Propósitos de Año Nuevo o el eterno retorno a nosotros mismos

En un libro de título tan risueño como todos los suyos —En las cimas de la desesperación—, Cioran se pregunta lo siguiente: “¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo común?”. Aunque Cioran ya no incendia el pabilo de mi alma adolescente como antes (y aunque no deja de […]

Texto de 17/01/17

En un libro de título tan risueño como todos los suyos —En las cimas de la desesperación—, Cioran se pregunta lo siguiente: “¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo común?”. Aunque Cioran ya no incendia el pabilo de mi alma adolescente como antes (y aunque no deja de […]

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En un libro de título tan risueño como todos los suyos —En las cimas de la desesperación—, Cioran se pregunta lo siguiente: “¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo común?”. Aunque Cioran ya no incendia el pabilo de mi alma adolescente como antes (y aunque no deja de parecerme gracioso que pretenda sublevarnos contra el tiempo preguntando por la hora indicada), este llamado a levantarnos en armas aún me inquieta. No sé si, en verdad, el tiempo sea el enemigo común de la humanidad; sé que es el mío. Quizá no lo llamaría mi enemigo principal o mi enemigo acérrimo, sólo mi enemigo a secas, y esto ya es suficientemente ingenuo, grandilocuente y vano.

¿Qué quiero decir con esto de que el tiempo es mi enemigo? (Pensándolo bien, no es que el tiempo me anule; más bien me permite.) Mi animadversión es de lo más elemental: me incomoda que pase, me molesta que ponga en evidencia mis impuntualidades y carencias. Mi torpe andar a tientas por los días. Y al final, no es que el tiempo pase muy rápido ni cada vez más deprisa; es que simplemente nunca deja de pasar. Y nosotros sí, en algún momento. Y nos da envidia esa fluida permanencia y deseamos vengarnos. Y como somos ridículos y duramos poco, nuestra venganza es mínima y sádica. Entonces mutilamos el tiempo: lo medimos para cortarlo en pedacitos —semanas, siglos, segundos—, lo montamos sobre una rueda, condenado a repetirse infinitamente. Pero el tiempo no se desangra lentamente como quisiéramos y el tiro, como siempre, nos sale por la culata del rencor y somos nosotros los que acabamos amarrados a la rueda de las repeticiones finitas. Sin embargo, esto de alguna manera nos sienta bien; las vueltas, aunque nos desgastan, nos articulan, y así festejamos aniversarios y agendamos citas y ponemos alarmas y dejamos que la prisa nos entumezca. Giramos, subimos y bajamos por la sierra del calendario, satisfechos Sísifos de nosotros mismos.

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Con el paso del tiempo —contrahecha ironía— hemos ido perfeccionando la tortura y la anestesia.

Como en casi todos los aspectos de la civilización, nuestros abuelos latinos hicieron aportaciones importantes a la disección del tiempo. El primer calendario romano tenía diez meses lunares, de marzo a diciembre, y un paréntesis irregular, entre el fin y el nuevo comienzo, que contenía el invierno. Este calendario se atribuye a Rómulo. Su sucesor, Numa Pompilio, hizo ajustes, introduciendo los meses de enero y febrero. Éste fue el calendario republicano, que se mantuvo vigente hasta que Julio César, en 46 a.n.e., hiciera sus adecuaciones nominales. Seis siglos después, Gregorio XIII promulgó una nueva versión, que remediaba desfases astrales, y ésta sigue siendo nuestra cinta métrica y nuestro potro.

Aunque esta génesis es bien conocida, existe cierta incertidumbre con respecto a cuándo terminaba y cuándo comenzaba el año romano, una vez que Numa inaugurara los meses consagrados a Ianus, dios de las puertas, y a Februus, dios de los muertos y de la purificación —es decir, de la fiebre. Se cree que originalmente los nuevos meses se colocaron al final, con lo cual marzo, con su equinoccio de primavera, seguía siendo el comienzo, y febrero se convertía en la clausura. Autores no menores, como Marco Terencio Varrón y Ovidio, hacen referencia a este orden. De este modo, el año terminaba el 23 de febrero, día en que se celebraba la Terminalia, festival dedicado al dios Término.

Carente de mitología, poco se sabe de esta deidad remota. Dios de los límites, de los hitos fronterizos y de la propiedad privada, es probable que Término estuviera relacionado con Hermes, también patrono de las fronteras y de los viajeros que las cruzan. Puede ser de origen sabino o provenir de un todavía más nebuloso pasado animista. La leyenda dice que, cuando Tarquino el Viejo mandó construir los templos a los dioses romanos en la Colina Capitolina, antes limpió la zona de los santuarios en los que se rendía culto a las deidades primitivas. Arrasó con respeto, ofreció sacrificios a los antiguos caseros, pues no sólo quería su aprobación, sino una señal de la posteridad romana. Los abstractos dioses aceptaron; uno a uno, los viejos altares fueron cediendo el paso a la corte jupiterina. Todos menos uno: el monolítico tabernáculo de Término no se rindió. La piedra quedó en su lugar y en torno a ella se construyó el templo de Júpiter Óptimo Máximo. En el techo del templo, se dejó un pequeño agujero, como un símbolo doble: por un parte, respetaba el hecho de que los rituales a Término debían celebrarse al aire libre, y por otra, que sobre el dios de los finales sólo podían estar las estrellas.

La Terminalia era un festival de renovación. Las familias vecinas adornaban los hitos que delimitaban sus tierras. Vertían sobre estas piedras miel, vino y sangre de animales. Se comprometían a respetar la propiedad del otro, pues sabían que no hay verdadera prosperidad sin límites.

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De acuerdo con un estudio del Departamento de Psicología de la Universidad de Scranton, en Pensilvania, cuarenta y cinco por ciento de los estadounidenses hace propósitos de Año Nuevo. De éstos, sólo ocho por ciento logra realizar alguno de sus proyectos. La cifra es tan poco halagüeña como poco sorprendente. El estudio revela otra estadística perogrullesca; los propósitos más comunes son, en orden: bajar de peso, ser más organizado, gastar menos (ahorrar más), disfrutar la vida al máximo, hacer ejercicio (cuidar la salud), aprender algo nuevo, dejar de fumar, ayudar a los demás, enamorarse, pasar más tiempo con la familia. Que yo sepa, no existe un estudio semejante para nuestro país, pero no creo que ni los números ni los objetivos variarían demasiado. Quizá no aparecería algo tan abstracto como “ser más organizado”, valor extraño y enemigo a los sentimientos de la nación.

Tengo impresiones encontradas con respecto a esta costumbre de las intenciones notariadas. Por un lado, me abruma el noventa y dos por ciento de derrota que evidencia la universidad pensilvana. La esterilidad del ritual se me presenta como un reflejo de nuestro enormísimo talento para la inconstancia y el autoengaño. (Somos los que claudican; la credencial del gimnasio que languidece en el cajón es nuestra imagen.) No es que en verdad pensemos cambiar, simplemente nos hacemos promesas a modo de placebo, y eso nos ayuda a administrar la frustración —junto con la esperanza, el más renovable de nuestros recursos. Así, el tiempo nos castiga sin vengarse, casi sin quererlo, incluso a su pesar. Nos recuerda que nos repetimos sin renovarnos, que somos pantanos fugaces. Que nuestro único sentido o verdad posible es el mareo.

Por otra parte, sin embargo, como casi todo ritual, me seduce y me enternece. Un poco, al menos. Me conmueve la ilusión de empezar de nuevo, la confianza en que podemos convertirnos en versiones más saludables, más felices y más abiertas de nosotros mismos. La lista universal de propósitos no será diversa ni original, pero sí constituye una celebración de la autonomía: vivir mejor depende de nosotros mismos. Y si bien se trata de ampliar nuestras posibilidades, las trilladas determinaciones anuales confirman que los límites son la mejor manera de lograrlo. “Hasta aquí llega mi desidia, aquí termina mi dispersión, ésta es la frontera de mi indolencia”. Cada lista de propósitos de Año Nuevo es una Terminalia personal, el festival de nuestras lindes.

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Termino con una breve confesión. Hasta hace muy poco tiempo, no acababa de entender el alboroto en torno a la noción del eterno retorno. No entendía por qué es considerada fundamental para la filosofía de Nietzsche ni cómo pudo haber inspirado cuentos y ensayos de Borges. Honestamente, la idea de que el mundo pueda estar condenado a repetirse minuciosa e infinitamente me parecía bastante deprimente y, sobre todo, árida. Y si todo termina y vuelve a ser una y otra vez, ¿qué? ¿Qué implica o qué explica esto de nosotros? Mi problema es que pretendía encontrar las causas de la celebridad del eterno retorno en un ámbito conceptual, digamos, epistemológico. Pero su relevancia, su radicalidad incluso, es otra. El eterno retorno es una especulación práctica. Mejor dicho: es una provocación moral. No es una idea determinista, sino fundacional y potenciadora. La gravedad del eterno retorno nos impulsa: hay que vivir de tal forma que no tengamos que arrepentirnos infinitamente de nuestras injusticias e infelicidades.

Quizá si logramos formular nuestros cíclicos propósitos con la valentía y ligereza del eterno retorno, éstos no serán ceniza y tendrán sentido. Yo no sé si haré una lista, pero ya tengo un propósito, y sólo porque en parte depende de mí todavía me atrevo a formularlo: que mi hijo sea aún más feliz este año.  ~

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ROMEO TELLO A. es editor, traductor y ensayista. A veces confunde la aliteración con la alegría, la nostalgia con la esperanza, las palabras con las cosas. No le gusta Twitter, pero tiene uno: @RomeoTelloA

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