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Todos lo hemos visto suceder: en una movida para conseguir
que la creciente porción de espectadores socialmente conscientes se acerquen a
sus mercancías, las productoras corporativas de cine y televisión integran un
reparto racial y sexogenéricamente diverso para su próximo estreno. De
inmediato, las hordas de troles se levantan pesadamente, incorporándose tras el
sueño imperturbable que duermen bajo sus puentes, y se encaminan al teclado,
donde vierten su ira en fotografías y tuits y posts y videos en todas las redes sociales posibles. “¡Lo están
haciendo por quedar bien!”, dice un seguidor de la trilogía de El Hobbit, de Peter Jackson, que adapta
un libro de trescientas diez páginas en nueve horas de cine. “¡Si no fuera
porque lo están pidiendo, ni siquiera lo harían!”, dice otro sujeto que exige
que lancen el Snyder Cut de Justice
League, un director’s cut que,
según él, convierte a la película en una obra maestra y en la película que
redefinirá los alcances del cine de superhéroe. “¡En esa época ni siquiera
pasaba eso!”, exclama uno más, seguidor incondicional de Star Wars.
Uno de los efectos de las redes es la amplificación. En
Twitter, aprobar una opinión dentro de la interfaz de la red —a través de
cualquier interacción con el tuit en cuestión— implica también su difusión.
Así, posturas que solían permanecer en los márgenes de la conversación pública
ocupan ahora lugares centrales, apoyadas y refrendadas por los medios, que en
la economía del clic morboso deciden dar cabida a discursos estúpidos, extremos
o francamente peligrosos. Internet, que nos dio la democratización de las voces
y una ventana a un universo de ángulos que desconocíamos, también nos dio una
de las peores cosas que le han pasado a la cultura popular: la edad del trol.
* * *
Pocas franquicias han experimentado a tal grado la tiranía
del trol como Star Wars. Si usted
pertenece a los cientos de millones de personas que vieron el Episodio VIII , Los últimos Jedi, probablemente sepa que
en esa película se subvirtieron varios de los lugares comunes de la franquicia.
El piloto bravucón Poe Dameron sufre una serie de reveses que le demuestran que
haría bien en pensar antes de actuar y, sobre todo, en escuchar a las mujeres
de mayor experiencia que lo rodean y a las que suele pasar por encima cuando
está en medio de un arranque de envalentonamiento imprudente. Finn, el héroe
cobarde de la Resistencia, recibe una serie de reconvenciones a manos de una
mujer, Rose Tico, encarnada por la actriz Kelly Marie Tran, la primera mujer
asiática-estadounidense en obtener un papel protagónico en la saga. Sobre todo
queda bien establecido que Rey, la heroína de esta nueva serie de películas, no
desciende de ninguno de los personajes principales de la franquicia: es hija de
unos chatarreros que la vendieron por comida cuando era niña y la abandonaron a
su suerte en el desértico planeta Jakku.
Nada de eso permaneció para la última entrega de la saga en
cines, escrita y dirigida por el connotado fan y cineasta J. J. Abrams: El ascenso de Skywalker, que pretende
terminar de una vez por todas la dendrología del árbol genealógico de la
familia Trotacielos, y es quizás un ejemplo paradigmático de un filme que
parece escrito por los threads más
populares de Reddit. Los últimos Jedi es
una de las películas de la franquicia mejor recibidas por la crítica —en mi
nada humilde opinión, por ejemplo, es quizá la mejor de Star Wars, junto a El imperio
contraataca y Rogue One: Una historia
de Star Wars—, y también una de las más taquilleras, sólo detrás de El
despertar de la fuerza, y sin embargo, la mayoría de sus aportes a la mitología
de Star Wars fueron rechazados por un
sector de fans que aseguraban que esas aportaciones deformaban el mito y
transformaban el sentido de la saga que han estado siguiendo por años. Este
mismo sector de fans se ocupó de atacar a Kelly Marie Tran mediante insultos
que apelaban a su condición de mujer de ascendencia asiática y a su peso —uno
de ellos, un grotesco tuit de Paul Ray Ramsey, vlogger de derechas que coquetea con el peor racismo—, y la cosa
llegó a tal grado que Tran dio de baja su cuenta de Twitter de forma
aparentemente definitiva.
* * *
El ascenso de
Skywalker es una película que parece que no terminó de pasar el tiempo que
le correspondía en el horno. Cierto: hay momentos de buen espectáculo
cinematográfico, pero esto es casi que lo mínimo esperable en un filme de Star Wars. Tampoco es que pida uno que
el guion lo firme Billy Wilder, pero acá estamos ante un grado de torpeza que
suele reservarse a blockbusters con
menos pretensiones. Una de las principales razones por las que la película
falla, sin embargo, es porque parece pasar demasiado tiempo obsesionada con
reescribir la mitología que Los últimos
Jedi se ocupó de retocar: en vez de permitirle a Rey convertirse en una
heroína sin necesidad de incorporar al personaje a algún linaje, el guion la
convierte en una descendiente del insólita e inexplicablemente resurrecto
Emperador Palpatine, el principal villano de la saga y enemigo y artífice de la
familia Skywalker; en vez de que Poe Dameron continúe su aprendizaje como un
general que reconsidera y madura, el filme lo convierte en un vaquero ligador
intergaláctico sin ningún rastro de ingenio; en lugar de continuar el camino
que aprovechaba el vasto universo de la saga para traer a nuevos personajes al
centro, la cinta despojó a Kelly Marie Tran de su puesto como coprotagonista y
la relegó a decir un par de líneas y a mantenerse lejos de la acción durante la
mayor parte de la película.
Por supuesto, es imposible saber si estas decisiones se
tomaron siguiendo las directrices que los troles de derecha se encargaron de
esparcir por redes sociales y foros de todo el internet, pero tampoco es
difícil intuir que al menos algunas de esas opiniones fueron conocidas y quizá
discutidas por los creadores: que el filme se ocupe de marcar tantas casillas
de las exigencias de aquellos fanáticos es demasiada coincidencia como para no
invitar a la suspicacia. El resultado en pantalla, sin embargo, fue
decepcionante en todos los sentidos: no sólo la crítica recibió mal a la
película, que mientras escribo estas líneas acaba de empatar a la vilipendiada La amenaza fantasma como la entrega peor
calificada de la historia de la franquicia, sino que las mismas audiencias
abandonaron los cines.
Pese a que difícilmente la película puede considerarse un
fracaso, gracias a una recaudación que supera ya los mil millones de dólares,
sí ostenta la peor caída de taquilla para una cinta de Disney que haya cruzado
esa marca: 92.5% de descenso en audiencia para su cuarto fin de semana. El
tamaño del negocio de Disney hace que rara vez una película de Star Wars pierda dinero —ha sucedido una
sola vez, con Han Solo: Una historia de Star
Wars—, pero eso no quita que el filme haya resultado decepcionante para un
espectro mucho más amplio de espectadores de lo que resultó Los últimos Jedi. La última entrega de
la que es, irrebatiblemente, la saga más grande de la historia del cine culminó
con una película desarticulada, marcada por la imposibilidad de explorar nuevos
caminos y aferrada a la mitología que construyó hace más de cuarenta años.
* * *
El desplome en taquilla de El ascenso de Skywalker demuestra una realidad que, pese a su
obviedad, a veces pasamos desapercibida: el ruido al que estamos expuestos en
internet no es, necesariamente, el ruido que domina la conversación o las
preferencias del resto de los espectadores materiales, los que pagan su boleto
o membresía o encienden la televisión. Sin embargo, habría que preguntarse de
dónde sale, entonces, la resonancia que alcanzan aquellas voces y las razones
por las que parecen influir tanto en los productos culturales que consumimos —y
en la cobertura que reciben esos mismos productos culturales—. Un buen caso
sería el desempeño de Jodie Whittaker como el Doctor de Doctor Who, aquella venerable institución de la televisión
británica.
Whittaker asumió un papel protagónico que desde 1963 estuvo
ocupado por hombres, y su elección causó una oleada de indignación a lo largo y
ancho de internet. Viejos fans de la serie —o al menos, personas que aseguraban
ser viejos fans de la serie— reclamaron el cambio de género de El Doctor. Los
medios —que a menudo caen en estas trampas de la viralidad— amplificaron el
mensaje que diseminaban unos cuantos y lo convirtieron en una tendencia que
cruzaba el internet para llegar al resto de los medios: los fans, decían las
notas de prensa ansiosas por capturar los clics, están molestos con el cambio
de género de El Doctor. El hecho inicial, una nota benigna respecto a una nueva
etapa de un viejo personaje, se convierte, gracias a la capitalización de la
indignación, en un suceso noticioso en el que parecen librarse todas las
batallas de las guerras culturales: el casteo de Whittaker pasa a representar
una instancia misándrica, según los inconformes, o una cruzada indispensable
para la igualdad de género, según quienes defienden la elección de reparto. La
escaramuza es elevada a batalla épica gracias a la intervención de medios y
comunicadores que asumen el papel de ocoteros en un asunto, de entrada, nimio o
inocuo.
Y, sin embargo, Jodie Whittaker ha gozado de saludables
índices de audiencia desde que comenzó su estancia en Doctor Who. Todo el odio y todo el rechazo que los troles lograron
acumular no llegaron a nada: incluso en unos años en los que el número de
televidentes en Reino Unido se ha reducido de forma generalizada, La Doctora de
Whittaker ha sabido mantener unos saludables índices de audiencia, y también en
Estados Unidos la recepción del programa ha sido bastante cálida. ¿Qué pasó?
Entre otras cosas, el cambio de Whittaker atrajo, probablemente, a mayor número
de espectadores de los que alejó: el ruido de las redes, amplificado por medios
inescrupulosos, no soportó el peso de la realidad.
* * *
No es de extrañar que muchos de los troles que se dicen fans
a ultranza de estas franquicias, fundamentalmente hegemónicas en todo sentido,
recurran al insulto racista, sexista o xenófobo a la hora de rechazar los
cambios que sufren sus productos culturales, o que alineen sus filias políticas
a las de figuras ultranacionalistas. En un mundo donde el Estado parece haberse
retraído de forma generalizada, los ciudadanos nos encontramos cada vez más
lejanos de las grandes decisiones políticas, por lo que volcamos nuestra
frustración a través de quejas furibundas contra obras de ficción. Así, y de
forma inesperada, el campo de los productos culturales se ha convertido en uno
de los principales frentes de batalla de la versión digital, perpetua y mundial
de las guerras culturales que se libraron en el siglo xx. El peso de una
opinión cambia cuando las opiniones pueden modificar lo que se ve en las
películas más vistas del mundo; el futuro de esta influencia se antoja, al
mismo tiempo, como un enfrentamiento crucial o una cortina de humo. Quizá para
cuando lo sepamos sea ya demasiado tarde. EP