Boca de lobo: La coronación del rey Andrés Manuel I

Aníbal Santiago escribe sobre la figura de Isabel II y la ausencia de la monarquía en México.

Texto de 13/09/22

Aníbal Santiago escribe sobre la figura de Isabel II y la ausencia de la monarquía en México.

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Pocas cosas son tan ajenas a los mexicanos como el universo de reyes, reinas, príncipes y princesas. Aunque hoy nos conmovamos o nos finjamos conmovidos por la muerte de la reina Isabel II, aunque los líderes de opinión imposten voz dramática y sepulcral para analizar su figura e incluso Martha Debayle suelte lágrimas al aire y cuente que para su hija la reina era como una “abuelita”, lo más cercano y familiar que tenemos los mexicanos de la realeza son las princesas Blancanieves, Rapunzel, Bella y Pocahontas. Seamos sinceros: pocas veces en sus 70 años de reinado meditamos acerca de la reina Isabel como lo que en estos días tanto se machaca: que fue una loable fuerza unificadora del Reino Unido y un vestigio final de templanza política en los agitados y sangrientos Siglo XX y (lo que va del) XXI. 

Claro que nuestra indiferencia no significa ni de lejos que ella no fuera todo eso y aún más, pero si escribes en Google “princesa mexicana” lo que aparece es la joven cantante de ranchero Ángela Aguilar, y si pones “reina mexicana” vemos a la genial raquetbolista Paola Longoria, la deportista mexicana más ganadora de la historia. Eso es lo más cercano a reinas que tenemos. 

Ahora, el ungimiento de Carlos III nos hace hablar de que los reyes al coronarse usan un crimson surcoat (túnica carmesí), que en esa ceremonia se oirá Zadok the Priest, de Händel, y que bajo el trono medieval del monarca se oculta la “piedra de Scone” o “piedra del destino”, presente en todas las coronaciones de ese reino desde Kenneth I de Escocia en el año 847.

De todo lo visto y oído en estos días algo queda claro: ante la presencia de la reina desaparecía el desacato. Por un poder mágico, frente a la reina todos los hombres debían agachar la cabeza, y las mujeres flexionar la rodilla. Había que dirigirse a ella como “Su Majestad” (Your Majesty), no hablarle salvo que se dirigiera a ti primero y solo tomar su mano si ella antes realizaba el gesto de saludo. Irrelevante quién seas: lo mismo si te llamas Paul McCartney, Winston Churchill, Elton John, Barack Obama o Fulano de Tal, ante Isabel II o cualquier soberano o soberana ha aplicado idéntica sumisión. 

Por supuesto, el poder monárquico trasciende esas reverencias. En todo caso, esas reverencias al ser superior han sido el microcosmos de un sistema opresivo que va mucho más allá. En África, el Imperio Británico se extendía en Benín, Nigeria, Zimbabue, Uganda y muchos territorios más, y en Asia en India y otras 18 colonias. A ellas se las violaba, robaba, sometía. Todavía hoy, por cierto, existen 14 “Territorios Británicos de Ultramar” (la corrección política ya no las llama “colonias”) como las Islas Malvinas, Bermudas o Gibraltar (por cierto, interesante cómo Carlos III humilló hace días a sus sirvientes como si fueran basura, durante la ceremonia de Ascensión, por algo trivial como la necesidad de que le retiraran los tinteros de su escritorio. No queremos imaginar sus modos con los débiles en asuntos importantes).

Estos días, ese recordatorio incesante y a veces falsamente adolorido de quién fue la reina Isabel II, insistía en un hecho: una llamada, un diálogo, e incluso una brevísima frase pronunciada por ella movía a un lado u otro las voluntades políticas, detonaba decisiones sumarias o evitaba ciertas políticas. ¿Por qué su palabra valía tanto? Porque era palabra de reina, y su voz era de facto un mensaje de la divinidad. Su palabra se aceptaba sin discusión. Y sí, aunque si se prescinde de la discusión se obtiene la elogiada unidad entre los distintos que Isabel II blandió como bandera de su mandato, la falta de discusión lastima la inteligencia. Si se busca la verdad o al menos el acierto político, cuestionar al otro, que mi posición sea criticada; la presentación de pruebas, argumentos y contraargumentos, claro que divide, pero todo eso sirve para mejorar.

En México, no tenemos monarquía, nuestro jefe máximo no usa Crimson surcoat ni en sus apariciones públicas se oye a Händel (a él le gusta Rocío Durcal y está bien), ni en su atril se oculta una piedra medieval. No obstante, el mágico poder de sus palabras y órdenes son unas pizquitas monárquicas. Y no me refiero a sus infinitos ataques semánticos a todo el que no lo aplaude (somos neoliberales, racistas, corruptos, conservadores, clasistas); eso es una anécdota. Lo grave es que sus palabras y órdenes, por ejemplo en dos asuntos profundos, claves para el destino del país, no puedan discutirse de modo inteligente, agudo, sensible, antes de su aprobación. La prisión preventiva oficiosa y la militarización de la Guardia Nacional se perfilan como funestas. Uno, como el presidente así lo mandó nuestras cárceles estarán más repletas que nunca y, además, repletas de inocentes hasta que un día se los investigue (y en México la investigación judicial es un albur). Y dos, nuestro país se militarizará hasta en los parques infantiles cuando sobran pruebas (muertos) de que la política calderonista que López Obrador hoy obedece solo ha dejado sangre y cárteles super poderosos.

¿Y los legisladores y la sociedad nos tomamos suficiente tiempo para debatir y pensar? ¿Y luego, así como lo hizo con el Aeropuerto o el juicio a los expresidentes, el mandatario llamó a consulta popular para que su pueblo avalara o no ambas políticas que, desde mi perspectiva, traicionan el ideal de justicia y paz por el que votamos? No, claro. ¿Por? Porque no tenemos monarquía, pero así lo ordenó el rey Andrés Manuel I. EP

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