Luigi Amara excava, en este gran ensayo, en el doble discurso de las buenas conciencias mexicanas, “que se hacen de la vista gorda ante atropellos y corrupciones de toda laya, pero no pueden tolerar que haya dos textos literarios semejantes circulando por el mundo, cada uno firmado por autores distintos”.
Luigi Amara excava, en este gran ensayo, en el doble discurso de las buenas conciencias mexicanas, “que se hacen de la vista gorda ante atropellos y corrupciones de toda laya, pero no pueden tolerar que haya dos textos literarios semejantes circulando por el mundo, cada uno firmado por autores distintos”.
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Lo
confieso: hace algunos años no resistí la tentación de escribir como Alfredo
Bryce Echenique, de convertirme por unos momentos en Alfredo Bryce Echenique y,
tras renunciar de inmediato a la búsqueda del modelo apropiado de lentes, pero
ya metido en el personaje —con el copete abultado hacia atrás y la bienhechora
asistencia de una botella de whisky—, perpetré, sin más, el plagio. Un plagio
descarado y alevoso.
Fue
uno de esos plagios por anticipación que inventarió el OuLiPo, el Taller de
Literatura Potencial que tanto celebraba el adelgazamiento o la engorda de
textos preexistentes o, como en el caso que ahora refiero, futuros. En mi
descargo puedo decir que yo entonces era muy joven y no había escuchado ni una
sola palabra sobre el compromiso ético del oficio de escritor. Que estaba
abriéndome paso en el mundo de las letras y, en lugar de los acostumbrados
empujones y codazos, opté por la bofetada con el guante blanco de la
intertextualidad, por entonces un concepto muy en boga —aunque no sé si muy
socorrido en la práctica— y sin adivinar que el propio Bryce se situaría en el
ojo de ese huracán con el paso de los años.
“Escribí un ensayo que era una imitación, una burda copia de un artículo periodístico que Bryce publicaría casi diez años más tarde en la revista española Jano.”
La
historia sucedió así. En el remoto año de 1999, mientras un grupo de escritores
y artistas planeábamos la revista Paréntesis
y nos empeñábamos por sacarla a la luz —más con imaginación que con
recursos financieros—, escribí
un ensayo que era una imitación, una burda copia de un artículo periodístico
que Bryce publicaría casi diez años más tarde en la revista española Jano (revista no por nada de
título bifronte, como bifronte sería, a partir de entonces, la autoría de ese
texto). Mientras que el artículo del autor de Un mundo para Julius llevaba el escueto pero sugestivo título de
“Colocación de las revistas”, el mío, con un atrevimiento digno de aplauso, se
publicó con uno más rebuscado y quizá anacrónico, con cierto regusto a
Montaigne o a Bacon: “Del lugar de las revistas”.[i]
Decidido
a copiar sólo lo esencial, mi talento recién conquistado de prestidigitador de
frases me hizo caer en el entusiasmo y, al final, viendo cómo esas frases se
volvían de alguna forma mías, multipliqué por cinco o seis el breve texto del
autor peruano y acabé mandando a la imprenta un ensayo de mediana extensión. La
verdad es que, tan pronto me apropié del título con una ligera torcedura de
sintaxis, el camino hacia la nueva originalidad de la copia estaba allanado y
parecía arrastrarme en su pendiente.
En
ese entonces, absorbido por la labor —demandante como pocas— de concebir y
editar una revista, no dejaban de rondarme por la cabeza, más como tábanos que
como aves de mal agüero, preguntas sobre la perdurabilidad de esta clase de
impresos, sobre el sitio que ocupan en nuestra vida lectora y también, si es
que no terminan directamente en la basura, acerca de dónde guardarlas en
nuestros hogares. Y aunque eran preguntas urgentes para mí y, dadas las
circunstancias, incluso cargadas de cierto peso emocional, no dejé de abrevar
en el texto de Bryce, quien, desde la posición ventajosa de un colaborador
inveterado en docenas de ellas, además de lector especialmente ávido de sus
materiales reciclables, no había dejado escapar la oportunidad de reflexionar
sobre el asunto, sobre todo en el futuro. Así, después de un comienzo
prácticamente calcado del de Bryce, llegué a la pregunta que me interesaba
plantear, pregunta que por razones de oblicuidad estilística y propensión al
rodeo no pude conseguir sino hasta el tercer párrafo, y además con una dicción
más torpe y ampulosa que la de mi modelo. Mientras que Bryce, con esa concisión
y naturalidad de quien tiene las preguntas apropiadas en la punta de la lengua,
anotó en 2007:
“La
lógica imperante en la reunión y acomodo de las cosas con las que cohabitamos
parece haber desdeñado a las revistas”.
Yo,
en 1999, más farragoso y petulante, con esa rimbombancia de quien se esmera en
plantear observaciones inolvidables, de esas que te sacuden en tu asiento,
escribí, en cambio, lo siguiente:
“La
lógica imperante en la reunión y acomodo de las cosas con las que cohabitamos
parece haber desdeñado a las revistas”.
Pese
a que para algunos censores mi escrito carecería de mérito desde que no incluye
ninguna idea novedosa —y ya no digamos propia—, para mí, que lo escribía en
medio de las aguas turbulentas de un largo parto editorial, el ensayo sobre las
revistas tenía la razón de ser de la brújula y, en no poca medida, se confundía
con un laboratorio mental. ¿Para qué hacer todavía
una revista en papel (para colmo en papel costoso) en la era de Internet?
¿Tenía sentido embarcarse en un proyecto que acapararía mi tiempo, mi paciencia
y creatividad y que, probablemente, como muchos otros proyectos de ese tipo,
terminaría arrumbado en un desván de la memoria, condenado, como insiste Cyril
Connolly con una distancia pasmosa (no hay que olvidar que él editó durante
años la revista Horizon), a una
“iridiscente mediocridad”?
Bryce,
como era de esperarse, llegaría a detenerse exactamente en las mismas
cuestiones, sólo que las sabría abordar de forma directa y descarnada, como un
problema circunscrito a lo doméstico, en vez de irse por las ramas, en lugar de
convertir esas perplejidades en un temblor metafísico. Así, sin rodeos
filosofantes, con la astucia de quien aspira a dirigirse lo mismo a los ratones
de biblioteca que a las mucamas, escribiría:
“He
sabido de gente que ha fabricado su cama con enciclopedias y diccionarios y que
ha encontrado en las revistas el mejor colchón. Y se las ha encontrado también
junto a la taza de un váter, amontonadas debajo de unas escaleras, o
simplemente arrojadas debajo de una cama”.
A
fin de aprender la lección, me esforcé en copiarlo palabra por palabra, sin
alterar nada, sin temblores metafísicos. Después de todo, Bryce lo había dicho
ya de un modo insuperable, con esa plasticidad que sólo se encuentra en las
frases que caen sobre la página como un regalo. Entonces, sin rubores de ningún
tipo, saqué las tijeras y, en un parpadeo, copié y pegué (un lapsus
mecanográfico me hizo escribir “copié y pequé”). Mi párrafo, aunque idéntico,
no era, no podía ser, el mismo, pues
si bien no añadí ni una coma, se había enriquecido por la ruidosa discusión que
se agitaba en mi cabeza, además de que, ya que se publicaría en el primer
número de una nueva revista literaria, en la que además yo figuraba como Jefe
de Redacción, saldría modificado, acaso beneficiado por el contexto. El
párrafo, gracias a la nueva caja de resonancia, como era de esperarse se leía
completamente de otra manera:
“He
sabido de gente que ha fabricado su cama con enciclopedias y diccionarios, y
que ha encontrado en las revistas su mejor colchón; también de gente que ha
desobedecido la máxima ‘no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy’ hasta el
punto de contentarse con vivir en medio de inestables pilares de revistas y
diarios que a veces, aquí y allá, permiten entrever un mueble, una ventana, o
incluso un rostro. Los hay también quienes prefieren amontonarlas debajo de las
escaleras, recluirlas en cajones y archiveros —sobre todo si han publicado algo
en ellas— o exhibirlas en canastas —bajo el supuesto de que es chic ofrecerlas a sus invitados como
frutas secas. En lo personal, confieso mi desagrado ante esas revistas que
terminan junto a la taza del baño…”
Es inútil multiplicar los ejemplos. Más de veinte años después, cuando la revista Paréntesis se confunde para mí con un espejismo y quizá con una leyenda, haber cometido un plagio por anticipación con un texto de Bryce no tiene más valor que el de una anécdota. Ya es suficiente sorpresa que dos individuos, alejados en el tiempo y el espacio, coincidan de tal modo en sus puntos de vista y en la forma de enunciarlos y se atrevan a firmar los textos que ahora quedarán hermanados por más que un parecido de familia, como para preocuparse por la dimensión moral del asunto. Sí, de acuerdo, yo no soy Bryce Echenique y quise escribir como él, adelantándome a su columna en la revista Jano; pero ¿quién nos dice que Bryce Echenique es Bryce Echenique? ¿Quién nos asegura que el individuo que responde a este nombre no busca escribir como otro fulano, por ejemplo, como el primero que se cruza en el camino de sus ojos o, en términos más abstractos, que pretende escribir como cualquiera? “La pluralidad de autores es ilusoria”, decía Borges; tan ilusoria como la identidad personal, que postula una continuidad un tanto fantasmal en la sucesión de individuos que hemos sido y en las azarosas páginas que hemos escrito.
Al
igual que James Joyce y Georges Perec, al igual que George Moore y Ben Jonson,
al igual que Alejandra Pizarnik y Pablo Katchajdian y que un abultado etcétera,
que incorporaron a su obra páginas y páginas de otros escritores, yo sólo quise
poner en entredicho los límites del sujeto y obré del modo más osado —¿más
cínico? — que tenía a mi alcance: puesto que plagiaría ni más ni menos que a
Alfredo Bryce Echenique, me le adelantaría alevosamente unos cuantos años, tal
como la tortuga hizo con la liebre, para que entonces él, que nunca me daría
alcance, pasara por el impostor.
“Me rehúso a portar la estrella amarilla del plagiario durante toda la eternidad.”
Por todo esto me niego a aceptar la acusación de robo que pudiera pesar sobre mi acto, y no tanto porque defienda una concepción panteísta o ecuménica de la literatura, sino porque después de todo no le robé nada —no al menos en el sentido en que podría robarle los lentes o la cartera—, ni siquiera el dinero que no cobré por mi texto publicado en Paréntesis, pues tampoco Bryce lo habría podido cobrar, ya que no estaba invitado a colaborar en ese número (como tampoco yo a la revista Jano). Pero en particular me rehúso a portar la estrella amarilla del plagiario durante toda la eternidad, tal como pretenden las buenas conciencias de este país, que se hacen de la vista gorda ante atropellos y corrupciones de toda laya, pero no pueden tolerar que haya dos textos literarios semejantes circulando por el mundo, cada uno firmado por autores distintos.
Si quisiera defenderme, podría extender el listón del plagio y, como él, gritar a los cuatro vientos “¡Que se jodan!”, o bien enredarme en justificaciones blandas del tipo “el plagio es una forma del halago” y convertirlo en una variante del eco, repitiéndola sin variantes cada vez que mi fiel modelo se escudara en alguna exculpación parecida. En lo personal, quiero creer que el texto de Bryce no le pertenece solamente a Bryce, pues al menos mientras yo lo redactaba y quería adivinar lo que Bryce habría escrito —quizá porque entonces confundía ingenuamente a mis autores favoritos con La Literatura—, fue también, de algún modo inesperado e íntimo, incuestionablemente mío. EP
[i]Debo a Fabiola Ramírez la noticia de que el texto de Bryce que plagié por anticipación se había publicado en la revista Jano. Para los interesados en el plagio por anticipación, además de los trabajos pioneros del OuLiPo y en particular de François Le Lionnais, está el libro de Pierre Bayard (a quien el propio Le Lionnais plagió ventajosamente), Le plagiat par anticipation, París, Editions de Minuit, 2009.