Fui mamá adolescente

Ante la romantización de la maternidad a temprana edad, Renata Villarreal comparte su experiencia.

Texto de 25/11/21

Ante la romantización de la maternidad a temprana edad, Renata Villarreal comparte su experiencia.

Tiempo de lectura: 6 minutos

De las madres adolescentes se habla mucho. Menos de lo que realmente vivimos.

A todos les interesa hablar de nosotras pero ¿realmente están listos para escucharnos?

Tanto se ha romantizado a la maternidad que hablar de lo que vivimos dentro de ella se convierte en una nueva forma de callarnos. Eligen decir que no amamos a nuestros hijos o hijas para no ver en realidad y todo lo que la sociedad nos ha abandonado y violentado. La culpa como mordaza para el silencio. Nací en la Ciudad de México en 1988. Soy hija única. Mi papá se fue de casa cuando tenía 4 años. Así que, como el 43% de las madres mexicanas, mi mamá se encargó de educarme, cuidarme y mantenerme ella sola con ayuda de mi abuelo y abuela maternos. A los 6 años nos fuimos a vivir a Cancún, Quintana Roo, “el paraíso”. Entré al colegio, tenía amigas y amigos, actividades deportivas e iba a la playa como cualquier otra niña de mi cuadra. Pero vivía carencias emocionales y afectivas; y también violencias como cualquier otra niña. Jugaba fútbol. Mi sueño era ser jugadora profesional. En la escuela me molestaban porque consideraban que el fútbol “es de niños”. No había equipos femeniles en ese entonces (formamos el primero), y a los niños los obligaron a jugar conmigo.

A los 12 años comenzó mi adolescencia y conocí a quien me acompañaría noche y día, las 24 horas durante los siete días de los próximos 21 años: la depresión. Aunque seguía jugando fútbol y todas las tardes agarraba mi bicicleta para andar por varias supermanzanas de Cancún, estaba enojada y dolida sin saber realmente porqué, ni cómo canalizarlo o pedir ayuda. Pero también quería amor. Amor, compañía y aceptación que sentía queera inexistente en casa, en la escuela o dentro de mi propia familia. El abandono marcó inconscientemente mis decisiones desde entonces por muchos años más.

A los 14 años comencé una relación con otro adolescente un año más grande que yo, y que también tenía problemas en casa. Vivía violencia y había vivido abandono por parte de su papá. Encajamos perfecto.

Él era “el popular” de la cuadra donde yo llegaba a pasar la tarde y jugar fútbol. Y yo era la “niña fresa” que se juntaba con la bandita de “rebeldes y rechazados”. Allí nos juntábamos muchos y muchas de mi edad, pero muchos también más grandes que, sin saberlo, eran quienes vendían la droga en muchas partes de Cancún. Y así comenzó todo. Es aquí de lo que nadie habla. Nos hemos enfocado tanto en la conversación de la anticoncepción y la violencia sexual, que no son menos importantes, pero hemos abandonado las EMOCIONES. Y ellas lo son absolutamente todo.

“Comencé a tener relaciones sexuales a los 15 años sin que yo recuerde ningún tipo de conversación, acuerdos ni acompañamiento. Ni de él, de su familia, ni la mía. Mamás, papás: El típico “no vayan a salir con su domingo 7″ no educa. Créanme.”

Comencé a tener relaciones sexuales a los 15 años sin que yo recuerde ningún tipo de conversación, acuerdos ni acompañamiento. Ni de él, de su familia, ni la mía. Mamás, papás: El típico “no vayan a salir con su domingo 7” no educa. Créanme. Mi depresión era tal, que tengo bloqueada en mi memoria gran parte de mi adolescencia y en ella, el inicio de mi vida sexual. Él fue mi novio durante algunos meses y terminamos una noche cuando en una fiesta, un amigo suyo, unos 4 años mayor que yo, estaba intentando abusar de mí sexualmente, yo estando alcoholizada. Tardé muchos años en saber que eso era abuso sexual. Y por años me culpé por ello y él me sigue culpando. Semanas después fui al ginecólogo por una infección que mi ahora ex novio me había contagiado. Afortunadamente nada grave. Sané pero estaba embarazada. 15 años, con depresión, un sinfin de problemas familiares y sola. En ese momento se me cayó el mundo. Realmente nadie me dio contención. Mi mamá hizo lo que pudo y el resto del mundo, si no estaba evitando el tema, estaba haciendo comentarios de que ya había arruinado mi vida o que eso me pasaba por hacer “cosas de adultos”. Fui con el papá de mi hijo para darle la noticia y me dijo que no era suyo. Intenté hablar con su familia y también me cerraron las puertas. Era la única persona con la que había tenido relaciones sexuales. Pero a los 15 años me abandonó estando embarazada y se encargó de decirle a cuanta persona pudiera, que yo lo había engañado con tantas personas y seguramente ni yo sabía quién era el papá de mi hijo. Pasé días llorando. En cama sin hablar realmente de nada, ni pensar. Solo quería desaparecer. Darle la noticia a mi familia era otro reto.Finalmente me levanté de la cama y regresé al colegio. Iba en último año de secundaria. Una niña que me odiaba al enterarse que estaba embarazada me aventó por las escaleras. Madres y padres de familia les prohibieron mi amistad a sus hijos e hijas como si un embarazo fuera peor que el COVID y por hablar conmigo fueran a morir o les fueran a pasar las peores cosas. Eso me hizo irme quedando cada vez más sola.Terminó el año y muchos colegios no me aceptaban por estar embarazada. A pesar de siempre haber tenido un excelente promedio. Adiós colegio, adiós fútbol, adiós círculo de amistades, adiós bicicleta, hola discriminación y violencia social. 

A los 3 meses de embarazo, con la ayuda de mi mamá, todo se volvió un poco menos feo. Comenzamos a comprar ropita, a planear nombres, la cuna, etc. Yo soñaba que el papá de mi hijo un día apareciera para integrarse. En la calle las miradas y el cuchicheo siempre iba dirigido a mi. Comentarios crueles de personas que ni conocía y señalamientos que no ayudaban absolutamente en nada a mi proceso.

A los 6 meses ya no podía ocultar mi embarazo. Una preparatoria me acogió. Llevaba a mi bebé al colegio y entre personal docente, compañeras y compañeros, me ayudaban a cuidarlo mientras estaba en alguna actividad o algún exámen. Era la primera vez que sentía que había un lugar donde no me juzgaban. Aunque claro, siempre hubo alguien. Pero en general el colegio me cuidó y procuró no sólo por mi educación; sino por mi salud mental y emocional. Así terminé la preparatoria.

Mi hijo nació cuando yo tenía 16 años. Sin papá, sin el papá de mi hijo, sin redes de apoyo, sin dinero, sin estudios, viviendo con depresión. La combinación de amar infinitamente a alguien y al mismo tiempo no saber qué hace aquí es lo más extraño que he sentido en mi vida. A los 18 años le entregué mi hijo a mi mamá porque no podía cuidarle. Antes de eso hubieron noches que dormíamos en un OXXO o en casas de amigas porque no teníamos dónde vivir. Nos expusimos a situaciones peligrosas por no tener un lugar seguro. A partir de ahí, lloraba todas las noches. Tenía un plan para recuperarlo y darnos la vida que soñaba en mi cabeza, pero no lograba salir de la cama. Durante años fue un ir y venir de casa, de ciudad, de manos. Intentaba ser la mamá que quería ser, pero al mismo tiempo reconocía que no estaba en mis capacidades darle lo mejor y volvía a entregarlo a mi madre. A los 19 años, sobreviví a una desaparición forzada con tortura y violencia sexual. Aún vivía con depresión. A mi lista de problemas, se sumaron estrés postraumático, delirio de persecución, pensamientos suicidas, obesidad y claustrofobia . Aparte la culpa de no poder ser una mamá presente. A los 20 intenté suicidarme. A los 28 años ya pesaba 125 kilos y pasaba todavía mis días en cama.

“Han sido años de lucha constante por mantener mi salud física y mental. Por cuidar y sanar la de mi hijo y que sepa que nada de esto ha sido su culpa. Hoy tengo 33 años, mi hijo está por cumplir 17 y lo único que puedo decir es que ninguna niña debería ser madre.”

Han sido años de lucha constante por mantener mi salud física y mental. Por cuidar y sanar la de mi hijo y que sepa que nada de esto ha sido su culpa. Hoy tengo 33 años, mi hijo está por cumplir 17 y lo único que puedo decir es que ninguna niña debería ser madre. Ningún niño o niña debería de vivir las circunstancias que ha vivido mi hijo, las cuales le arrebataron gran parte de su niñez y su adolescencia. Y nos arrebató la oportunidad de poder gozar y disfrutar tantas etapas. Nuestros hijos merecen paz. Merecen amor. Merecen que quienes les criamos estemos en las mejores condiciones físicas, emocionales, mentales y económicas para poderles cuidar. Nosotras y nuestros hijos merecemos y necesitamos redes de apoyo para poder criar, sanar y crecer. Hoy tengo 33 años, he abrazado a miles de mujeres que vivieron y viven lo que yo. Todas nos estamos recuperando. Vivimos con nuestra salud y nuestra economía pendiendo de un hilo, siendo señaladas, juzgadas y abandonadas por el Estado y la sociedad.

Hoy a los 33 años sigo luchando contra la depresión. Venciendo el miedo, venciendo la culpa, venciendo el dolor, con mi hijo a un lado e intentando hacerlo siempre y cada día mejor. EP

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