenta el riesgo de ser contagiados, y, quienes lo han hecho, se ven expuestos a la escasez de recursos económicos. Como es sabido, una vez adquirido el virus, las personas con condiciones preexistentes como obesidad, diabetes, hipertensión, enfermedad pulmonar y enfermedad cardiovascular son altamente vulnerables (Garg, et al, 2020). Varias de estas enfermedades tienen mayor presencia entre afroestadounidenses e hispanos (CDC, 2020).

Un estudio realizado por el Pew Research Center PRC (2020) que indagó sobre las preocupaciones de los estadounidenses en torno a la salud por COVID-19, encontró que a la mayoría de las personas les preocupa contraer la enfermedad y contagiar a otras sin saberlo. Pero estas preocupaciones son mucho más marcadas entre los adultos negros e hispanos que entre los adultos blancos. Además, un tercio de los estadounidenses con ingresos más bajos expresaron estar muy preocupados ante la posibilidad de ser contagiados y requerir hospitalización. Mientras que, entre los adultos de altos ingresos, solo el 17.0% están muy preocupados ante la posibilidad de ser contagiados (PRC, 2020; 4).

Esto se sustenta en el hecho de que buena parte de los latinoamericanos empleados no cuentan con seguro médico laboral. Las diferencias étnicas son elocuentes: el 32.2% de los nativos blancos no hispanos y el 49.0% de los trabajadores latinoamericanos se encuentran en esta situación. Los dominicanos (56.0%) y los mexicanos (54.0%) registran los porcentajes más altos. Y aunque para los afroestadounidenses y los puertorriqueños (29.3% y 31.0%, respectivamente) la situación pareciera ser ligeramente mejor, el 11.6% de los trabajadores afroestadounidenses y el 10.0% de los puertorriqueños viven por debajo de la línea de pobreza.  En la misma situación se encuentra el 7.1% de los mexicanos y de los dominicanos, mientras que solamente el 3.7% de los nativos blancos no hispanos vive por debajo de la línea de pobreza. 

Uno de los aspectos que probablemente ha favorecido la expansión del coronavirus COVID-19 entre afroestadounidenses y latinoamericanos es la proximidad física que mantienen. Muchos de ellos, por sus bajos ingresos, viven en condiciones de hacinamiento que no les permiten seguir las normas de distancia física.

Estos datos dan una idea de las posibilidades con que cuenta la población para hacer frente a la pandemia: éstas se distribuyen claramente en función de la raza, la clase, la etnia y él género —aunque las estadísticas muestran que las mujeres tienen menores posibilidades de hospitalización y muerte por la enfermedad, hay diferencias entre blancas, negras e hispanas—. Las enfermedades no distinguen entre estas condiciones, pero la vulnerabilidad socioeconómica que viven muchos individuos se convierte en el caldo de cultivo necesario para su reproducción. Mientras no se superen las desigualdades sociales siempre habrá un sector de la sociedad que sufrirá con más fuerza el impacto de epidemias como ésta.

Desde las ciencias sociales estamos compelidos a resaltar que una parte de la desigualdad observada en el empleo, en la educación, en la salud, en el acceso al crédito y a la vivienda en Estados Unidos, tiene como base la inequitativa distribución de oportunidades, mismas que, en cierta medida, se definen en función de lo que se piensa del otro, de lo que le corresponde y el lugar que debe ocupar en la sociedad. Superar las desigualdades estructurales en sociedades como la estadounidense y la latinoamericana implica la desconstrucción de los imaginarios que predominan en torno a las diferencias. 

Según Reskin (2000) la gente crea automáticamente categorías de los demás y esas categorizaciones se alimentan de la estratificación social basada en el sexo, la raza, la etnia, etcétera. En consecuencia, el trato que reciben los individuos en la sociedad y particularmente en el mercado de trabajo es determinado por la categoría social de pertenencia. Esta categorización generalmente está acompañada de estereotipos, atributos y evaluaciones sesgadas. De acuerdo con la autora, la introducción del sexo, la raza y los prejuicios étnicos en las percepciones, interpretaciones y evaluaciones que hacemos de los demás, implica sesgos cognitivos que se establecen de forma independiente de los intereses de grupo de los tomadores de decisiones o de su deseo consciente de favorecer o perjudicar a otros. Algunos de los resultados de esos habituales procesos cognitivos son la discriminación por raza, etnia y sexo.

Por tanto, un proceso de integración de grupos minoritarios a la sociedad estadounidense debe contemplar el conocimiento y la sensibilización de los tomadores de decisiones en torno a los efectos perversos de la desigualdad. Cualquier política inclusiva puede resultar estéril mientras los prejuicios y estereotipos sobre los demás permanezcan instalados en cada individuo. 

Finalmente, puede sonar repetitivo, pero no hay manera de incorporar a un individuo a la sociedad si no es a través del trabajo. En el caso de los afroestadounidenses se trata de facilitarles el acceso a la educación de calidad, a la vivienda y a la salud. En lo que respecta a los inmigrantes latinoamericanos, el primer paso —aunque desencaja con la política migratoria actual de Estados Unidos— es regularizar a una cantidad importante de aquellos que viven y laboran en ese país sin los respectivos permisos. Este es un paso fundamental para que puedan ejercer sus derechos con plenitud. Mientras haya ciudadanos en la clandestinidad es imposible pensar en que puedan acceder a empleos bien remunerados y dignos que faciliten su integración social y económica. EP

1 Las cifras se obtuvieron de New York City Department of Health and Mental Hygiene, Louisiana Department of Health y California Department of Public Health, Vale mencionar que las cifras presentadas son de carácter temporal (14 y 16 de abril) y son actualizadas en función de la evolución de la pandemia. 

Bibliografía

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Caicedo, M. (2010), Migración, Trabajo y Desigualdad. Los inmigrantes latinoamericanos y caribeños en Estados Unidos, México, D.F., El Colegio de México. 

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Castells, M., (1998), La era de la información, economía, sociedad y cultura, México: Siglo XXI, p. 669.

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Hondagneu-Sotelo, P. (2007), Domestic: immigrant workers cleaning and caring in the shadows of affluence, University of California Press: Berkeley and Los Angeles, p.284.

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Portes, A., y L., Guarnizo (1991), Capitalistas del trópico, la migración en Estados Unidos y el desarrollo de la pequeña empresa en la República Dominicana, Santo Domingo: Programa FLACSO-República Dominicana, p.117. 

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