Trolebuses

He pintado una horrible imagen del lugar donde quiero comenzar a enseñarle a mis hijos a que quieran la ciudad. Su ciudad. El lugar donde me convertí en madre.

Texto de 24/09/20

He pintado una horrible imagen del lugar donde quiero comenzar a enseñarle a mis hijos a que quieran la ciudad. Su ciudad. El lugar donde me convertí en madre.

Tiempo de lectura: 7 minutos

1

La Ciudad de México es un constructo: uno elige qué barrios incluir en su mapa personal y puede pasarse años sin abandonar ese constructo, haciendo como que el resto de la ciudad no existe.

            Nunca he querido mucho a la ciudad, debo confesar. Me he ido muchas veces y sigo aquí. He peleado contra ella como he peleado contra la ansiedad; luego me di cuenta de que tengo que escribirla. ¿Cuál es tu lugar favorito en la ciudad, mamá?, pregunta mi hija. El aeropuerto.

Coyotes, me enfoco en eso. La Glorieta de los Coyotes. La rodeamos todos los días para llevar a los niños a la escuela. O la rodeábamos cuando todavía se llevaba a los niños a la escuela. Ahora sólo rodeamos la alacena. La Glorieta de los Coyotes es un cruce caótico en el que se encuentran dos avenidas: Universidad y Miguel Ángel de Quevedo. Tiene dos estatuas y un árbol: las estatuas son dos coyotes negros. En mi mente los veo oliéndose la cola. En mitad de la glorieta está un árbol moribundo del que los políticos cuelgan su propaganda electoral para nunca descolgarla. Es un árbol famoso, plantado por alguien que alguna vez hizo algo más que plantar árboles. En mi memoria el árbol no tiene hojas, está cubierto por trapos, residuos de elecciones pasadas. Siri Hustvedt escribe que cada vez que se accede a una memoria se le agrega algo, yo acabo de añadirle obscenidad y basura a una reminiscencia borrosa. Lo estoy haciendo mal. He pintado una horrible imagen del lugar donde quiero comenzar a enseñarle a mis hijos a que quieran la ciudad. Su ciudad. El lugar donde me convertí en madre.

Sólo que por el momento la ciudad desapareció. Nuestra ciudad es nuestra casa. Bien por mí.

2

Los coyotes no se están oliendo la cola, ya lo sospechaba, casi parecen sonreírle al tráfico que se acerca. El árbol tampoco está pelón. Estoy parada en Miguel Ángel de Quevedo y todo lo que veo son cables. Kilómetros de cable negro que cuelgan de postes de luz, de postes de teléfonos, de espectaculares y de ramas de árboles. Esta ciudad no sería la trampa que es si no fuera por los cables que forman una red a través de la que todos tratamos de mirar al sol, capturados. Mi mirada se detiene en los cables de los trolebuses que al menos cada tres horas naufragan en mitad de la calle porque han perdido contacto con las líneas paralelas sobre ellos. Siempre me han gustado, tan arcaicos que ya son modernos: transporte cero emisiones. Me gustan sus caparazones verdiblancos y los dos enchufes bulbosos de donde salen sus antenas. La ciudad avanza, los autobuses cambian de color cuando el gobernador en turno quiere hacer como que invirtió en el transporte público, pero los trolebuses siguen siendo lentos e inconvenientes, arrastrándose por Miguel Ángel de Quevedo mientras a su alrededor los autos se hacen más pequeños, las camionetas son ahora eléctricas, las niñas son madres con hijas rebeldes. Trolebuses varados parten el tráfico como piedras en un río poco profundo. Se ven tristes, desconectados de su fuente de poder, incapaces de moverse mientras agitan las antenas como escarabajos boca arriba.

“¿Por qué habré elegido esta esquina para mi proyecto de convencer a mis hijos de que vivimos en la mejor ciudad del mundo?”

Desde donde estoy puedo ver más cables que cielo, van en todas direcciones, son su propio sistema carretero, no sólo enhebran los postes: hay siete vueltas de cable extra cuidadosamente enrollado colgando ahí, inútil, en caso de que alguien necesite ochenta metros de línea sucia y negra. Para ahorcarse. Sospecho que los dejan ahí para que se nos olvide que detrás de aquella telaraña hay nubes. Debe haber una razón para los carretes de cables, podría buscarlo en mi teléfono. Prefiero odiarlos, desinformada. ¿Por qué habré elegido esta esquina para mi proyecto de convencer a mis hijos de que vivimos en la mejor ciudad del mundo?

La última vez que me detuve aquí, que de verdad me detuve y no fui secuestrada por el tráfico, fue el 19 de septiembre, el día del terremoto, y tuve que dejar el coche en el otro extremo de Paseo del Río, cerca de Ciudad Universitaria, casi a dos kilómetros de distancia, porque las calles estaban tan llenas que no pudimos avanzar más. No sé por qué esa tarde caminé por la empedrada Paseo del Río en lugar de tomar la ruta más directa por Insurgentes. Pensé que si algún edificio había colapsado sería más notorio en Insurgentes  y no en la burguesa Paseo del Río. Tuve razón: estaba vacía. Mis hijos y yo caminamos bajo sus puentes de piedra, María recogió dientes de león y los sopló en la cara dormida de su hermano. Caminé hasta esta esquina, una caminata larga y solitaria, lejos del dolor de los otros. Por la duración de nuestro paseo por esa calle, no hubo terremoto, no hubo peligro de que explotaran los tanques de gas, de niños atrapados bajo los escombros de su escuela. Sólo yo con Leo dormido, mis brazos cansados, y María rogándome que nos sentáramos a descansar bajo un arco de piedra.

Estando aquí parada cuento las librerías alrededor de los coyotes. Una de ellas está en la esquina donde estoy detenida. Es mi favorita. En la que me siento en casa. Ahí es a donde caminé la tarde del terremoto. Caminé a mi pasado. A un lugar seguro. A una librería.

Bien, empiezo a entender por qué elegí este lugar para empezar.

3.

Comienza en mi garganta. Es del tamaño de una moneda de diez pesos. Una moneda fría. Una moneda que palpita. Pulsa dentro de mi cuello y manda olas de hielo hacia mi estómago. Siento que tengo que correr, que tengo que escapar de este cuerpo. Que tengo que arañar mi camino hacia afuera. Estoy atrapada. Se me corta la respiración y mis ojos se ensanchan para ver si pueden jalar aire. Voy a desmayarme, nunca me desmayo. Mi campo de visión es un popote, un caleidoscopio que rota. Los cambios en colores y la intensidad de las luces me hacen difícil caminar. Entonces me quedo parada, arañándome por dentro. Entierro mis uñas en mis paredes interiores. El cuerpo se me hace mineral, no hay cómo abrirlo. Lo golpeo desde adentro con los puños. No se mueve. Es denso y se va a desmayar. Es fuerte y tiembla. Déjame salir. Conozco esto y le tengo miedo. Puedo sentir cuando viene. Le gusta la transición. Esparce su peste de las seis a las seis y diez de la mañana, cuando está oscuro y todos duermen, cuando hago café y me siento en el baño. Apenas estoy despierta es cuando me golpea. Le gusto indefensa, acostada, medio dormida, cansada. A veces se lanza sobre mí en mitad de la noche, cuando suena el escape de un camión y me despierta: se extiende desde mi almohada y me moja. Aquí estoy. Eres mía. Me rindo porque no tiene caso combatir. Ahora que tengo más de cuarenta años entiendo que sólo puedo montarme en la ansiedad hasta que pase. Aprendí eso en el trabajo de parto. Se alimenta de miedo y de pelea. Se alimenta de fuerza y movimiento. Si me quedo quieta se aburre después de zarandearme, como un gato con media lagartija. Es como una contracción. Sé que viene. Sé que va a doler más de lo que puedo comprender y sé que puedo superarlo porque ya lo he hecho antes. Lo haré de nuevo. Me golpea cuando estoy distraída. Cuando me siento atrapada. En el teatro cuando hace calor y la obra es aburrida. Necesito salirme de esta butaca. Uno, dos, tres, más de veinte personas entre mí y el pasillo. ¿Por qué me senté en el centro? La obra continúa, todo continúa sin interrupción y yo me voy a morir en esta butaca. No me voy a morir, me estoy muriendo. Y se va. No sé cómo. No estoy segura de si se retira lento como el día o si se desvanece cuando dejo de monitorearlo. Me gusta diseccionarlo, cuando ocurre. Me gusta ver si tiene partes que se mueven. A veces regresa con furia, por un segundo. Me toma por sorpresa y me tiemblan las piernas. Me doy asco cuando me domina. Me siento sucia y débil y es lo único que no quiero heredarle a María. Mala suerte. Ya lo tiene. Lo veo saludarme detrás de esos ojos de estanque. Es oscuro y me conoce. Hey, there!, me dice. Quiero gritar. Quiero arrancárselo, quiero meterle la mano en la garganta y sacarlo desde el fondo. Es sólo un indicio. Un cambio de tono en sus ojos tan breve que no sé cómo nombrarlo. Como si pudiera.

Hey, there!

Se me congelan las manos.

Cuando estaba embarazada de María se me congelaban las manos cada noche. No podía dormir, era un bebé enorme y no había cómo ponerme cómoda. Me pasaba la noche viendo el techo azul de la casa, un techo hermoso con vigas de madera. Diseñamos esa casa desde cero. Y luego nos fuimos. Las manos se me ponían frías y pesadas. Las sentía convertirse en hielo. A veces me hacían sonreír, se sentía como un superpoder. Era una especie de X-men embarazada con manos de hielo. Sabía lo que era. El miedo es frío y te hace sudar. Me daba risa aquella nueva manifestación, casi infantil. Me daba risa aunque no podía mover las manos.

“Cuando estaba embarazada de María se me congelaban las manos cada noche. No podía dormir, era un bebé enorme y no había cómo ponerme cómoda.”

Me golpea cuando estoy cansada y no puedo defenderme. Ahora siempre estoy cansada. El miedo es caníbal. Se alimenta del miedo y yo tengo suficiente. Mi madre se aseguró de ello. Y de algún modo yo me estoy asegurando de que María tenga lo suyo. Solía sostenerla contra mi pecho cuando era bebé y llenarle la boca de miedo, estaba tan orgullosa de tener tanta leche; era espeso, líquido y dorado miedo. Congelaba bolsas de miedo. Me lo sacaba con la bomba dos veces al día y ella engordaba. Su cara redonda como la luna. Leo nunca quiso. Prefería la fórmula. Sólo mamó miedo por seis meses, cuando mucho. Tan listo, mi niño. Mi peor hora es la noche. Me siento en mi estudio y escribo en un cuaderno hasta que pasa. Sé que volverá a golpearme. Es más fuerte cuando golpea a María. Y es cuando más miedo me da. Cuando finalmente se sale de mí y entra al mundo. Contagio. Me siento venenosa. Está afuera y se mete en el cuerpecito de María. Ay, hijita, qué hacemos. No tengo idea de cómo te pasó esto. Era de lo que más quería protegerte y ahora tenemos que erradicarlo juntas.

Hey, there!

Tiene los ojos de su padre y mi ansiedad. ¿No es preciosa? Qué ternura.

4.

Extraño la ciudad. Quién diría. EP

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