Y el destino nos alcanzó

A partir de una popular película de ciencia ficción que vio en su infancia, Diego Gómez Pickering evalúa las condiciones que la pandemia nos ha impuesto para plantear algunas posibilidades de cambio que abren para nosotros, oponiendo dos mundos radicalmente distintos: el mundo de las posibilidades y el mundo en donde no las hay.

Texto de 08/06/20

A partir de una popular película de ciencia ficción que vio en su infancia, Diego Gómez Pickering evalúa las condiciones que la pandemia nos ha impuesto para plantear algunas posibilidades de cambio que abren para nosotros, oponiendo dos mundos radicalmente distintos: el mundo de las posibilidades y el mundo en donde no las hay.

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Mi yo preadolescente está sentado frente al televisor con los ojos pelados y la boca entreabierta. Estamos en la sala de la casa familiar de Coyoacán un domingo cualquiera, son los años 80 y, tras el futbol mañanero y la comilona de recalentado, toca aposentarse para bajar el festín con la película “de estreno” de la semana. Cuando el destino nos alcanceSoylent Green, su título original— desvela ante mi atenta mirada a un Charlton Heston todopoderoso que lucha por revelar la verdad en un mundo de codicia, odio e ignorancia, donde los hombres comercian con hombres como si de materia prima se tratase. Las desgarradoras escenas finales del filme —la humanidad alimentándose de sí misma— se graban en mi mente y causarán mis primeros periodos de insomnio; escenas e insomnios que estos días de confinamiento forzado y pandemias regresan incesantes, pues lo que vivimos ahora asemeja a todas luces el fin del mundo. Al menos, como lo retrata el imaginario de Hollywood, a través de sus películas de serie B. 

Tan apocalíptica como muchas de sus referencias: Wikipedia describe así el contexto de la cinta, originalmente proyectada en los cines estadounidenses en el verano de 1973: “La industrialización del siglo xx llevó al hacinamiento, la contaminación y el calentamiento global debido al ‘efecto invernadero’. En el año 2022, en este futuro distópico, la ciudad de Nueva York está habitada por […] millones de personas […] separadas en una pequeña élite que mantiene el poder político y económico, con acceso a ciertos lujos […] y una mayoría […] en calles y edificios donde malvive con agua en garrafas”. Hoy no estamos muy lejos del año en el que imaginariamente ocurre la historia, ni tampoco del gris escenario de desastre ecológico y desigualdades económicas y sociales que dibuja el filme. Como en la película, Nueva York es también la protagonista de estos tiempos, en tanto epicentro mundial del coronavirus. ¿Es acaso distinto ese mundo que muestra el cine del que nos toca enfrentar hoy en día o son mundos paralelos, con temibles similitudes? ¿Y el mundo que está conformándose, el que habrá de seguirle a aquellos, será distinto o simplemente más de lo mismo? ¿Cómo será el orden mundial en gestación, el mundo poscoronavirus? 

Si algo ha demostrado el COVID-19 desde su irrupción en el escenario internacional a finales del año pasado, es que ni todos los controles del universo pueden impedir la libre circulación de patologías contagiosas, ideologías, teorías de la conspiración, canciones, poemas o fake news, entre muchas otras cosas que, traspasando fronteras, confinamientos y cuarentenas, se han logrado esparcir por todo el globo durante los últimos meses y continuarán haciéndolo, una vez terminada la pandemia. Por más que quieran, el mundo y los casi 200 países y entidades políticas que lo conforman no pueden ni deben encerrarse en sí mismos. Una clara lección que deja la epidemia de gripe atípica es que la colaboración entre naciones, sociedades, empresas, organizaciones e individuos, es mucho más conducente que la confrontación para construir el mundo de mañana. El intercambio de buenas prácticas entre países que no han llegado al pico de la curva de contagios y aquellos que ya la han aplanado; la investigación clínica internacional para encontrar una vacuna contra la enfermedad; el comercio a precios equilibrados de material de protección para personal sanitario; y la convergencia de diplomáticos y políticos en foros multilaterales como la Organización Mundial de la Salud, son ejemplos fehacientes de que, más allá de fronteras y nacionalismos, lo que necesita el mundo de mañana son puentes y cooperación. Que aprendamos la lección, ya es otro boleto. Entrevistado sobre la coyuntura por el diario catalán La Vanguardia, el historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari —autor, entre otras obras, de Sapiens. De animales a dioses: una breve historia de la humanidad (Debate, 2014)— afirma que “nuestros mayores enemigos no son los virus sino la codicia, el odio y la ignorancia”. Y tiene toda la razón. Si bien estos meses de confinamiento nos han demostrado, como hace mucho no se hacía, la fragilidad de la condición humana y la perfectibilidad de sus instituciones políticas, económicas y sociales, lo que aún no queda muy claro es qué tanto estamos dispuestos a hacer para fortalecer la primera y enmendar las segundas, o si nos dejaremos vencer por los enemigos que, acertadamente, cita Harari.

El mundo poscoronavirus, me temo, no será muy distinto del actual. Quizá ese mundo que imaginamos para mañana esté ya realmente aquí. Será un mundo en el que a los temores frente al terrorismo y al crimen organizado transnacional se sumarán los miedos ante epidemias contagiosas. Un mundo en el que el distanciamiento físico entre personas se convertirá en parte de nuestra vida diaria. Así ya lo vemos en Italia, España, China, Singapur, Taiwán y Hong Kong. Un mundo en el que en los cines ya no podamos sentarnos al lado de la novia en turno, sino a un metro y medio de distancia, imposibilitando cualquier arrumaco; en donde entre los taburetes de los restaurantes y las toallas esparcidas en la arena de la playa se erijan infranqueables mamparas de plástico; en el cual las pasarelas de moda vendan las últimas mascarillas de diseñador prêt-à-porter; en el que los controles aeroportuarios y fronterizos se vuelvan aún más engorrosos, involucrando mediciones de temperatura, formatos de salud y compra de ajuares higiénicos de protección; en donde las calles estén segmentadas para su uso y disfrute entre horarios del día y grupos de edad. Un mundo en donde la tecnología reine, tanto para rastrear personas y someterlas —en caso de mostrar cualquier cuadro epidemiológico—, como para acercarlas a través de videollamadas que duren noches enteras; un mundo que transitará hacia la banca electrónica y la desaparición del papel moneda y el metálico. En el mundo pospandemia —tan escabrosamente parecido al de este momento— habrá de nuevo turismo y partidos de beisbol, tendremos restaurantes, bares y antros abiertos y los paseos podrán hacerse más allá de los supermercados y las farmacias; aunque en su conjunto, todo ello esté supeditado a las nuevas reglas de conducta social.

El mundo poscoronavirus, me temo, no será muy distinto del actual. Quizá ese mundo que imaginamos para mañana esté ya realmente aquí.

La verdadera interrogante es cómo serán los hombres y las mujeres de ese mundo y las instituciones que conformen. ¿Será el mundo de mañana uno en donde —como sucede en Portugal y en California— se desestimen los estatus migratorios de las personas para reconocerles como ciudadanos de hecho y derecho por sus aportaciones económicas y sociales a las ciudades, regiones y países a los que han migrado por generaciones? ¿O un mundo similar al que construyen mandatarios como Donald J. Trump y Viktor Orbán, en el que se excluye de toda libertad y derecho a los extranjeros, enarbolándose para ello en discursos xenófobos, nacionalistas y aislacionistas? El mundo será uno como el que imaginan en Finlandia o Alemania, en el que se dote de una renta básica universal a toda la población para garantizar un estándar de vida igualitario y a salvo de vaivenes, o uno como el que se sufre en América Latina, donde los desequilibrios aún favorecen a quienes todo lo tienen. Los hombres y las mujeres del mundo del mañana se dejarán envolver por el espíritu que invita a proteger la naturaleza e involucrarse, finalmente, en detener la emergencia climática u optarán por ensordecerse ante el llamado urgente para revertir la onerosa huella de la humanidad en el planeta. Será el mundo del mañana uno que apueste por el turismo sustentable y de proximidad o uno que abogue —previa recuperación económica— por la vuelta al desarrollismo incontrolado que sirve al turismo de masas. Serán las mujeres y los hombres del nuevo orden mundial quienes rompan finalmente las cadenas del capitalismo mórbido y el consumismo letal o quienes —una vez reabiertos los grandes almacenes, las tiendas de gadgets electrónicos y las boutiques de lujo— recuperen la inercia de nuestro género hacia la autodestrucción. 

El nuevo orden mundial será uno de instituciones transparentes, que sirvan a la gente y se enfoquen en resultados, o uno con organizaciones anquilosadas que sólo sirvan a intereses fácticos entre el nepotismo y la corrupción. Será el del mañana un mundo —como advierte el filósofo surcoreano Byung-Chul Han— en que las democracias liberales de occidente se transmuten en regímenes que cooptan libertades y derechos en aras de controlar epidemias, o bien un mundo en que las luchas de años por alcanzar derechos sociales, políticos y culturales lleguen al pináculo y adquieran carácter universal; uno en el que selectivamente se elija quién debe vivir y quién debe morir o uno en el que todos —indistintamente de cuadros patológicos, rangos de edad o condiciones socioeconómicas— tengamos derecho a la vida y al acceso a la salud. El mundo del mañana se debate entre los dos mundos en los que hemos vivido de forma paralela todos estos años: el mundo de las posibilidades y el mundo en donde no las hay. La intrusión del COVID-19 no ha hecho más que poner esos mundos frente al espejo proveer el escenario para que, triunfante, quede sólo alguno de los dos. Porque la pandemia, eventualmente, se habrá de ir, pero las tentaciones y los incentivos de esos mundos seguirán aquí. Y sólo unas u otros habrán de salir vencedores.

Escapamos y creamos un
mundo distinto del que
conocemos hasta ahora o
continuamos muriendo la
muerte lenta del mismo
triste mundo de siempre.

“No es cuestión de vocabulario, es cuestión de tiempo”, dice el doctor Rieux, uno de los protagonistas de la afamada novela de Albert Camus La peste, en referencia al debate sobre cómo referirse a la epidemia que azota a la ciudad de Orán, donde ocurre el relato. En este sentido, como sucede en la ficción del autor francés, el mundo poscoronavirus no es cuestión de vocabulario, sino de tiempo. Que el orden mundial al que aspiramos sea distinto del anterior no depende de cómo lo adjetivemos, sino del tiempo que tenemos para construirlo. ¿Y cuánto tiempo tenemos exactamente, como mundo y como humanidad, para hacer las cosas de manera distinta? Relativamente poco, diría yo. Es, quizás, ahora o nunca; porque el destino, si me lo preguntan, ya nos alcanzó. En la escena final de la película setentera de culto que la televisión mexicana transmitía desaforadamente en horario familiar los fines de semana hace más de 40 años, Charlton Heston, herido de bala, es llevado en camilla hacia un destino inescapable: ser convertido —como millones de hombres y mujeres enfermos, pobres, desamparados— en comida para otros hombres y mujeres en iguales circunstancias, a través de una empaquetadora de alimentos propiedad de la clase política y económica de Nueva York. Esa metáfora fílmica y ese destino del que Heston —al menos en su versión cinematográfica— no pudo huir están aquí y somos nosotros hoy en día. Escapamos y creamos un mundo distinto del que conocemos hasta ahora o continuamos muriendo la muerte lenta del mismo triste mundo de siempre si, tras la pandemia, dejamos ganar la partida, como alerta Harari, a la codicia, al odio y a la ignorancia de antaño. EP 

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