Nadie
parece dudar que vivimos inmersos en un proceso de progreso continuo. Tendemos
a ver la historia como un conjunto de etapas por las que atravesó el hombre
desde sus estadios más primitivos, hasta desarrollarse cabalmente como un ser
racional, dotado de todas sus facultades, todo lo cual le ha permitido
participar activamente en el contexto de una sociedad en donde juega un papel
determinado, al igual que el resto de sus congéneres. Este es un proceso que
entendemos, implícita o explícitamente, como dinámico, como un tránsito
ascendente de una determinada etapa a la subsecuente, con una mejora en
relación con la anterior y así sucesivamente, hasta llegar a un punto de origen
que podríamos determinar, más o menos con exactitud histórica, para hacerlo
coincidir con la aparición del Homo
sapiens.
Nadie duda, por tanto, que el progreso sea una realidad incontrastable. Bueno,
con algunas excepciones. Isaiah Berlin, por ejemplo, no está convencido y yo
tampoco. Veamos.
Parece
imposible, a primera vista, negar que exista el progreso, pues ¿qué otra cosa
podríamos entender por este vocablo que no fuese un tránsito de menos a más y
de bueno a mejor, hasta llegar al punto en que nos encontramos hoy? ¿Cómo no
aceptar que el hombre primitivo vivía en condiciones precarias que sería
ridículo comparar con las que disfrutamos hoy en día? ¿Quién podría negarse a
aceptar que todos los indicadores mesurables apuntan hacia un progreso
indiscutible? ¿Acaso alguien podría oponerse al hecho de que la salud es mejor
que la enfermedad, la alimentación mejor que la hambruna, la seguridad que el
peligro, la libertad que la tiranía, el conocimiento que la ignorancia, la
felicidad que la miseria? Todas estas cosas pueden medirse —nos dicen los
apóstoles del progreso—1 de manera que, si
dichos indicadores han incrementado con los años, el progreso realmente es
indiscutible.
Lo
que resulta preocupante es que, siendo esta argumentación tan definitiva y
contundente como parece serlo, haya pensadores de calibre que aún abriguen
dudas de que tenga un sentido tan claro como se pretende el hablar de progreso.
Gabriel Zaid, por ejemplo, escribió en su reciente libro, Cronología del progreso2 que realmente se
trata de un mito, un mito útil y enriquecedor si se quiere, pero un mito
finalmente, pues sencillamente no es ni verdadero ni falso. Al igual que el
mito del fruto del árbol del conocimiento en el Jardín del Edén, con el cual
tentó la serpiente a Eva y ésta a Adán, que puede enseñarnos mucho sobre el
impacto un tanto ambiguo del conocimiento sobre la libertad humana —el hecho de
que el conocimiento pueda ser usado para liberar el espíritu o para
esclavizarlo—, al final del día todos reconocemos que sería un despropósito
buscar en el mapa la geografía del Jardín del Edén y encargar a la biología
molecular un análisis detallado del fruto de determinado árbol, para ver si su
consumo viene acompañado del conocimiento y la sabiduría. Al igual que este
mito tan sugerente para Zaid, el progreso es también un mito, algo muy similar
al del fruto prohibido, y juega un papel idéntico en nuestras deliberaciones,
nos enriquece e ilumina, si se quiere, pero nada nos dice de cómo son las cosas
con apego a la realidad.
Descubrimos una de las razones que nos arrojan
luz en esta discusión, al preguntarnos por qué el mito, aceptando que no puede
ser ni verdadero ni falso, nos enriquece e ilumina sobre una situación dada,
así como a aclarar por qué el mito es algo tan recurrente en cierto tipo de
explicaciones sobre la conducta del hombre. La respuesta a estas interrogantes
es que el mito está relacionado con cuestiones del valor y el significado, es
decir, no nos estamos moviendo en el mundo de las descripciones que interesan a
la ciencia y que, en el mejor de los casos, no registran más que una relación
de causa y efecto entre dos fenómenos naturales que pueden subsumirse bajo el
esquema de una ley de la naturaleza. Así, cuando en un contexto de enseñanza
moral o religiosa se expone un determinado mito o una alegoría, la idea no es
poner al descubierto un hecho acaecido en algún lugar y un tiempo determinados.
Por eso en el caso del cristianismo escuchamos con frecuencia que la narrativa
inicia con las palabras: “En aquel tiempo dijo …”, sin importar mucho la
especificidad de la fecha en que tuvo lugar la acción del relato. No se trata,
en esencia, de develarnos nuevos hechos, sino de construir una narrativa en la
que, a partir de ciertas descripciones e imágenes simbólicas entretejidas, algunas
de ellas tan fantásticas como una serpiente que habla, se transmita el valor o
la importancia de algo para la vida de una persona que no podría transmitirse
de otra manera.
Una
verdad incuestionable es el hecho de que concebir la vida sin la existencia de
un poder encargado de asegurar el orden y cierta dosis de justicia final es
aterrador, y para muchos resulta un prospecto francamente intolerable. Si no
contamos con un tipo de poder como éste, ¿qué nos garantiza que el desarrollo
de la historia no sea un curso totalmente caótico? ¿Cómo podríamos, en ese
caso, construir una narrativa histórica que tuviera sentido y, en consecuencia,
nos dijera algo de por qué sucedieron las cosas de esa manera, y por qué se dio
valor a alguna cosa y no a otra? Es ahí en donde se hace sentir el peso de la
religión y empezamos a entenderla, no como un empeño por construir una teoría
explicativa del universo, sino como un esfuerzo por encontrar el significado de
lo que sucede. Es por ello un grave error pretender ver a la religión como si
fuese un tipo de ciencia,3 pues lo que tiene a su
alcance es un modelo de explicación más primitivo que el método experimental
que conocemos. La religión, no tiene pretensiones científicas, como tampoco el
arte o la poesía. Lo que exige una investigación científica es una explicación,
mientras que la religión busca el significado, y éste quedaría insatisfecho
incluso si pudiésemos explicarlo todo.
Tenemos,
entonces, por un lado, el reconocimiento tácito o explícito por parte de la
mayoría de la gente, de que vivimos inmersos en un proceso dinámico gobernado
por el progreso continuo, lo que parecería confirmarse por el hecho contundente
del progreso científico que nos brinda
indicadores medibles de conceptos que asociamos, indefectiblemente, con el
progreso de una sociedad; por el otro lado, sin embargo, nos encontramos con
que el progreso es tan sólo un mito, útil e iluminador, pero sólo un mito y
como tal no es ni verdadero ni falso. Sabemos, además, que la razón por la cual
nos referimos al progreso como un mito, es porque en realidad no puede hablarse
de la historia como de un proceso ascendente, es decir, no podemos
expresarnos de esa manera a menos que hagamos nuestra la visión que heredamos
del judeo-cristianismo, o sea, de los monoteísmos descendientes de Abraham.
¿Por
qué? La religión cristiana parte de un hecho fundamental: la creencia de que la
salvación humana está vinculada con ciertos sucesos históricos: la vida, la
muerte y la resurrección de Jesús. A diferencia del mito de la expulsión de
Adán y Eva del Edén por su desobediencia, el relato del Nuevo Testamento sobre
la vida de Jesús siempre se ha reportado como un hecho histórico y no como un
mito. Esto, como es natural, ha dado lugar a una serie investigaciones para dar
con el Jesús histórico a través de los siglos, en las que nombres como Hermann
Samuel Reimarus en el siglo XVIII, el del alemán David Strauss en el XIX o, más
cerca de nuestra época, los estudios de Albert Schweitzer (1906) y Géza Vermes
(2000),4 han destacado de manera sobresaliente. El
hecho es que, a partir de San Pablo y San Agustín, Jesús se torna en la figura
central del culto, pasando a ser de un mero profeta a nada menos que Dios en la
Tierra. Bajo la enseñanza de Pablo y Agustín, los cristianos rechazaron la tradición
prevaleciente en el mundo antiguo de venerar dioses falsos y por vez primera
identifican la fe con la creencia, llegando incluso a tener en mayor estima el
culto interno que la práctica pública.
Sin duda, el hecho de que las enseñanzas de
Jesús se volviesen una fe universal, sólo puede explicarse como el resultado de
una serie de accidentes de la historia: si Saulo de Tarso no se hubiese
convertido al cristianismo; o si el emperador Constantino no hubiese adoptado
esa religión por razones de estrategia política; o si el último emperador
romano que gobernó tanto el imperio de Oriente como el de Occidente, Teodosio I
El Grande, no se hubiese ocupado de hacer oficial la religión cristiana en todo
el Imperio romano en el siglo IV, el mundo romano hubiese continuado
politeísta. Con el tiempo, el cristianismo se posicionó como una doctrina
superior a cualquier otra ofrecida en el mundo pagano o judío, y su tesis de
que estaba en juego un nuevo orden de cosas abierto a todos, empezó a recibir
una gran acogida. Esta transformación se daría una vez que Jesús regresara a
fundar el reino de Dios y surgiese triunfador de la batalla épica que libraría
en contra de las fuerzas oscuras del mal —que hoy por hoy gobiernan el mundo—,
pero que llegarían a su fin una vez que hubiese logrado erradicar el mal. Esta
es la visión apocalíptica que avivó los múltiples movimientos medievales,
levantamientos en contra de la Iglesia y el Estado inspirados en la creencia de
que la historia estaba por terminar mediante un acto de intervención divina.
Y
es esta visión la que subyace al mito del progreso continuo, reforzado mediante
los avances científi cos y tecnológicos. Si analizamos más de cerca la idea de
que la civilización tiende a progresar de manera continua a través de la historia,
pronto nos convenceremos de su falsedad. El triunfo del cristianismo por poco y
acaba por completo con la civilización clásica, destruyendo museos,
bibliotecas, templos y estatuas en una escala jamás vista;5 y si bien es
cierto que en el mundo pagano no se ponderaba realmente la libertad del
individuo, el pluralismo como forma de vida era aceptado sin chistar. Dado que
la religión no era una cuestión de creencias y de fe, a nadie se le perseguía
por herejía, y el sexo nunca fue satanizado como sí lo fue en el mundo
cristiano; los homosexuales, por su parte, nunca fueron puestos bajo estigma.
Es cierto que desde entonces se ha avanzado en
mejorar las condiciones de vida, en prolongarla significativamente, en aminorar
el sufrimiento gracias a las vacunas, los antibióticos y los analgésicos,
etcétera, pero todo ello se debe a los avances de la ciencia y la tecnología, y
el conocimiento que le subyace es acumulativo, es decir, lo que aprende una
generación lo hereda la que viene, de tal suerte que no parte de cero sino de
un conocimiento acumulado por siglos. Pero la cosa es distinta cuando hablamos
de otros “avances” relacionados con el mundo de lo social y político, pues ahí
esos logros son mucho más endebles y pueden borrarse de un tajo para obligarnos
a empezar de cero nuevamente. En pocas palabras, el conocimiento y los avances
alcanzados en el mundo de lo social no son acumulativos, por lo que
difícilmente podemos decir que la civilización progresa de manera permanente y
continua.
No olvidemos, por otra parte, que el
conocimiento netamente científico también nos ha dado las armas de destrucción
masiva, un instrumental por demás efectivo para la guerra bacteriológica, y
algunos de los adelantos de los que tanto nos preciamos están dando al traste
con la vida y la salud del planeta. Es natural, la ciencia no puede en sí misma
determinar qué es lo que debe hacerse, es decir, no puede por ella misma cerrar
la brecha entre los hechos y el valor. No importa cuán imponentes sean sus
logros, la investigación científica no puede decirnos qué fines debemos
perseguir y cómo resolver mejor los conflictos que puedan surgir entre metas
incompatibles. No olvidemos por qué el mito puede resultar enriquecedor e
iluminante, a pesar de no ser ni verdadero ni falso: apunta hacia cuestiones
del significado y el valor de una acción o un suceso, incide en asuntos que
atañen a las metas de la vida y apuntan hacia lo que está bien y lo que está
mal, a cómo mejor vivir, al valor colectivo de una comunidad, a la textura de
las relaciones a través de las cuales se logra expresar el genio colectivo,
pero en este campo la ciencia no puede sino guardar silencio.
A la luz de este contraste es revelador estudiar
cómo se ha entendido el conocimiento de la historia. Entenderla como un conocimiento
fundamentalmente moral de la sociedad, es verla como un teatro de vicios y
virtudes, en donde encontramos una galería de héroes y villanos, de sabios y
safios, con sendas historias de éxitos y fracasos, así como de múltiples
moralejas de lo que debe hacerse y evitarse. Esta visión puede ir acompañada de
la idea de la historia como un proceso cíclico que conduce a la cima de los
logros humanos, para irremediablemente transitar hacia su propia decadencia y
eventual colapso y destrucción, llegado lo cual el proceso en su totalidad
inicia de nuevo. Es este patrón que se repite de manera cíclica lo que da el
significado al proceso histórico, sea éste cual fuere, y con ese significado
debemos darnos por bien servidos; de otra manera, sólo nos quedaríamos con la
sucesión meramente mecánica de causas y efectos. Otros prefieren entender a la
historia como la realización de un plan cósmico debido al “artífice divino” que
ha creado al hombre y a todas las cosas del universo. En esta visión de la
historia todos somos parte integral de un plan que sirve a un propósito
universal, el cual no acertamos a entender del todo, pero que algunos
afortunados pueden discernir en sus lineamientos generales, aunque sea de
manera imperfecta. Por lo general, esta visión va acompañada de la idea de un
drama cósmico que se desenvuelve hasta culminar en una total transfiguración
espiritual, en un punto que rebasa las fronteras del espacio y el tiempo y que
ninguno de nosotros, humildes mortales, puede llegar a comprehender en toda su
extensión.
Pero
hay también quienes se han esforzado en entender a la historia como una ciencia
social, con el modelo del método experimental de las ciencias naturales. A esta
categoría pertenece Augusto Comte (1798-1857), quien pensaba que, una vez descubiertas
las leyes que rigen el cambio social, podríamos predecir el futuro, lo que
sería posible en la tercera etapa del
desarrollo del pensamiento humano, la etapa propiamente científica o positiva,
dejando atrás la etapa teológica o religiosa (mágica) y la metafísica o
filosófica (abstracta). Fue así como surgió una nueva fe,
aunque no se consolidó sino hasta las postrimerías del siglo XVIII a través de
los philosophesfranceses, en donde se erigió un
verdadero culto a la razón que eventualmente dio lugar al humanismo como una
nueva religión —la humanidad como objeto de
culto y veneración—, con base en las ideas de Henri de Saint-Simon (1760-1825),
en que los científicos vendrían a reemplazar a los sacerdotes como los líderes
espirituales de la sociedad.
La
historia infame de racismo y eugenesia que vino después es conocida por todos.
La interpretación equivocada de la teoría de la evolución de Darwin, aunada a
una semántica nociva y mal intencionada adscrita a la frase de Spencer que
aludía a la “supervivencia de los más aptos”6aplicada a cuestiones
sociales, dio lugar a los crímenes más horrendos y a los experimentos más
despiadados que se han registrado en la historia. Darwin dinamitó el pedestal
en que se tenía al Argumento del Diseño
Inteligente y
demostró cómo puede explicarse la complejidad y la diversidad que conocemos en
el mundo de la materia orgánica, sin necesidad de apelar a planes y proyectos
cósmicos de un gran artífice. Pero por “peligrosa” que se considere esta idea,
en sí misma refleja el valor y el impacto de la teoría de la evolución a través
de la selección natural y muestra cómo fue posible que Darwin se deshiciera, de
una vez y para siempre, de todos los resquicios del pensamiento teleológico proveniente de Aristóteles, esto es, el empeño de
explicar las cosas en términos de los propósitos (o sea, las causas finales) que persiguen en lugar de las causas (eficientes) que los producen. Fueron precisamente esos resultados los
que permitieron a Darwin y sus seguidores concluir que no hay sentido alguno en el que pueda afirmarse que el universo
evoluciona hacia un nivel superior, mejor, o más alto.
A
pesar de todas las advertencias de Darwin en sentido contrario, aún se piensa
que la evolución y el progreso están
indisolublemente unidos, al punto de confundir ambos conceptos y tratarlos como
sinónimos. Escuchamos con frecuencia hablar de la evolución de la moral, conclusión a la que se llega después de
reconocer que, si la teoría de Darwin es verdadera, entonces, el comportamiento
moral del ser humano debe tener una explicación evolucionista. Pero ¿de cuál
comportamiento moral estamos hablando? Tanto el ladrón como el filántropo
siguen los dictados de la naturaleza y en el terreno político la evolución ha
servido lo mismo para defender los ideales del capitalismo o la superioridad
racial que el fin de la historia, pues Francis Fukuyama7 estaba convencido de que
se trataba de un proceso evolucionista en marcha que terminaría por promover el
“capitalismo democrático” en todo el mundo. Como hemos dicho, ni la teoría de
la evolución ni la ciencia en su conjunto pueden decirnos cómo debemos actuar, ni tampoco cómo debemos organizarnos
mejor como sociedad.
Los
pensadores de la Ilustración no aceptan esta conclusión. A pesar de su mérito
indudable al reconocer y defender la necesidad universal de la dignidad humana
y la capacidad del hombre de gobernarse por sí mismo, —libre de los dictados de
la tradición y la autoridad—, los philosophes quedaron anonadados por
los avances que la ciencia, particularmente la física, había logrado, por lo
que decidieron entusiasmados aplicar la misma metodología a los asuntos
políticos, sociales y morales, en pocas palabras, a todas las cuestiones más
importantes de la vida del hombre. El resultado fue, como nos lo recuerda Isaiah
Berlin,8 su defensa de una posición monista, es
decir, estaban convencidos de que:
- Todas las cuestiones generales
tienen respuestas verdaderas.
- Esas respuestas son, en principio,
susceptibles de ser conocidas por el hombre.
- Dichas respuestas resultan, todas
ellas, compatibles entre sí.
En
otras palabras, estaban convencidos de que finalmente se encontraban en
posesión de un método válido universalmente, la philosophia perennis, que les proporcionaría la solución a las
cuestiones fundamentales que durante siglos habían preocupado a los hombres:
estarían en posición de hacer realidad la armonía última. Por fin sabrían lo
que era verdadero y lo que era falso en todos los compartimentos del
conocimiento humano y, sobre todo, cómo habrían de vivir todos y cada uno de
ellos para alcanzar las metas que por siglos se habían empeñado en conseguir:
la libertad, la justicia, la felicidad y el desarrollo más completo de las
facultades humanas, de una manera creativa y armónica. Atrás quedaban la
ignorancia y el error, la superstición y el prejuicio, muchos de ellos
deliberadamente fomentados por príncipes y sacerdotes, burócratas y en general
por la clase gobernante, a quien convenía esparcir falsedades como medio para
subyugar a su voluntad.
El
credo tripartita que acabamos de enunciar, aunado a la aplicación de reglas
racionales (científicas) que produjeron tan extraordinarios resultados en el
campo de las matemáticas y las ciencias naturales unas cuantas décadas antes de
la Ilustración, fue la base sobre la cual se proclamó el progreso como un
movimiento singular ascendente, algo realmente indiscutible, toda vez que la
luz de la verdad brillaba en todos lados e iluminaba a todos por igual, a pesar
de que los hombres fuesen en ocasiones demasiado malévolos, estúpidos o débiles
para descubrirla.9 Es aquí donde vemos la sincronía de este
pensamiento cientifi cista con el pensamiento judeo-cristiano y su concepción
de la historia como un drama cósmico en el que, eventualmente, su dénouement no es otro que la salvación del hombre, esa epifanía apoteótica según la cual todas
las imperfecciones de la vida y del mundo serían resueltas y todo conspirará a
favor de una resolución armoniosa y feliz.
Sin
embargo, Isaiah Berlin estaba convencido de que esa idea de que era posible
descubrir un esquema armónico en el cual todos los valores fuesen
reconciliados, esquema que nos llevaría a descubrir un principio con el cual
gobernar nuestras vidas, es altamente peligrosa; tan es así que estaba
convencido de que fue esta creencia la responsable de la “masacre de individuos
ante el altar de los grandes ideales históricos —la justicia, el progreso, o la
felicidad de las generaciones futuras […] o incluso la libertad misma que exige
el sacrifi cio de individuos en aras de la libertad de la sociedad”.10 Ante ello, Isaiah
Berlin defendió un pluralismo de valores, una posición según la
cual continuamente nos enfrentamos ante una elección entre valores últimos, en
donde la realización de alguno de ellos será en menoscabo del otro. Se trata de
una posición según la cual los valores o metas que persigue el hombre son
muchos y no todos resultan compatibles entre sí, de suerte que la posibilidad
de un conflicto —es más, de una tragedia—
nunca puede erradicarse por completo de una vida humana, y la necesidad de
escoger entre fines últimos se torna una de las características inevitables de
la condición humana.
El
panorama que se despliega ante nosotros, una vez aceptado el pluralismo de
valores por el que pugna Berlin, es el de un horizonte en el que se avizora una
variedad de culturas y, consecuentemente, una amplia gama de modos de vida, de
ideales y estándares de vida que pueden resultar incompatibles. Y ello apunta a
que la idea utópica perenne de una sociedad
perfecta,
en la cual la verdad, la justicia, la libertad y el progreso se
fusionan en armonía, no sólo es falsa sino intrínsecamente incoherente. “Cada cultura —remata Berlin— se expresa a sí misma a
través de obras de arte, de obras del pensamiento, en modos de vida y de
acción, cada uno de los cuales posee su propio carácter que no, necesariamente,
resulta susceptible de combinarse con otros, ni tampoco se trata de un estadio
más de un progreso singular hacia una meta
universal”.11
Por
lo dicho hasta aquí, considero que concluir que Isaiah Berlin no creía en el
progreso resulta incontrastable. Pero habría que hacer un matiz; Berlin rechaza
la idea de progreso pues no cree, como lo acabamos de
ver, en la sociedad perfecta, idea cuya meta última
no podría ser otra que la salvación del hombre, tal y
como lo han predicado santos y profetas en la tradición judeo-cristiana. Si
prescindimos de todo este complicado andamiaje, nos quedamos con esa variedad
de culturas y modos de vida, de sociedades y civilizaciones, que después de
varias etapas en las que han experimentado su desarrollo de conformidad con una
visión muy particular y con su propia escala de valores, llegan a su cenit para
después iniciar su proceso de deterioro y eventual extinción.
Esta
era la visión de la historia de griegos y romanos que no revelaba ningún otro
patrón que el crecimiento y la expansión de una cultura, su decadencia y
extinción —lo que semejaba un ritmo no del todo distinto al del mundo natural—,
para que le sucediese otra cultura con otra visión y valores muy particulares,
en un proceso cíclico de carácter permanente. No había ningún prospecto de
mejora continua pues todo proceso está condenado, hoy como ayer, a detenerse
tarde o temprano e iniciar su marcha en sentido contrario. No podía ser de otra
manera: en las raíces de todo proceso está el animal humano, con todas sus cualidades y sus defectos, por lo que estos
ciclos de la historia nunca podrán trascenderse del todo. Es esta la visión que
atrajo siempre la atención de Isaiah Berlin y este es el rasgo de su pensamiento
y su filosofía que ha representado, al menos para mí, un atractivo inigualable
al de cualquier otro pensador del siglo XX. Por si quedara algún resquicio de
duda respecto a lo apropiado del título de este ensayo, cedo al propio Berlin
la última palabra:
El
meollo es que cada cultura tiene sus propios inicios, su propio crecimiento, su
propio desarrollo, su propio clímax y su propia decadencia. No puedes decir que exista un progreso continuo entre ellas. Lo que hay son
vínculos entre ellas que les permite entenderse entre sí.12 EP
1
Steven Pinker, Enlightenment Now, The Case for Reason,
Science, Humanism, and Progress, Viking, 2018, p. 51.
2 Cronología del progreso, Penguin Random House Books, 2016.
3
Esta es la idea que subyace a la crítica que dirigiera Ludwig Wittgenstein a la
obra clásica de Sir James Frazer, La
rama dorada: Un estudio sobre la magia y la religión, en Remarks on Frazer’s Golden Bough, inicialmente publicado en 1967 con
edición en inglés en 1979.
4
Joh Gray, Seven Types of Atheism, Farrar, Straus and
Giroux, Nueva York, 2018.
5
Catherine Nixey, The Darkening Age: The Christian Destruction
of the Classical World, London, Macmillan, 2017.
6
Fue Herbert Spencer quien acuñó la frase “the survival of the fittest” en su
libro Principles of Biology (1864), misma que
Darwin adoptaría posteriormente, pero, naturalmente, él nunca la utilizó para
fines políticos.
7 The End of History and the Last Man, Free Press, 1992.
8 The Crooked Timber of Humanity: Chapter in the History of Ideas, ed. Henry Hardy,
Knopf, 1991, p. 209.
9 Idem.
pp. 51-52.
10
Isaiah Berlin, “Two Concepts of Liberty” en Four Essays on Liberty, Oxford University Press, 1969, p.167.
11
Isaiah Berlin, “Giambattista Vico and Cultural History”, en The Crooked Timber of Humanity, op.
cit.,
p.64. Las cursivas son mías.
12
Steven Lukes e Isaiah Berlin, “In Conversation with Steven Lukes”, Salmagundi, No. 120 Fall 1998 pp. 52-134, publicado por Skidmore
College. Las cursivas son mías.
Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.
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