De niña, la escritora Amparo Dávila (1928) vivía en el poblado minero de Pinos, en Zacatecas. Desde la casa grande, que habitaba junto con su familia, observaba a las mujeres enlutadas y oía el viento “de la mañana a la noche, desde que uno nace hasta que se muere”, lo que luego le recordaría a […]
Paratextos: Amparo Dávila, entre lo fantástico y lo siniestro
De niña, la escritora Amparo Dávila (1928) vivía en el poblado minero de Pinos, en Zacatecas. Desde la casa grande, que habitaba junto con su familia, observaba a las mujeres enlutadas y oía el viento “de la mañana a la noche, desde que uno nace hasta que se muere”, lo que luego le recordaría a […]
Texto de Claudia Cabrera Espinosa 18/06/17
De niña, la escritora Amparo Dávila (1928) vivía en el poblado minero de Pinos, en Zacatecas. Desde la casa grande, que habitaba junto con su familia, observaba a las mujeres enlutadas y oía el viento “de la mañana a la noche, desde que uno nace hasta que se muere”, lo que luego le recordaría a la Luvina de Juan Rulfo. Desde aquella casa, en medio de la desolación, “miraba pasar la vida, es decir la muerte, porque la vida se había detenido desde hacía mucho tiempo en ese pueblo”. Sus hermanos murieron demasiado pronto y ella creció como hija única en la soledad de un pueblo dedicado a la extracción de los restos de un pasado de oro y plata al que iban los habitantes de los ranchos cercanos, en donde no había cementerios, a enterrar a sus muertos. Además de estas imágenes, recuerda las sombras de hombres envueltos en jorongos atravesando las calles y a mujeres embozadas que sólo dejaban los ojos al descubierto, “como si fuera una procesión de enormes cuervos negros”. Posteriormente se trasladó a San Luis Potosí y, más tarde, a la Ciudad de México, en donde fue secretaria de Alfonso Reyes, quien la alentó a dedicarse a la escritura. En 1966 fue aceptada en el Centro Mexicano de Escritores.
La autora zacatecana comenzó a publicar su narrativa en 1959, y en 1977 obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia por Árboles petrificados, libro que incluía doce relatos. Pero su obra, poblada por seres extraños que se comportan de modo extravagante y definitivamente perturbador, fue recibida con reticencia en ciertas esferas. Por ejemplo, en un artículo titulado “Prosa petrificada”, publicado en el número de marzo de 1978 de la Revista de la Universidad de México, Víctor Navarro escribió duras críticas sobre el libro recién publicado, al que incluía dentro del género “gótico”. Ahí, tilda sus cuentos de previsibles, pretenciosos, de tener argumentos caóticos y de estar saturados de demonios y fantasmas, y describe sus ambientes como mundos específicos de “obsesiones femeninas”. Sin embargo, autores latinoamericanos como Juan Rodolfo Wilcock y Felisberto Hernández nos muestran que la literatura no tiene por qué ser ordenada, siempre que dé muestras de verosimilitud y unidad, y autoras mexicanas como Inés Arredondo y Guadalupe Dueñas nos recuerdan que los demonios están dentro de nosotros mismos. Juan Rulfo y Juan José Arreola, por su parte, quizá tendrían algo que decir sobre el aparente exceso de fantasmas en la literatura, mientras que Jorge Luis Borges nos demuestra que las obsesiones no tienen género. Afortunadamente, la historia de la literatura en general, y de la literatura fantástica en particular —que no gótica—, ha reivindicado la obra de Amparo Dávila, si bien con algunas décadas de retraso.
Cabe mencionar, no obstante, que la mayor parte de la narrativa de Amparo Dávila no es fantástica en sentido estricto. Si nos acercamos a la teoría del género de Tzvetan Todorov y sus predecesores —Louis Vax y Roger Caillois, entre otros— y sus continuadores —Irène Bessière, Ana María Barrenechea, Remo Ceserani— resulta fácil comprender que una obra es fantástica cuando en un plano realista ocurre una transgresión que constituye una ruptura en el orden de los acontecimientos, es decir, cuando se produce un fenómeno sobrenatural. Dentro de esta categoría entrarían cuentos como “Final de una lucha”, en el que un hombre se encuentra en la calle con una versión mejorada de sí mismo, y “El espejo”, en donde el protagonista observa el reflejo de seres inexistentes en un cuarto de hospital (ambos incluidos en Tiempo destrozado). En estos casos, efectivamente, ocurre un hecho extraordinario que no obedece las leyes de la realidad. Sin embargo, muchos otros, que constituyen la mayoría de la producción cuentística de Dávila, están poblados de seres monstruosos, aunque no necesariamente imposibles. Y es quizás esta cualidad la que los vuelve aún más atroces. Las transgresiones que ocurren en este tipo de cuentos, que podemos definir como extraños, se derivan del comportamiento excéntrico de los personajes, los cuales sobrepasan los límites de la normalidad y resultan desconcertantes, anormales: una mujer que asegura, aparentemente sin motivo, que su casa está infestada de ratas (“La señorita Julia”); un padre de familia que desea convertirse en árbol y corre al bosque para huir de una vida que lo asfixia (“Muerte en el bosque”); una mujer que confiesa haberse arrancado los ojos y haberlos arrojado al estanque tras la muerte de su novio (“Griselda”). Estas últimas narraciones forman parte de lo extraño, puesto que sin incluir un fenómeno sobrenatural, definitivamente escapan de las convenciones sociales y dan pie a la existencia de una realidad distinta a la que estamos habituados. Además, en muchas ocasiones estos relatos constituyen una invitación a las conjeturas y a la ambigüedad, puesto que el lector no tiene la certeza de que lo narrado haya ocurrido realmente —en el nivel diegético—, o si se trata de alucinaciones o de la locura de los personajes. En “Alta cocina”, por ejemplo, se habla de unas criaturas pequeñas cuyos ojos se salen de sus órbitas cuando se les está cocinando. Se dice de ellas que nacen en las huertas en tiempo de lluvia y que podían escucharse sus gritos desgarradores cuando se encontraban en el fogón ante la cuchara implacable de la cocinera. El narrador, en cambio, sufre cuando éstas chillan “como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…”.
Estas historias nos remiten, más que a lo fantástico, al concepto de das Unheimliche acuñado por Sigmund Freud en 1919, que podemos resumir como lo siniestro, aquello que debiendo quedar oculto se manifiesta. Este término, que también se ha traducido como “lo ominoso” o “lo inhóspito” —en inglés, uncanny—, es definido por el médico austriaco como “lo que suscita miedo o terror indefinido, algo inquietante, angustiante y que excita la intuición de algo horrendo o abominable”. Mientras los oscuros deseos de los protagonistas se mantienen como tales, dentro de su intimidad, forman parte de lo cotidiano, de lo Heimliche, pero en el momento en que se convierten en una intención real, que conlleva un comportamiento excéntrico o los conduce a cometer un crimen, revelan un carácter siniestro. Se trata entonces de la realización de un deseo sin importar sus consecuencias o que este hecho constituya una ruptura dentro del orden social, lo que revela una alteración en la mente de los personajes.
Para ejemplificar la manera en la que Amparo Dávila se aproxima y se adueña de lo siniestro, mencionaremos algunas consideraciones sobre “Fragmento de un diario”, uno de los cuentos publicados en su primer libro de narrativa, Tiempo destrozado. El narrador de este relato incursiona en un meticuloso proceso mediante el cual busca alcanzar el grado máximo de su arte: el dolor. El solitario personaje refiere, a lo largo de diecisiete entradas de un diario, los escasos sucesos que conforman su existencia. Todos los días, tras llevar a cabo sus tareas domésticas, se sienta en la escalera de su edificio y se dispone a sufrir de manera metódica graduando el dolor del uno al diez. A lo largo de las entradas de “Fragmento de un diario” se nos dan indicios del carácter del personaje; sin embargo, su aparente fragilidad, su desamparo y su sufrimiento despiertan un sentimiento de empatía en el lector. Hasta que una tarde, tras caer desmayado por haber alcanzado un alto grado de dolor, su vecina comienza a interesarse por él, lo que trastoca sus planes de seguir cultivando su arte. Ella se preocupa al ver su lamentable estado, y comete el error de establecer contacto físico con él en un acto de empatía. Después de esto, él no puede dejar de pensar en ella, lo que pone en peligro el desarrollo de su actividad y lo lleva a concluir que no tiene más remedio que matarla
para que, de este modo, su dulce recuerdo le roa las entrañas y alcance así el paroxismo del dolor. Lo siniestro ocurre aquí cuando los deseos del personaje se convierten en una intención real, cuando se revela aquello que debía permanecer oculto, y el lector se pregunta si se atreverá a asesinarla.
La narrativa de la autora zacatecana es breve y contundente. Publicó sus primeros cuentos en las revistas Estaciones, Revista Mexicana de Literatura y Letras Potosinas, y su obra vio la luz de forma definitiva en tres libros: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964) y Árboles petrificados (1977), los cuales suman un total de treinta y dos relatos. A esta producción debemos añadir los tres libros de poesía que escribió durante su juventud: Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades (1954) y Meditaciones a la orilla del sueño (1954). Aunque Amparo Dávila permaneció en un olvido relativo durante muchos años, el nuevo milenio le ha hecho justicia tanto a ella, que en febrero cumplió ochenta y nueve años, como a su obra. En 2008 se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes —al que han seguido varios más— y en 2015 se le otorgó la Medalla Bellas Artes en reconocimiento a su trayectoria. En 2009 el Fondo de Cultura Económica publicó sus Cuentos reunidos, y en 2011, su Poesía reunida, lo que permitió la lectura de su obra a las nuevas generaciones. Además, en 2015 se creó el Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, que cada año convoca a autores noveles a incursionar en el género. Honor a quien honor merece. ~