Y miré la noche y ya no era oscura, era de lentejuelas…

Ever Aceves nos comparte su testimonio siendo una mujer trans no binaria: los rechazos que ha padecido, los despidos injustificados, las miradas reprobatorias, pero también los momentos de libertad, de reconocimiento, de apoyo y aquellos en los que todo lo vale por ponerse el plumaje que se renueva todos los días y que le permite volar.

Texto de 15/10/21

Ever Aceves nos comparte su testimonio siendo una mujer trans no binaria: los rechazos que ha padecido, los despidos injustificados, las miradas reprobatorias, pero también los momentos de libertad, de reconocimiento, de apoyo y aquellos en los que todo lo vale por ponerse el plumaje que se renueva todos los días y que le permite volar.

Tiempo de lectura: 14 minutos

el miedo de dejar de ser uno mismo
ya para siempre

Xavier Villaurrutia.

A muy temprana edad me preguntaba por qué la mujer estaba envuelta en la delicada finura de la belleza. Vestidos de flores extáticas que parecían desbordarse de la tela para acompañar sus pasos al caminar, pasos a su vez garbosos; un lenguaje corporal ligero y expresivo por su soltura; calzado de todas las formas imaginables: botas, zapatillas, sandalias, stilettos, con o sin broches, cubiertos o descubiertos, de tacón grueso o delgado, alto o bajo, todas las gamas de colores y texturas; blusas que bien pudieran ser elegantes cortinas blancas, o bien, blusas con estampados más silvestres que el mismo tigre; abrigos de pelo de una suavidad alucinante; en la playa, shorts para presumir los muslos; en la intimidad, transparencias que revelan los eróticos misterios del cuerpo. Y así en la boda, en la oficina, en las fiestas de disfraces —como María Antonieta y sus pelucas compuestas de objetos insólitos, pedrería, pájaros y demás escenas históricas—, hasta en los velorios, que bien pudieran confundirse con pasarelas; o bien, lentes esféricamente gigantescos, o pequeños y puntiagudos, según la época; anillos, pulseras, collares, cinturones, peinados, uñas, aretes, y ni hablar del maquillaje…

Vemos lo que queremos, dice Francisco González Crussí. Esa permisividad fulgurante fue la que me cautivó por completo desde que tengo memoria, pues vi al cuerpo femenino como una escultura en movimiento, un lienzo humano diariamente decorado, esculpido con infinitud de telas y accesorios, perfumado con fragancias florales. Obra estética fugaz que al día siguiente sería otra, renovada con colores, metales y fragancias diferentes.

El atuendo como un acto ceremonioso y efímero del cuerpo femenino. Un tejido misterioso que me atrapó desde mis recuerdos de infante, siendo la feminidad esa magia infinita, ese mar de colores jamás antes vistos habitado por formas inacabables; un mar en el que sólo las mujeres, por alguna razón incomprensible y desconocida, podían sumergirse.

En el caso de los hombres todo era decepcionantemente más aburrido. Los mismos colores, las mismas formas rectas; una formalidad agobiante en el caminar, en el vestir, en el hablar. El lenguaje masculino, en toda su expresión, me resultaba aplastante. Lo peor de todo era que yo estaba de ese lado —o al menos así me lo hacían ver—, el de la inflexibilidad, el de la escultura estática y estoica, esa escultura que usa a diario zapatos distintamente iguales y trajes de colores nublados. Un invierno eterno.

“La respuesta a mis cuestionamientos era la renuencia social por ver a un niño revestido, impregnado, del universo femenino. La arraigada idea tan patriarcal como dicotómica y maniquea de que sólo hay dos posibilidades del género en este mundo: el rosa y el azul.”

¿Por qué todo era más estilizado de aquel otro lado, mi anhelada isla utópica?, ¿por qué era imposible que yo me mudara a la isla de los adornos?, y, sobre todo, ¿por qué tenía que ser utópica? La respuesta a mis cuestionamientos era la renuencia social por ver a un niño revestido, impregnado, del universo femenino. La arraigada idea tan patriarcal como dicotómica y maniquea de que sólo hay dos posibilidades del género en este mundo: el rosa y el azul.

(Curiosamente, la manta en la que me envolvieron tras exhalar mi primer respiro fue amarilla. ¿Una especie de premonición cromática?)

Marioneta
He sido un personaje,
una marioneta en el escenario.
De un “hombre” es este traje.
Soy yo un teatro a diario,
de camerino oculto e incendiario.

Todo lo femenino en mí, concluí, debo suprimirlo. En esa confusión para distinguir cómo debía o no mostrarme al mundo, incluso oculté mi fascinación por el 7 y el 5. Pensaba que mis números arábigos predilectos eran femeninos. 

Con el paso del tiempo fui dilucidando qué era permisible en mi expresión y qué no. Me di cuenta de que mis comportamientos “rudos” eran aplaudidos, y que aquellos más “sensibles” y calmados, para mi desgracia —porque eran los más frecuentes— eran señalados y fuertemente juzgados.

En la primaria, y de manera bastante consciente, comencé a imitar comportamientos socialmente acotados como masculinos, con el propósito de irme protegiendo con una armadura ante el rechazo social. Una armadura que día a día reforzaba observando a mis compañeros —aquellos que, por cierto, me parecían atractivos—, con el propósito de ir internalizando sus conductas, sus expresiones, para no ser objeto de miradas extrañas. Jugué futbol, participé en juegos agresivos que involucraban la fuerza física. Ya en la secundaria tuve una novia para ser fácilmente identificada como hombre heterosexual y, además, cisgénero: lo completamente opuesto a mí.

Soldado en la acera

Nací de un árbol
y de un árbol caí.

Pisé tierra
y un ejército de hormigas
sobre mí se abalanzó.

Me invadieron de ponzoñosas picaduras.

Ese veneno provocó que me levantara
[adelita de acero],

abrió mis ojos,
silenció al silencio
para proclamar la verdad.

Ese veneno perfumado
se impregna
en las venas
de mis pies
al caminar por la acera
con mis tacones
de azogue

que asombran al asfalto,
que pisan miradas,
que pisan rumores.

Fue en la preparatoria cuando salí por vez primera del clóset, como hombre gay. Así estuve relativamente cómoda hasta terminada mi licenciatura. Fue un camino un tanto difícil. Sin embargo, algo en mí no terminaba de cuadrar. Ya en la licenciatura estaba consciente de ello, ya sabía qué era, simplemente decidí hacer caso omiso, pues bastante trabajo me había costado establecerme en la sociedad como hombre gay cis. Hasta que decidí abrir esas cortinas que nublaban mi claridad. 

De grande quiero ser mujer

El 31 de marzo del 2020, día de la visibilidad trans, salí del clóset por segunda vez. Hablé claro con mi familia nuclear. legué a la cocina de mi casa, en donde estaban mis padres, les dije que quería hablar con ellos y les pedí que fuéramos a la sala —nunca había utilizado esa frase—. La respuesta en el semblante de mis padres fue natural: una especie de espanto, incertidumbre, pero también de que había llegado el momento irremediable para hablar de eso. Fui completamente franca, traté de hacerlo, dentro de lo posible, lo más entendible para ellos: “Llevo mucho tiempo queriendo hablar con ustedes sobre esto. Mis hermanos ya están al tanto, no se preocupen, no es nada grave: Mi identidad de género no corresponde con el género que me fue asignado al nacer. No me siento un hombre, me siento más identificado con una mujer en todos los sentidos. Es como si mi cuerpo fuera un cascarón de hombre, pero un cascarón habitado por un cerebro de mujer. Esto lo he sentido desde que tengo memoria, desde mi primer recuerdo, cuando por inercia me dirigía a tus botas, a tus tacones —le dije a mi mamá—, y me sumergía en ellos para observarme en el espejo, para fundirme con ellos; o cuando me ponía telas de algodón blanco sobre mi cabeza para simular una larga cabellera blanca. Recuerdo cuando, un día en el que jugábamos mis hermanos y yo en la casa, con mi trapo blanco sobre mi cabeza, mi hermano mayor me preguntó: ‘¿Qué quieres ser de grande?’ y genuinamente respondí: ‘De grande quiero ser mujer’, y ambos se voltearon a ver, contrariados por mi respuesta alejada de algún oficio como los que ellos respondieron.

“Me aterra la idea de llegar a más edad y que el exceso de andrógenos con el tiempo haga lo suyo y esculpa en mi cuerpo la figura de un hombre indeleble, pero, al mismo tiempo, no sé si quiera tener rasgos anatómicos más feminizados a través de métodos quirúrgicos u hormonales.”.

Me preguntaron si pensaba cambiar mi cuerpo, mi arreglo personal. Les respondí que mi vestimenta sí, que mi cuerpo aún no: “Me hubiera encantado nacer en un cuerpo de mujer, pero no tengo la certeza de querer cambiarlo a esta edad, tengo una historia recorrida, tengo un cuerpo que me ha acompañado toda mi vida, y no sé si quisiera cambiarlo, tengo miedo. Me gusta mi cuerpo actualmente, me gusta la forma de mi cuerpo, de hecho mi cuerpo es muy femenino, muy contorneado, creo que eso es lo que más me gusta de mi cuerpo: sus curvas, mis piernas, mis pompas, mi cintura. Tengo un cuerpo muy estilizado”. Cabe mencionar que desde hace varios meses he procrastinado el ejercicio, ya no sé qué músculos ejercitar, pues no sé si quiero tener un cuerpo más “masculino” o “femenino”. No quiero hacer ejercicios de espalda ni de bíceps, porque fácilmente se contornean, adoptan formas que me atraen en los hombres, pero que me horrorizan un poco en mí. Me aterra la idea de llegar a más edad y que el exceso de andrógenos con el tiempo haga lo suyo y esculpa en mi cuerpo la figura de un hombre indeleble, pero, al mismo tiempo, no sé si quiera tener rasgos anatómicos más feminizados a través de métodos quirúrgicos u hormonales. Aún no lo sé y me inquieta el no poder pausar mi juventud, el tiempo sigue transcurriendo y mi cuerpo con él.

Mis padres, reaccionaron sorprendidos ante mis declaraciones, pero era una sorpresa que ya esperaban, como cuando se conoce el regalo que traerán los Reyes Magos. Con una comprensión que les agradezco mucho, me hicieron saber que pondrían todo de su parte para entenderme y aceptarme: “Nos va a costar mucho trabajo aceptarlo, pero te amamos, y de eso no tengas duda”, acompañado por un temor al “qué dirán” de la familia, las amigas de mi mamá, los vecinos. Mi hermano intervino: “Eso no importa, lo que importa es que Ever esté bien”. Fue una tarde gris, lágrimas cayeron del cielo y de los ojos de mis padres, y de los míos también. Es inevitable no sentir una especie de decepción ante la ruptura de las expectativas.

La situación ha mejorado bastante desde aquella plática, el esfuerzo de mis padres va germinando día con día. El acompañamiento testimonial de otros padres con hijxs trans ha sido de mucha ayuda.

La transfobia corporativa o Pinkwashing

Como si fuera poco, al poco tiempo me enfrenté con un caso de discriminación laboral en Amazon. Ocupaba una posición corporativa a nivel global representando a Latinoamérica, un puesto importante que tenía mucha visibilidad en otros países. Cuando sentí la confianza suficiente con mi equipo, comencé a maquillarme, y así aparecía en mis videollamadas, cosa que al poco tiempo terminó convirtiéndose en una serie de pretextos, para despedirme, inventados por el negocio, argumentos que se contrariaban con los resultados satisfactorios de mi desempeño, así como por las referencias de otrxs compañerxs de diferentes partes del mundo. Me despidieron injustificadamente, les exigí mi liquidación, pero me vi obligada a firmar una renuncia, pues si no la firmaba, me advirtieron, me quedaría sin siquiera el finiquito que en ese momento me haría falta, pues me despidieron con menos de dos semanas de anticipación y no contaba con otra oferta a la mano. En plena pandemia, caí en una especie de frustración. Con la presión, rabia, decepción y tristeza encima, simplemente accedí a firmar esa renuncia, o más bien, ese despido injustificado del que no había hablado hasta hoy. Mis colegas del trabajo, sorprendidos, se ofrecieron a apoyarme con recomendaciones para mi siguiente empleo. 

Esa insensibilidad, ese pinkwashing, ese despedir a la única mujer trans en Amazon México, —porque Amazon no es lo que dice su “publicidad inclusiva” aunque muchos “activistas” le hagan propaganda—, cayó como meteorito sobre mi familia. Se corroboraba lo contrario de lo que yo les había tratado de asegurar a mis padres: “No se preocupen por mi situación laboral, el mundo está cambiando, las empresas también…” Ciertamente va cambiando, pero en el camino de esa evolución hay muchas trampas engañosas, como esta. Y no me arrepiento de haberme pintado los labios y las uñas frente a la computadora de mi trabajo, al contrario, me lo reconozco.

Simultáneamente, en Milenio Diario, junto a otra compañera periodista trans, me invitaron a colaborar en un espacio de opinión para hablar sobre temas relacionados con la equidad de género. Acepté, pero dicho espacio se vio censurado al 100% tras escribir —evidenciar— acerca de la transfobia en grupos feministas radicales trans-excluyentes de México. Jamás salió ninguno de mis artículos en ese medio. Nuevamente el pinkwashing. Esta vez, al interior del periodismo.

Mujer trans no binaria

Al día de hoy me asumo como mujer transgénero no binaria, porque me identifico con el género femenino en un 90%, el 10% restante es la conciencia de saber que no soy una mujer cis, pero al mismo tiempo, la certeza de que tampoco soy un hombre; es el cuestionamiento, mi género suspendido, no binario.

“…la certeza de que tampoco soy un hombre; es el cuestionamiento, mi género suspendido, no binario.”

Mi comportamiento no es afeminado, no obstante, una mujer no es mujer en la medida de su amaneramiento —concepto, por cierto, aplicado sólo a los hombres— pues se da por sentado que la mujer es amanerada por naturaleza, por su “sensibilidad”; mientras que, en los hombres “no es natural ser amanerado, femenino”. Estereotipos machistas y reduccionistas, por supuesto.

Mis pronombres son él y ella. Con ambos me identifico, aunque me cuesta trabajo utilizar el femenino aún. No es sencillo haber recorrido un cuarto de siglo con él y de un día a otro reemplazarlo categóricamente por ella. No sé si algún día lo haré, realmente con ambos estoy bien. 

Cuando utilizo el pronombre femenino en mí, siento que estoy arriba de un escenario tratando de personificar a una mujer, escucho mi voz, esa voz que siempre ha sido él, pero que a la vez siempre ha querido ser ella, y es como si tuviera que agregar manualmente a la computadora imaginaria de mi cerebro el ella. Ese proceso cognoscitivo es trabajoso, y sigo confeccionándolo para poder utilizarlo con mayor naturalidad. Con frecuencia armo embrollos lingüísticos con el propósito de evadir los pronombres: “me encuentro bien”, “me da gusto estar aquí”, así me evito adjudicarme cualquier pronombre. Me cuesta trabajo decidir con quién sí y con quién no usar el pronombre femenino, cuando eso sucede acudo al masculino como salida fácil, mi colchón de comodidad obligada a la que ya estaba acostumbrada.

Es de celebrarse que se visibilice el pronombre elle. Desde el lenguaje surgen las revoluciones, los cambios, la visibilidad. Como ejemplo, Argentina, primer país en Latinoamérica susceptible de elegir el género no binario en la identificación oficial.

Respeto el pronombre elle, pero no me identifica, mas no por eso dejaré de utilizarlo para incluir a la población no binaria que sí se identifica. Con frecuencia, si te asumes no binario, inmediatamente viene la ola de queride, linde, qué guape, etc. Entiendo que el momento histórico hace acudir cada vez con mayor frecuencia al género no binario en el lenguaje escrito y hablado, repito, así es como se van gestando los cambios, sin embargo, hace asumir —a veces equivocadamente— el pronombre de personas no binarias, como en mi caso. Cuando esto pasa, sé que su intención es darle espacio a la inclusión, y está bien. Sin embargo, es mejor aún preguntar con qué pronombre(s) se identifica la otra persona.

El plumaje

La vestimenta, muchos dirán, es sólo un capricho, “¿cuál es tu necedad de usar esto o aquello, si sólo es ropa?” Para alguien cisgénero, es decir, que su identidad de género corresponde con la identidad de género que le fue asignada al nacer, la ropa es sólo un conjunto de telas. Hay, por supuesto, quienes tienen mayor sentido estético en el vestir. Para mí, como mujer transgénero no binaria, la vestimenta es parte de mi piel, es el plumaje que me cobija y me permite volar; el plumaje que se renueva todos los días, como en mis idealizaciones de infancia.

Fácilmente confunden con frivolidad mi obsesión por la vestimenta, pero francamente eso pasa a segundo plano, no hago daño a nadie decorando mi cuerpo. Una vez dentro de esta isla fantástica, la de los adornos, me encuentro sumergida en un abismo infinito en el que los límites no existen y toda combinación es posible. Como el camaleón que cambia los colores de su cuerpo debido a los cristales de su piel, así yo, cambio mi plumaje para cristalizarme en el espacio. Me vuelvo un chupamirto pluriforme, un colibrí tornasolado imposible de enjaular.

“Una vez dentro de esta isla fantástica, la de los adornos, me encuentro sumergida en un abismo infinito en el que los límites no existen y toda combinación es posible.”.

Hay quienes se ofenden por mi “atrevimiento”, mi insolencia atávica. Con frecuencia me encuentro frente a personas de edad avanzada que me observan como si les acabara de mentar la madre, o como si no les hubiera dado el paso al conducir en la avenida. En un inicio eso me hacía sentir culpable, como si les debiera una disculpa. Ahora ya no. Antier incluso solté la carcajada cuando, boquiabierto, un adulto mayor me vio como si estuviera viendo a la Santísima Virgen en persona; las señoras con frecuencia me avientan una mirada como la del toro al capote de brega rojo.

Pero en esas miradas realmente no hay distingo de edad. Las de lxs niñxs molestan, pero al mismo tiempo sé que, involuntariamente —o tal vez voluntariamente—, les estoy dando la educación que probablemente nunca obtendrán de sus xadres: la normalización y el respeto de géneros no normativos, no cisheteropatriarcales. Su inocencia viene acompañada de un sentido laxo del respeto ajeno, pero al final ellxs no son culpables de la educación que reciben, son sólo receptáculos del aprendizaje que en un futuro les tocará cuestionar. Entre lxs jóvenes hay más aceptación, principalmente de mujeres cis, que suelen abrazar sin ataduras mi expresión. Algo muy extraño que no me pasaba antes es que, con bastante frecuencia, en el banco, en restaurantes, en muchos lugares, se acercan mujeres de todas las edades para hacerme un fraternal y genuino halago sobre mis plataformas, sacos, collares, sobre mi vestimenta en general. En esos momentos siento una profunda paz, es como si sus palabras fueran un abrazo. Agua de mar fresca sobre una herida antigua, pero viva.

Por otro lado, a los hombres cis aún causo cierta incertidumbre, a veces no saben cómo actuar, sobre todo si no nos conocemos. Si lo describiera en una palabra, diría que constantemente hay nerviosismo.

Último aliento

Soy una nebulosa
de cuerpo aparente
compuesto de luces astrales
luces femeninas

Crecí como el polvo,
acumulando cuestionamientos

Desconozco mi futuro,
tiempo enramado
péndulos detenidos.
Sólo sé que mi último aliento

lo habrá dado una mujer

Entrar a un sanitario se vuelve una experiencia plagada de ansiedad. Si entro al baño de hombres, me suelen mirar con morbo o con burla; en el de mujeres me ven como invasora. Las miradas en ambos baños me hacen sentir como pez en un aviario. No hay baño binario en el que me sienta cómoda por completo, sin embargo, entro más al de mujeres porque me siento más segura, me identifico más con ese baño y, en general, me aceptan mejor ahí. Cabe mencionar que, por ley, se entra al sanitario que corresponda con la identidad de género, no con la genitalidad.

“Las miradas en ambos baños me hacen sentir como pez en un aviario. No hay baño binario en el que me sienta cómoda por completo…”

Algo similar sucede en mis relaciones afectivas. Con frecuencia pareciera “no ser lo suficientemente mujer —ni lo suficientemente hombre—” para resultar atractiva a un hombre. Aún así, prefiero mi libertad. Ya viví lo suficiente como para darme cuenta de que obedecer a las reglas sociales cisheteronormadas sólo me deja insatisfacciones asfixiantes, me aleja de mi verdadero yo.

Ir contra la corriente

Como dice Óscar de la Borbolla, se necesita rebeldía en el pensar para ir contra la corriente, agrego, contra esa marea de ojos juzgones y malintencionados, incluyendo a feministas radicales que, si ven a una mujer trans en frente, la abofetearían con un guante color de odio, color de un feminismo separatista, “para no ser violentadas por hombres ni por machos disfrazados de hembra”, como nos llaman estas mujeres fanáticas y ciegamente totalitaristas.

Una amiga de la licenciatura fue víctima de feminicidio meses atrás. Me dispuse a acudir a la marcha que se organizó, de la cual me enteré en el grupo estudiantil de Facebook de mi facultad. Al darme cuenta de que era una marcha separatista, y que hacían énfasis en que no asistiera ni un solo hombre, cuestioné a las organizadoras, preguntando a quién se consideraría “mujer” y a quién “hombre” en dicha marcha, ¿acaso se asomarían a la entrepierna para calificar el género de acuerdo a la biología de lxs manifestantes? Desconocía en qué categoría entraría yo para ellas, porque indudablemente estaba interesada en acudir a aquella marcha. No sólo porque era mi amiga, también porque era lesbiana, y porque ninguna mujer debe pasar por lo que ella. Sufrí un sinnúmero de amenazas, ataques y expulsión de dicho grupo de Facebook.

No cabe duda de que no dejar un espacio para la duda, practicar la crítica simple, ensimismada, sin escuchar razones, nubla la mirada. Cito de nuevo a De la Borbolla: pensar a medias produce fanatismos. Y ese fanatismo refuerza la idea de las mujeres trans como diana del patriarcado, en la que el feminismo radical trans-excluyente, el machismo y la transfobia, son dardos punzantes.

Maquillo mi rostro

Maquillo mi rostro
con sombras negras alargadas,
que son la reminiscencia
de mis expandidas alas.

Y aunque sigue siendo complicado sentir ese inevitable extranjerismo de mi cuerpo frente a mi identidad de género —mi naturaleza silvestre—, he decidido soltar las lianas, esas lianas que estaban oprimidas por creencias francamente absurdas: y me solté el cabello, me vestí de reina, me puse tacones, me pinté y era bella… tus cadenas ya no pueden pararme. Y miré la noche y ya no era oscura, era de lentejuelas.

Y sí, en la gente hay reacciones, todos me miran, porque la gente no suele estar acostumbrada a ver a una mujer trans no binaria sin ataduras, una mujer trans libre. Eso incomoda, molesta, porque la Historia y el Estado nos han sepultado, pero hoy estamos reclamando ese respeto que históricamente se nos debe. Como ejemplos legales, el reciente decreto para que mayores de 12 años puedan tramitar su cambio de género en su acta de nacimiento en la Ciudad de México, o bien, la Ley de Identidad de Género en el Estado de México.

Sin embargo, falta mucho aún por avanzar, y por expandirse en la república mexicana, porque los avances más significativos en materia de diversidad se encuentran principalmente en el centro del país.

Ese huir constante —diario— de mí misma, ya no existe más. La vampiresa que antes se escondía de la luz pública, que antes llegaba a su castillo por las noches a hurtadillas para despintar sus labios y sus párpados, hoy es vampiresa diurna. 

Cierro mis ojos y veo telas flotando. Cada día me miro en el espejo, y veo en mí una parte de Heliogábalo, a quien seguramente le hubiera gustado ser llamada emperatriz romana en vez de emperador, incomprendida por su anatomía masculina hasta su inexorable asesinato fraguado por la ignorancia y la incomprensión del pueblo romano. Veo su tiara solar coronando mi cabeza, nimbada por la diferencia; veo sus piedras preciosas adornando su irremediable y sublime naturaleza, que también es mía; veo esmeraldas incrustadas en mi pensamiento, con un fulgor desquiciante que me sumerge en una jungla de asfalto, en un lago de espinas del que nace una flor rara. Esa flor rara, soy yo.

“Soy ese sueño que en mi infancia proclamaba en mi desatención de las clases, cuando volteaba por la ventana imaginando habitar el cuerpo de Tormenta (X-Men), con su cabellera larga y blanca, ondulada por los vientos inclementes.”.

Ya lo dijeron Calderón de la Barca y Schopenhauer: no somos más que sueño. Soy ese sueño que en mi infancia proclamaba en mi desatención de las clases, cuando volteaba por la ventana imaginando habitar el cuerpo de Tormenta (X-Men), con su cabellera larga y blanca, ondulada por los vientos inclementes; cuando en medio de las clases me asomaba debajo de mi butaca buscando un libro, imaginando cómo mi cabellera acariciaba el piso de tan larga; cuando a mis escasos años me sumergía en la tina con los ojos cerrados para sentir mis suaves cabellos flotantes, suspendidos, expandiéndose a lo largo de la ingravidez, tiñendo de cabellos negros el agua contenida en aquella tina que envolvía mis más anhelados sueños.

Hoy soy ese sueño. EP

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