Boca de lobo: La triste escolta patria del amor

En este texto, Aníbal Santiago nos transporta a un pasado encuadrado en el ritmo marcial del paso redoblado y el Toque de Bandera.

Texto de 18/09/23

Toque de Bandera

En este texto, Aníbal Santiago nos transporta a un pasado encuadrado en el ritmo marcial del paso redoblado y el Toque de Bandera.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Cuando antes de la ceremonia veía a la escolta muda y alerta en el patio de la escuela, el pecho me empezaba a retumbar. Esas mañanas de lunes escuchaba: “Atención, escolta: ¡firmes, ya!”, y un escalofrío emocionado viajaba por mi cuerpo, desde la punta del dedo gordo del pie hasta mi último pelo desmañanado. Los golpes de los zapatos escolares en el movimiento coordinado, “chas-chas-chas-chas”, acentuaban el silencio solemne de cientos de alumnas y alumnos, respetuosos de nuestros compañeros: guardia, retaguardias, comandante y abanderada. ¡Ay, aquella abanderada…!

Y entonces, de pronto, se escuchaba el coro:

Se levanta en el mástil mi bandera,
como un sol entre céfiros y trinos,
muy adentro en el templo de mi veneración,
oigo y siento contento latir mi corazón.

Claro que el Toque de Bandera hacía latir mi corazón. Por eso cantaba a todo pulmón, para descargar esa fuerza que mi tórax infantil de educando (así nos decían) de la Primaria República Española 41075 no podía contener. Sentía que una bomba iba a estallar dentro de mí y que mis cuerdas vocales eran la única ruta de evacuación energética.

“Claro que el Toque de Bandera hacía latir mi corazón. Por eso cantaba a todo pulmón, para descargar esa fuerza que mi tórax infantil de educando […] no podía contener.”

¿Tan patriota era a mis 9 años? No lo creo. Pese a las enseñanzas de la clase de Civismo (perdone, maestra Lupita Miranda), no recuerdo que me conmovieran la bandera tricolor, ni los héroes que nos dieron patria, ni un himno que ni entendía, y tampoco me fascinaba el pozole que cada 15 de septiembre vendían las fondas de mi colonia, la Viaducto Piedad.

Lo que me interesaba, lo que me fascinaba, lo que me enamoraba, lo que me desvelaba, lo único que mis ojos eran capaces de ver era la abanderada de la escolta: Vicky. Delicados ojitos japoneses, alisado uniforme rojo, redonda boca de cereza, zapatitos primorosos de charol, piel de seda. Eras perfecta, Vicky.

Desde que en 4° D nos tocó en el mismo salón, todo había sido un enamoramiento inmóvil. Yo a Vicky no me podía acercar, ni le podía sonreír y menos hablar. Mi amor era desorbitado y si hacía algo de eso me hubiera derretido para después desmayarme. Solo me limitaba a mirarla por horas desde mi pupitre de atrás en un viaje hasta el de adelante, donde ella tomaba clase —justo frente a la maestra— porque era la más ordenada, puntual, pulcra, aplicada. La mejor.

Transcurrió 4°, 5° y comenzó 6° sin contacto alguno. Si acaso apuntaba en un cuaderno, con una rayita que nadie podría interpretar, las veces que en un día nuestras miradas se habían cruzado (pobre, si alguien no para de verte, no hay manera de no cruzar alguna vez su mirada), como esas cuentas insoportables que en las paredes de las celdas llevan los reos.

Pero había otra solución. La única. Si pretendía establecer un vínculo con ella y dar un primer paso hacia la consumación de nuestro amor, era necesario que me llamaran a la escolta: Vicky era la abanderada, es decir, la directora.

Durante cerca de 30 meses, cada lunes, emocionado observaba a la escolta con Vicky al frente: diosa mexicana elegantísima, magnética, única, con la bandera encajada en la cintura y dirigiendo a los demás con maravillosa convicción. Yo me fantaseaba en la escolta siguiendo sus pasos, oyendo sus instrucciones, haciendo caso a sus correcciones, despertando su admiración por ser, igual que ella, un alumno brillante.

—Aníbal, lo haces muy bien, pero levanta más la rodilla cuando escuches: “¡Paso redoblado, ya!”.
—Claro que sí, Vicky.

¿Había alguna esperanza? Yo, a diferencia de ella, era un alumno normal. Mi única posibilidad de alcanzar la excelencia (y la escolta, por lo tanto) hubiera sido la existencia en los planes de la SEP de la materia “Futbol Mexicano I, II y II”. Mis libros de texto eran las revistas Penalty, Goles y Balón, y mi máximo héroe patrio era Eduardo Moses, fantástico extremo del Atlante. La maestra Lupita nunca tuvo en cuenta ese valioso material pedagógico pero un día yo sí tuve la osadía de cuestionarla: “Maestra, ¿por qué nunca me llaman a la escolta?”.

La educadora ni siquiera respondió a su educando: solo sonrió.

Pero aguarda, lector, ¡jamás renuncies a tus sueños!

Una mañana mágica de jueves, al sonar la chicharra para el recreo, la maestra Lupita me pidió: “Espérate, no te vayas”.

El salón, vacío. Yo, de pie; ella, en su escritorio, y entre ambos la frase soñada: “Aníbal, Luis lleva toda la semana enfermo y no estará el lunes en la escolta. ¿Querías participar, verdad? Entonces quédate a la salida pues hoy y mañana van a practicar contigo en el patio para que estés listo el lunes”. Quise abrazarla, estrujarla por siempre, y silenciosamente agradecí a mi compañero Luis su ausencia y le desee una no demasiado pronta recuperación.

Practiqué jueves y viernes, orgulloso, junto al resto de la escolta. Vicky me dirigió algo indiferente, pero no importaba: el lunes, mi debut en el selecto grupo marchando bajo las estrofas del hermoso Toque de Bandera marcaría el día inicial de nuestro eterno amor.

Supongo que ante la sorpresa de mi santa madre me levanté temprano, me bañé, peiné de raya impecable a la izquierda, y con planchado uniforme caminé por Avenida Coruña para casi-casi abrir la escuela.

“[…] el lunes, mi debut en el selecto grupo marchando bajo las estrofas del hermoso Toque de Bandera marcaría el día inicial de nuestro eterno amor.”

Pero a las 7:30 a. m., cuando en el patio los compañeros y maestros estaban listos para la ceremonia patria y me aprestaba para unirme a la escolta, la maestra Lupita me llamó: “Aníbal, Luis se curó. Míralo, allá está, sí va a poder estar con la escolta”.

Como siempre, miré la ceremonia desde un costado. Ya no retumbó mi corazón y tampoco canté. Devastado, con la tristeza de la derrota, observé a Vicky y sus coordinados pasos: los golpes primorosos de sus zapatitos contra el suelo que anunciaron la eterna imposibilidad de nuestro amor. EP

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