Pantalla dividida The Matrix y Sleep Dealer: un diálogo improbable

Este año se cumplen dos décadas del estreno de The Matrix, de las hermanas Wachowski. La película tiene una premisa relativamente sencilla: en un mundo donde las máquinas han tomado control total, los seres humanos nacen, viven y mueren en incubadoras creadas para cosechar energía bioeléctrica. Inmersa en una realidad virtual colectiva, la mayor parte de […]

Texto de 11/06/19

Este año se cumplen dos décadas del estreno de The Matrix, de las hermanas Wachowski. La película tiene una premisa relativamente sencilla: en un mundo donde las máquinas han tomado control total, los seres humanos nacen, viven y mueren en incubadoras creadas para cosechar energía bioeléctrica. Inmersa en una realidad virtual colectiva, la mayor parte de […]

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Este año se cumplen dos décadas del estreno de The Matrix, de las hermanas Wachowski. La película tiene una premisa relativamente sencilla: en un mundo donde las máquinas han tomado control total, los seres humanos nacen, viven y mueren en incubadoras creadas para cosechar energía bioeléctrica. Inmersa en una realidad virtual colectiva, la mayor parte de la raza humana ignora su realidad material. Los protagonistas tendrán que desconectar el enchufe de esa simulación y despertar a la humanidad. Para hacerlo, deberán tomar control de la Matrix, aprendiendo a codificarla y reescribirla desde dentro y, en el proceso, desafiando las leyes físicas de ese universo. Todo esto dará razón de ser a la veta de acción del filme, una hiperquinética y ultraestilizada combinación de cine oriental de artes marciales, cine noir clásico, heist filmcyberpunk y space opera.

The Matrix es una de las mejores películas engendradas por el sistema de estudios hollywoodense. Su trama cerebral y clásica, la habilidad de balancear conceptos complejos con elaboradas set pieces y su refinada técnica cinematográfica la convierten en una rara avis de su ecosistema. Sin embargo, hay una cosita —apenas un detalle— que me hace un poco de ruido. Pertenece a esa clase de preguntas sobre inverosimilitud que a veces nos invaden, preguntas más bien latosas porque no expanden el gusto, sino que lo interrogan, y que además tienen la desventaja de no poder ser respondidas satisfactoriamente dentro de los límites de la narración. Preguntas como: ¿Por qué Batman no dona su dinero a educación y prevención del crimen? o ¿Por qué en Blade Runner nomás no programaron a los androides sin sentimientos?

Así, la pregunta que me instiga a veces, cuando me separo tantito y no me permito sumergirme en el fastuoso espectáculo de The Matrix, es una y una sola: ¿A dónde se fueron todas las élites que dominaban a la humanidad antes de las máquinas?

Hay algo que me han enseñado, a manos iguales, el cine y la realidad: ninguna élite cede el poder con facilidad. La idea resuena en reportajes como “Doomsday Prep for the Super-Rich”, aparecido en The New Yorker en enero de 2017, en documentales como el episodio “Doom Boom/Unfair” de Vice, serie producida por HBO, y en libros como Sapiens: A Brief History of Humankind, de Yuval Noah Harari, donde se llega a la ominosa y acaso ineludible conclusión de que los primeros seres humanos en acariciar la supervivencia eterna no serán los más aptos sino los más ricos.

Algunos millonarios están invirtiendo desde ya en sobrevivir a un hipotético apocalipsis. Aunque hay otros —los más sensatos, quizá— que afirman que su dinero está mejor invertido en mejorar la calidad de vida del resto de la humanidad. Lo cierto es que hay un buen número de personas ricas almacenando agua, preparando búnkers de lujo en viejas instalaciones militares o mejorando sus cuerpos mediante cirugías.

Por eso es que la idea de una humanidad totalmente esclavizada me causa extrañeza. La aniquilación absoluta de una raza es cosa difícil, ya no digamos la de una tan abundante, dispersa y estratificada como la nuestra. Pienso en Land of the Dead (2005), del gran George A. Romero. En esa película, la epidemia zombi casi ha terminado de aniquilar a la raza humana. A las afueras de Pittsburgh sobrevive un enclave militaresco rodeado por un río y una valla eléctrica. En el enclave hay una torre, apodada “Fiddler’s Green” en honor a la leyenda que nombraba así al paraíso de los marineros que morían con al menos cincuenta años de experiencia, donde una élite acapara recursos para sobrevivir con el mayor nivel de comodidad posible. Encabezada por Dennis Hopper, la gente del Fiddler’s Green reina desde las literales alturas sobre el resto de la población, que vive apelmazada en la miseria del mundanal suelo. No es una película de sutilezas, pero sirve para ilustrar mi punto: incluso en algunas ficciones, el escenario del apocalipsis deriva no en una armoniosa cooperación entre pares, sino en una agudización de las diferencias que nos separan.

The Matrix no explora esos terrenos, y tampoco tendría por qué hacerlo. La película es maravillosa tal y como está, y yo no sería capaz de sugerir que se le retire un fotograma, ya no digamos reescribir una sección de su universo. Con todo, la pregunta sigue ahí, palpitante: en un futuro de ciencia ficción, ¿cuál es el papel que juegan las profundas divisiones raciales, políticas y económicas que dividen a la humanidad?

Felizmente, existe una cinta mexicana de ciencia ficción que aventura una respuesta a esa pregunta.

Dirigida por Alex Rivera —cineasta estadounidense-peruano concentrado en temas de migración latinoamericana en Estados Unidos—, Sleep Dealer (2008) es un largometraje mexicano-estadounidense que cuenta la historia de Memo, un joven oaxaqueño del ficticio pueblo de Santa Ana del Río.1 Memo ayuda con la faena del campo a su padre, con quien mantiene una relación tirante debido al paternal arraigo a una tierra que parece ya no querer dar nada y al permanente deseo escapista del hijo. Memo es un aficionado a la tecnología, y en sus ratos libres construye una radio que puede comunicarse en frecuencias militares. Después de una visita a la presa de agua local, construida en un río privatizado por una empresa estadounidense, Memo experimenta con su invento y, sin querer, alerta a la milicia norteamericana de su presencia. Tras confundirlo con un terrorista, la empresa responsable de la presa de agua envía un sofisticado dron comandado a distancia que ataca la casa de Memo y mata a su padre, en una escena en la que reverberan aquellos bombardeos en regiones desérticas de Medio Oriente, donde los supuestos terroristas a menudo resultaban campesinos o granjeros. Urgido de dinero y repudiado por su hermano, quien lo culpa de la muerte de su padre y la ruina familiar, Memo migrará a la frontera con Estados Unidos, a Tijuana. Ahí, una nueva forma de empleo causa furor entre trabajadores mexicanos: las fábricas de sleep dealers, empleados en territorio mexicano que manejan robots en Estados Unidos mediante conexiones que se insertan en “nodos” en distintas partes del cuerpo.

Sleep Dealer tiene como base el cortometraje Why Cybraceros? (1997), también de Rivera. El corto se presenta como un falso infomercial. “Este programa causó una serie de problemas”, afirma la narradora, mientras recuerda a los migrantes que se hacían pasar por braceros para migrar a Estados Unidos, o a los braceros que huían de sus trabajos para quedarse a vivir ahí. Ahora, la tecnología brinda una nueva manera para mantener “productos de calidad a bajo costo financiero y social para usted, el consumidor americano”: el programa Cybracero, donde empleados mexicanos conectados a internet manejan robots a distancia. “Sólo el trabajo de los mexicanos cruzará las fronteras, los mexicanos ya no necesitarán hacerlo”, continúa la narradora mientras la caricatura de un migrante, vestido con sarape y sombrero, salta por la pantalla hasta toparse con la frontera. “It’s all the labor without the worker!”, remata la voz, entusiasmada.

Esa misma frase aparece, casi verbatim, en la boca del empleador de Memo en Sleep Dealer. La línea hace eco de un impulso real, nunca enunciado de esa manera, pero siempre latente en la política estadounidense: el doloroso sesgo cognitivo que implica tener una economía basada en la mano de obra barata de los migrantes y, al mismo tiempo, aborrecer activamente a esos migrantes. Con las herramientas de la ciencia ficción, Alex Rivera imagina una salida a ese dilema, y al hacerlo crea una perfecta metáfora para la situación laboral de los trabajadores originarios del llamado tercer mundo que, a cambio de sueldos mínimos y constante inseguridad financiera y laboral, sostienen buena parte del nivel de vida de los países desarrollados.

“Los límites entre la ciencia ficción y la realidad social son una ilusión óptica”, escribe Donna Haraway en su ensayo “A Cyborg Manifesto”. Nunca como en Sleep Dealer esta aserción se revela tan verdadera. No materialmente verdadera, sino metafóricamente verdadera, poéticamente verdadera: las fábricas de sleep dealers de la película no existen en la realidad material, pero los mecanismos tecnológicos mediante los cuales se explota a distancia son muy reales. Quizás el ejemplo más transparente sea el de las granjas de clics en países en vías de desarrollo como Bangladés, Filipinas o India. En esas “granjas”, los trabajadores pasan horas dando clic a anuncios o like y follow a páginas y cuentas de todo el mundo. Aunque los datos son aún confusos, las condiciones de trabajo en una granja de clics recuerdan a las de uno de sus antepasados, el call center.

El call center es una vieja muestra de un trabajo engorroso que, gracias a la tecnología, es trasladado a una nación en vías de desarrollo, donde más gente estará más dispuesta a realizarlo por un salario más bajo. Las condiciones del neoliberalismo, donde florecen las violaciones a derechos laborales, sólo hacen más atractivo el modelo ante los inversionistas y directores de las compañías que subcontratan el trabajo en esos países. Pasada por el filtro de la máxima ganancia, una máquina devendrá grillete y cadena en menos tiempo de lo que se dice “Uber”. Lo sabe el trabajador de Amazon tanto como lo sabe Memo de Sleep Dealer.

The Matrix y Sleep Dealer no podrían ser más diferentes. La primera es una película con lustrosos efectos especiales y una inversión de sesenta y tres millones de dólares. Al estrenarse, recaudó más de cuatrocientos millones de dólares y se convirtió en un enorme fenómeno cultural. Sleep Dealer, por su parte, es una diminuta película independiente con deficientes efectos visuales y que, tras quedarse sin estreno comercial gracias a la bancarrota de la empresa que compró los derechos de distribución, ha vivido una segunda vida en los sistemas de transferencia de archivos y en la academia estadounidense, donde más de un investigador encontró fascinante el potencial discursivo de la película.

No obstante, y a pesar de sus carencias económicas y tecnológicas, Sleep Dealer echa luz sobre un aspecto de la ciencia ficción que rara vez podemos ver en pantalla. Mientras en películas como The Terminator o Her vemos una versión romantizada de la tecnología cobrando conciencia para ayudar a la humanidad, en Sleep Dealer la realidad se filtra en forma de ciencia ficción para hacer un pertinente recordatorio: en manos de una economía que exige el mayor rendimiento al menor costo, las máquinas y los avances tecnológicos tienen idénticas posibilidades de facilitarnos la vida y de servir como instrumentos de explotación. EP

1 Aunque penosamente es casi imposible conseguir un blu-ray o un DVD de Sleep Dealer, y tampoco está disponible en ningún servicio de streaming, es posible rentar ($3.99 USD) o comprar ($7.99 USD) una copia digital directamente en la página de la película: http://www.sleepdealer.com

DOPSA, S.A. DE C.V