Democracia y rendición de cuentas

El Centro Tepoztlán Víctor L. Urquidi, en su proyecto México próspero, equitativo e incluyente. Construyendo futuros 2024-2030 , presenta la sección Condiciones indispensables para la conformación de un Estado democrático y de derecho, coordinada por Susana Chacón, José Antonio Crespo y Guillermo Knochenhauer.

Texto de 15/01/24

El Centro Tepoztlán Víctor L. Urquidi, en su proyecto México próspero, equitativo e incluyente. Construyendo futuros 2024-2030 , presenta la sección Condiciones indispensables para la conformación de un Estado democrático y de derecho, coordinada por Susana Chacón, José Antonio Crespo y Guillermo Knochenhauer.

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El régimen democrático consiste en una compleja estructura política e institucional que puede adoptar diversas modalidades (como la más clara es entre el sistema presidencial y el sistema parlamentario). Cada disposición institucional cumple una función específica, pero puede decirse que el objetivo esencial del andamiaje democrático, su razón de ser, es evitar el abuso de poder político de aquellos que lo detentan en alguna medida (que puede ir del 100 % como en una autocracia, como en un porcentaje menor, como sucede en las democracias que justo busca dividir el poder para evitar su concentración). Pero sea mucho o poco el poder político que alguien pueda detentar en un régimen, el objetivo es que no abuse de ese pequeño o gran poder, en detrimento del resto de la ciudadanía. 

El concepto que está detrás de ese objetivo esencial es la “rendición de cuentas”, una adaptación del español al vocablo inglés accountability. Se refiere a que cualquier abuso de poder (en particular mientras más dañino y grave sea), genere consecuencias negativas para quien incurre en ello. Puede ir desde un costo en su imagen (que eventualmente le restará popularidad o impedirá ganar elecciones en nuevos cargos o reelegirse en el que detenta), una falta administrativa (multas, normalmente), o efecto político (ser removido de su cargo aún antes de que lo termine), y en el extremo, una sanción penal (años de cárcel dependiendo de la gravedad de su falta). 

Un sistema autocrático, en contraste, es aquel que concentra el poder en una sola persona (o una junta, o un partido que a su vez tendrá un jefe supremo), lo que incrementa la tentación y posibilidad de abusar del poder de muchas formas (enriquecimiento ilítico, favores y privilegios a amigos y familiares, gastos excesivos como prerrogativas de gobierno, el uso político de la ley para propósitos político electorales, o para intimidar adversarios y vengarse de enemigos personales, e incluso la desaparición o asesinato de los enemigos más peligrosos). Todos esos abusos y arbitrariedades son frecuentes en las dictaduras, autocracias, tiranías que tienen la característica común de concentrar el poder en una sola persona o camarilla, lo que les permite abusar de ese poder impunemente, es decir, sin que ello tenga mayor consecuencia negativa para sus personas o incluso sus posibilidades de prolongarse en el poder. De ahí la famosa frase de Winston Churchill de que la democracia es el peor de los sistemas políticos (pues no puede prevenir el abuso del poder al cien por ciento, e incluso tiene ciertas contradicciones inherentes a su funcionamiento), salvo todos los demás, es decir, toda la modalidad de autocracias (totalitarismos personales, dictaduras militares, monarquías absolutas, regímenes de partido único, etcétera).

“Lo distintivo de las democracias, en sus distintas modalidades, de todas las demás autocracias es la división del poder”.

Lo distintivo de las democracias, en sus distintas modalidades, de todas las demás autocracias es la división del poder. El poder no se concentra en una sola persona, camarilla, monarca, caudillo, junta militar o partido político, porque de ahí se derivará, con gran probabilidad, fuertes abusos de poder que privilegiarán a la clase dominante en detrimento de los intereses del resto de la comunidad política. 

El idealismo político y la concentración del poder

Para comprender cabalmente la dinámica política es importante distinguir dos corrientes fundamentales de la filosofía política que han convivido a lo largo de los siglos y siguen en debate y contradicción hasta nuestros días. Por un lado, el idealismo político atribuido originalmente a Platón, pero que ha derivado en diversas corrientes y adaptaciones hasta la fecha, incluyendo a San Agustín, Rousseau, algunos socialistas utópicos como Phroudon, los comunistas científicos como Marx y Engels, y los llamados anarquistas como Bakunin. Y  por otro lado el realismo político que tiene muchos exponentes, desde Aristóteles pasando por Maquiavelo, Thomas Hobbes, John Locke, Voltaire y los padres del constitucionalismo norteamericano. 

Empecemos por el idealismo; Platón concebía la existencia del llamado Filósofo virtuoso, que era moral, honesto, íntegro, impecable, desinteresado, altruista, por lo cual desde el poder no buscaría su propio bien y el de los suyos, sino el de sus súbditos, como genuino altruismo. A ese monarca ilustrado no le convenía poner trabas y frenos al poder, que le impedirían aplicar su magna empresa humanista. No siendo desconfiado en absoluto, convenía darle todo el poder, del que no abusaría en absoluto sino que lo usaría para aplicar las mejores políticas para la sociedad sin obstáculo de aquellos que podrían ver afectados sus intereses. El Rey Filósofo era lo que después se llamó Déspoto Ilustrados en posteriores siglos. ¿Para qué frenarlo o limitarle el poder, si lo usaría en beneficio de los demás y no de sí mismo?

Una variante de ello fue la idea de que bajo una organización social debidamente planeada (con ayuda del rey o la élite virtuosa), provocaría que la bondad inherente de los seres humanos aflorara su parte naturalmente bondadosa, de modo que al cabo de algún tiempo todos los ciudadanos serían altruistas, generosos, solidarios con los demás, dejando de lado sus intereses personales y su egoísmo. Vendría una etapa dorada semejante a los paraísos de diversos mitos religiosos. En el marxismo, se pondría todo el poder en la “dictadura del proletariado”, hombres sensibles a las necesidades y el dolor humano que usarían el poder absoluto para crear las condiciones que desenajenaran a los miembros de la comunidad (enajenación igual a egoísmo y ambición), y eso provocaría el cambio radical de todos los ciudadanos hasta hacerlos “un hombre nuevo”, término de San Pablo para referirse a quienes han alcanzado la santidad religiosa, consistente justo en la entrega, el altruismo, la empatía y la renuncia al bienestar personal. 

En el caso del anarquismo también se vislumbra una sociedad dorada formada por ciudadanos virtuosos, como el rey platónico. Su diferencia con el marxismo fue que éstos pensaban que tal utopía se lograría eliminando la propiedad privada de la producción a través de un Estado totalitario (dictadura del proletariado) para forzar la eliminación de la propiedad privada. Los anarquistas, en cambio, consideraban que la utopía se lograría eliminando el Estado, fuente de toda injusticia y privilegio. Sin el Estado, no se sostendría la propiedad privada ni la explotación asociada a ella. Pero ambos compartían la idea de que, bajo cierta organización social, surgiría el hombre nuevo y el paraíso anhelado. 

El realismo político

En contraste con el idealismo, los pensadores realistas parten de una concepción de la naturaleza humana muy distinta; el hombre nace con un grado elevado de individualismo, que implica que busca su bienestar (físico, social y emocional) rechazando su opuesto, (el dolor, la pobreza, la tristeza). Ante lo cual, sus actos y decisiones estarán mayoritariamente determinadas en la búsqueda de esas metas, lo que en principio es legítimo; el derecho a la felicidad y el bienestar en lugar de caer en el dolor físico, la pobreza y la tristeza o depresión anímicas. Pero dada la complejidad de la sociedad humana y sus escaseces, el individualismo tiende a convertirse en egoísmo, que implica que una persona estará dispuesta a afectar a los demás, a violentar sus derechos y sacrificar sus intereses para satisfacer los propios. Se puede estar dispuesto, en el extremo y dependiendo de la personalidad y valores del individuo en cuestión, a robar, extorsionar, engañar, violar, mentir, traicionar e incluso torturar y asesinar a otras personas si eso ha de traducirse en el bienestar propio.

“El derecho es mejorable, pero debe existir como marco de convivencia para proteger al máximo los derechos esenciales de cada persona frente a las ambiciones de los demás”. 

De ahí la necesidad, en primer lugar, de crear normas de convivencia para lograr el mayor respeto entre los miembros de la comunidad, normas que se concretan en el derecho (si bien hay leyes desiguales y plenos de privilegios y desigualdades, pero buscan en esencia la convivencia pacífica). El derecho es mejorable, pero debe existir como marco de convivencia para proteger al máximo los derechos esenciales de cada persona frente a las ambiciones de los demás. Son normas de convivencia pacífica y respetuosa. Pero para que ello funcione debe existir un poder superior capaz de obligar a cada ciudadano a cumplir con esas reglas, so pena de sufrir alguna sanción. De no existir tal poder, las reglas de convivencia (el derecho) serán ignoradas por los individuos y cada quien buscará imponer su propia fuerza (física, armada, económica, grupal de pandillas y cárteles) para extraer de los demás los satisfactores propios. Dicha situación se conoce como la anarquía, la ausencia de poder, es decir de un ente capaz de tomar decisiones colectivas y obligar a los demás a apegarse a las reglas de convivencia establecidas en el derecho. La anarquía es la guerra de todos contra todos, la “ley de la selva”, el “estado de naturaleza del que hablaba Thomas Hobbes, y se traduce en desorden, caos e incapacidad de tomar acciones colectivas en beneficio de todos. Dice Hobbes al respecto: “Es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”.1  

Es el peor de los estados y contrasta con la utopía del anarquismo Bakuniano, donde los hombres vivirán en armonía y solidaridad, sin necesidad de policías, jueces ni cárceles porque la transformación que habrá sufrido el grueso de la sociedad los habrá convertido en “hombres nuevos”, en decir, en santos. Pero el realismo ve eso como una utopía inalcanzable (algunos autores reconocen la existencia de algunos santos como Jesús, San Francisco de Asís u otros, pero reconocen que son excepción, y normalmente se alejan de la política por lo que difícilmente asumirían el papel del Rey Filósofo platónico). No queda más remedio de diseñar instituciones para hacer de la convivencia humana, no una utopía inexistente, pero sí una situación aceptable que pueda incluso revertir en la mejoría social de la mayoría, o al menos reducir los abusos, crímenes y arbitrariedades personales. 

Eso, de acuerdo al propio Hobbes, exige la creación de un ente poderoso, el Estado (el gigante Leviathan), hecho con la renuncia de una parte de la libertad de los miembros de la comunidad para transferirla al Estado que tendrá la fuerza de imponer las reglas de convivencia entre los ciudadanos, aplicando las sanciones correspondientes a sus violadores. “Los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo”.2 

Lo cual se traducirá en una reducción dramática de abusos, excesos, robos y asesinatos, que harán la convivencia más llevadera y permitirá la acción concertada de los grupos en beneficio propio y de la sociedad. Una situación mucho más llevadera y aceptable que la anarquía. Pero para ello debe concentrarse todo el poder en una persona, que difícilmente será el Rey virtuoso de Platón, pues esos casi no existen. Será también alguien con tendencias egoístas que, por tanto, se verá tentado a usar ese poder en beneficio propio y de los suyos, a veces en detrimento de los demás. Es justo el abuso de poder de lo que los realistas quieren deshacerse o al menos minimizarlo. El autócrata (el poder concentrado en una sola persona, camarilla o partido), puede abusar libremente del poder sin que haya lo que hemos dicho es esencia de la democracia; rendición de cuentas. Al contar con todo el poder, podrán abusar de él sin que nadie pueda frenarlos, sancionarlos y menos aún removerlos del poder. Si ellos cuentan con el 100 % del poder, ¿quién podría sancionarlos o removerlos? La autocracia es sin duda mejor que la anarquía pues permite cierta convivencia pacífica entre los ciudadanos y otorga gobernabilidad a la comunidad (que se puedan tomar decisiones colectivas y aplicarlas). Pero sigue teniendo el gran inconveniente de que quien detenta el poder podrá abusar de él sin límite. 

Hay en tales circunstancias un límite social, pero que resulta sumamente costoso. La revolución. Ante un autócrata que no mide sus abusos y caprichos, puede llegar un punto de intolerancia por parte de una buena cantidad de ciudadanos que, puestos de acuerdo, logren superar las fuerzas del Estado, policías y Ejército, y logren derrotarlos para derrocar al tirano, ya que en las autocracias no hay canales institucionales y pacíficos para hacerlo. Las revoluciones pueden no ser exitosas, en cuyo caso las consecuencias para los participantes serán desastrosas. Pero incluso en las revoluciones exitosas los costos sociales son enormes; crisis económica que tardará en reponerse y muchas vidas perdidas, además de ingobernabilidad y un periodo de anarquía, con todo lo que ello supone. De ahí que históricamente hayan habido pocas revoluciones, y menos las que han resultado exitosas. 

División de poderes

¿Qué hacer frente a ese dilema entre anarquía y sus opositores a la autocracia, ambas con grandes deficiencias? Surge entonces un punto de equilibrio entre ambos extremos; la división de poderes. Sugerido por John Locke, pero aún antes por pensadores como Maquiavelo, un siglo antes. Para evitar la anarquía, se le concede a una persona suficiente poder para tomar decisiones que sean obligatorias para la comunidad, respaldada por un Estado que aplicará sanciones a quienes incumplan las reglas de convivencia ciudadana. Eso es gobernabilidad, ausente en la anarquía y presente en la autocracia pero con los riesgos ya señalados. En la democracia, esa persona, el Ejecutivo, podrá tomar decisiones con altas probabilidades de ser obedecidas, pero para evitar que sean abusivas (al menos excesivamente), se le otorga el resto del poder a otras instituciones; el legislativo que podrá cambiar o ajustar las decisiones del Ejecutivo, y el Poder Judicial encargado de que tales decisiones del Ejecutivo o Legislativo no rebasen un marco esencial dentro del cual los dotados de poder podrán tomar sus decisiones; la Constitución. Ese sistema de equilibrios reduce significativamente la propensión al abuso, y abre (cuando funciona adecuadamente) un canal institucional y legal para sancionar a quienes, dotados de poder, abusen de él en beneficio propio; la rendición de cuentas. Incluso, abre un canal institucional para la remoción del Ejecutivo (u otros políticos) sin necesidad de recurrir a la revolución violenta, por lo cual los costos de dicha remoción son casi nulos. Incluso, en algunos casos, se puede llegar a remover al jefe de gobierno por mera incompetencia política, aunque no haya incurrido en ilegalidades o abusos. Lo cual se traduce en mayor adaptación y agilidad del sistema sin elevados costos humanos o económicos.

“La división de poderes genera vigilancia mutua y contrapesos, de modo que quien incurre en abusos excesivos, más fácilmente será descubierto y, al no contar él con todo el poder para defenderse, podrá ser sancionado según la gravedad del ilícito”. 

La división de poderes genera vigilancia mutua y contrapesos, de modo que quien incurre en abusos excesivos, más fácilmente será descubierto y, al no contar él con todo el poder para defenderse, podrá ser sancionado según la gravedad del ilícito. Ante lo cual, y tras haber algunos precedentes en ese sentido, los propios gobernantes se refrenan en su tendencia a abusar del poder, no por razones de honestidad (como preconiza el idealismo), sino por simple interés propio. Más vale preservar el cargo en cuestión y quizá aspirar a otros en el futuro, aunque sin grandes ganancias o caprichos, que ser removido del poder y quizá acabar en la cárcel. No es una cuestión de altruismo y honestidad sino de sentido práctico pensando, otra vez, en uno mismo. 

La eficacia de la democracia

En términos teóricos la democracia es la mejor solución, aunque no perfecta (pues no todos los ilícitos o abusos son descubiertos, o algunos son protegidos por intereses e incluso dinero para no ser sancionados). Pero en general donde han logrado desarrollar un alto grado de eficiencia, los índices de corrupción se han reducido significativamente, a partir de una aplicación sistemática de las sanciones correspondientes a los infractores (se acaba o reduce la impunidad, base fundamental de la corrupción y los abusos diversos). Pero esto no es algo automático. Cuesta tiempo, trabajo y perseverancia alcanzar ese nivel de eficacia. Mientras tanto, las nuevas democracias peligran en dos sentidos; siendo un punto de equilibrio entre anarquía y autocracia, es complicado alcanzarlo en primer lugar. Fácilmente puede inclinarse hacia el lado anárquico (guerras civiles, revoluciones, ingobernabilidad, ineficacia estatal), o del otro (golpes de estado, populismos autoritarios con el beneplácito de las mayorías, concentración gradual del poder hasta perderse los equilibrios propios de la democracia, etcétera). 

De ahí la importancia del concepto de “consolidación de la democracia”, que supone que una vez logrado el equilibrio democrático de pesos y contrapesos, las reglas y las instituciones se fortalezcan gradualmente al grado en que ningún grupo o individuo pueda echarlas para abajo, por más que esa sea su intención. Y que el grueso de la ciudadanía haya internalizado la importancia de esas ventajas para defenderlas en lugar de ceder a alguno de los otros dos extremos. Un proceso difícil de por sí, que lleva tiempo y que en muchos casos ha fracasado una y otra vez (no hay más que echar un vistazo a la larga historia independiente de América Latina, incluido México). 

El reflujo democrático

El politólogo norteamericano Samuel Huntington descubrió un fenómeno moderno de oleadas democráticas y sus respectivos reflujos. Lo desarrolla en su libro La Tercera Ola.3 En él expuso que había condiciones que permitían una fuerte expansión democrática en varios países del mundo, que constituían algo así como una oleada, pero que, por la fragilidad de las mismas en sus momentos fundacionales, muchas terminaban por los suelos también en un impulso mundial que llamó “reflujo democrático”. La decepción provocada en varias de las nuevas democracias daban paso a regímenes autocráticos o populistas que daban al traste con lo avanzado, dando pie a una nueva autocracia, muchas veces avalada por la mayoría de la población, o bien por golpes de Estado o guerras civiles. Pocas de las nuevas democracias resisten ese reflujo y continúan con su proceso de consolidación. 

La primera oleada fue a principios del siglo XX (de la que Rusia no fue parte, salvo en los breves meses de la Duma de Kerensky), pero fue interrumpido por la Primera Guerra mundial y sus secuelas antidemocráticas en Alemania, Rusia, Italia, Japón y España, principalmente. La segunda oleada sobrevino al fin de la Segunda Guerra mundial, cuando países como los del Eje que fueron derrotados, retornaron al camino democrático de manera más firme. Pero algunos países europeos entraron en una fase más autoritaria, como los del Bloque Soviético, o España y Portugal. Entraron en el campo autoritario países como China, Taiwán, Corea (del Sur y del Norte), Vietnam, Cuba y Vietnam. 

La tercera ola democrática se dio a partir de los setentas y ochentas, iniciando con la democratización en Portugal, España y varios países latinoamericanos (incluido México), además de los países de Europa Central tras la caída del Muro de Berlín, además en Taiwán que pasó de ser partido único a otro hegemónico y después plenamente democrático. Es la Tercera Ola que estudió con detenimiento Huntington. Pero en su libro, el autor a partir de la experiencia histórica reciente, pudo pronosticar que en su momento vendría un tercer “reflujo democrático”, en el que algunas de las nuevas democracias volverían a caer en algún tipo de autocracia, por el fenómeno de la “decepción democrática”, que consiste en que muchos ciudadanos esperanzados en que la democracia resolvería sus problemas económicos y sociales (lo que no es automático y suele llevar mucho tiempo), cederían al llamado populista de distintos líderes que les prometerían una utopía en poco tiempo. Sobrevino en ese tercer reflujo líderes autocráticos como en Venezuela, Nicaragua, Rusia, Turquía y varios países de Europa Oriental, y varios intentos en ese sentido, con relativo éxito, en otros países latinoamericanos (incluido México a partir de 2018). Aún en democracias muy fuertes como en Estados Unidos surgió un intento semejante encabezado por Donald Trump, pero la fortaleza de esa democracia ha permitido resistir el embate. 

Y de nuevo, en la medida en que tales nuevas democracias son acosadas por algún tipo de populismo, o de plano caen por completo, retorna lo que la democracia busca evitar como objetivo central; la corrupción desbordada y la casi absoluta total impunidad de la clase política. EP

  1. Thomas Hobbes, Leviatán, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil. México. Fondo de Cultura Económica. 7 reimpresión. 1996  pp. 102 y 103 []
  2. Leviatán… Op.Cit. p. 112 []
  3. Samuel Huntington, The Third Wave; Democratization in the Late Twentieth Century, University Oklahoma Press, 1991, []
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