Vivir entre luces y sombras

En este entrañable ensayo, Itzabella Ortacelli nos narra cómo es vivir con una discapacidad visual y cómo ha sorteado los retos que esto conlleva.

Texto de 04/08/21

En este entrañable ensayo, Itzabella Ortacelli nos narra cómo es vivir con una discapacidad visual y cómo ha sorteado los retos que esto conlleva.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Cuando me invitaron a escribir este ensayo, no estaba muy segura de cómo enfocarlo. Contar mi vida desde que perdí la vista era repetir uno de los capítulos de mi más reciente libro, Caja de Crayolas. Por otra parte, me sentía un poco harta de hablar de mí misma. Sin embargo, recurriré a algunos ejemplos de mi vida para plasmarlos aquí y ponerlos en contexto.

Para empezar, hay que decir que no nací ciega. Perdí la vista a los once años, producto de una enfermedad llamada lupus. Hubo una época en la que mi mundo fue completa oscuridad, pero con algunos tratamientos logré recuperar hasta un cinco por ciento de mi visión. Con el paso de los años, este porcentaje se ha reducido a un dos por ciento; de tal forma que no alcanzo a ver más allá de cinco centímetros de mi nariz, además de que sólo distingo luces y algunas sombras. Esto es importante mencionarlo, porque gracias a que antaño veía pude adquirir conocimientos como colores, conceptos visuales como la luna, las estrellas, un atardecer, amanecer… 

Aclarado este punto, entremos en materia: ¿cómo es vivir con una discapacidad visual?

Primero, debemos entender que vivimos en un mundo donde el noventa por ciento de la información se nos presenta visualmente. Sin embargo, gracias a la tecnología podemos tener mayor acceso a dicha información: los libros, por ejemplo; podemos leerlos si se nos obsequian en PDF, ayudados por programas llamados «lectores de pantalla», los cuales se instalan en las computadoras y a través del uso del teclado, nos van leyendo en voz alta todo lo que hay en la pantalla. Asimismo, existe otro programa llamado Balabolka, que convierte cualquier archivo en PDF o Word en audiolibro.

No obstante y pese a estos apoyos, la vida de un invidente no es sencilla. Y menos en México. Si bien hay algunos estados donde la cultura de identificar el bastón blanco como sinónimo de apartarse del camino está muy bien inculcada, lo cierto es que se trata de la minoría. La mayoría de la gente que nos ve con el bastón piensa que tenemos algún problema en las piernas; y aun así, no se quitan; si los golpeas con el bastón, se enfadan y, de paso, te insultan por no fijarte. Sobre la cultura vial, no importa cuánto alardee el gobierno por tener autobuses adaptados para los discapacitados, lo cierto es que sus choferes no tienen ni la más remota idea de qué hacer ante la presencia de un ciego; esto nos obliga a optar por tomar mejor taxis, los cuales, aunque te dejan en el sitio que deseas, cada día cobran más caro.

“Si terminé mis estudios, fue gracias al apoyo de dos de mis mejores amigas, las cuales estudiaban conmigo hasta en las madrugadas”.

También tenemos la cuestión de las escuelas. Legalmente, las instituciones regulares tienen la obligación de abrirnos las puertas, pero esta es otra verdad a medias. Cuando perdí la vista, estaba cursando el sexto grado de primaria, en una escuela privada de religiosas. Tanto ese último año como el primero de la secundaria no hubo problemas, pero cuando llegó el cambio de hermanas, mi vida se volvió un infierno durante el segundo y tercero de secundaria. Los profesores se ensañaron conmigo como nunca más lo he vuelto a vivir. Algunos se negaban a enseñarme, otros me decían que para qué estudiaba, si nadie allá afuera me iba a dar trabajo; otros más aseguraban estar haciéndome un favor al discriminarme, porque el mundo era cruel y despiadado, y seguramente me iban a tratar peor de como ellos lo hacían. Si terminé mis estudios, fue gracias al apoyo de dos de mis mejores amigas, las cuales estudiaban conmigo hasta en las madrugadas. Al final, llegó el día en que la monja encargada de la secundaria le anunció a mi mamá que yo no podía continuar en esa escuela, ya que ahí sólo aceptaban a personas normales. Aun así, logré finalizar esa espantosa etapa de mi vida. Y no sólo eso, sino que obtuve notas extraordinarias, tomando en cuenta las trabas que  me pusieron tanto mis maestros como las religiosas.

Pero la cosa no terminó allí.

Abandoné esa escuela y al no encontrar sitio para mí, decidí estudiar la preparatoria abierta. Más grande fue mi sorpresa cuando luego de que llegara el supervisor de las preparatorias abiertas a nivel secretaría, me echaran del sistema argumentando que mi capacidad intelectual era deficiente y saboteando cada examen que presentaba. Frustrada, dolida e impotente, dejé la prepa abierta y encontré un sitio privado que me abrió sus puertas para estudiar el bachillerato. Fue la época más feliz que recuerdo; aunque hubo discriminación por parte de maestros y compañeros de clase, para nada se comparó con lo que había vivido en la secundaria. Por esas fechas yo ya había comenzado a escribir y tenía el primer borrador de la que sería mi primera novela de fantasía. Así que le pregunté a mi maestro de literatura si creía que tenía talento; cuando leyó lo que llevaba escrito, me dijo que era fascinante y que, si yo quería, podía preguntar en la UNACH para ver si me aceptaban a fin de que pudiese estudiar letras. Encantada le respondí que sí; pero, de nuevo, la vida me preparó una desilusión amarga: a pesar de que mi profesor habló maravillas de mí con los encargados, le dijeron que no estaban dispuestos a admitirme, ni mucho menos a darme algún tipo de apoyo.

Terminé el bachillerato con honores, y acto seguido me fui a vivir con una tía a Córdoba, Veracruz, con el objetivo de perfeccionar mi técnica del bastón blanco y aprender lo básico del braille. También aprendí una que otra técnica de cocina, aunque debo admitir que ni el braille ni la cocina terminamos de congeniar del todo. Y sobre el bastón… nunca aprendí a cruzar las calles: descubrí que tengo un problema de audición que me dificulta detectar el sonido de los autos al aproximarse. De cualquier forma, el viaje me sirvió para hacer nuevas amistades con personas con mi misma condición, volverme más independiente y decidir que si no podía estudiar literatura, estudiaría psicología.

“Caí en una profunda depresión, y comencé a pensar que las personas de mi pasado habían tenido razón: yo jamás podría ser una persona productiva”.

Así pues, regresé a mi tierra —Tapachula, Chiapas— y volví a buscar apoyo en la institución que alguna vez me dio toda la ayuda posible para llevar a cabo mis estudios: el IESCH. Mi paso por la universidad fue toda una montaña rusa, con subidas y bajadas; momentos gratos y no tanto; compañeros que me quisieron y otros que me odiaron; maestros que me dejaron grandes enseñanzas y otros que se empeñaron en que no terminara la carrera. Pero para disgusto de estos últimos, me titulé por promedio y, encima, obtuve el primer lugar de mi clase. Un año más tarde, ya estaba dando consulta privada en un modesto y prestado consultorio que mi madre me había cedido. Después tuve otro empleo en el área de captación de alumnos en la Universidad Internacional del Conocimiento e Investigación, pero me di cuenta de que eso no era lo mío y que mi cuerpo no podía soportar el ritmo de trabajo. No es como que me hubiesen explotado o algo parecido, la verdad es que apenas cumplía las ocho horas laborales diarias —salvo uno que otro día en el que salíamos un tilín más tarde—, pero el tipo de lupus que padezco no me dio tregua: recaí al desarrollar epilepsia y, posteriormente, psicosis.

Ese fue el fin de mis días laborales como una persona «normal». Me medicaron, no obstante me fue imposible retomar un ritmo de trabajo como el resto de personas; cada vez que lo intentaba o los ataques epilépticos volvían, o lo hacían las alucinaciones. Caí en una profunda depresión, y comencé a pensar que las personas de mi pasado habían tenido razón: yo jamás podría ser una persona productiva. Para colmo de males, mi padre murió a inicios de febrero y eso terminó por hundirme, hasta que una amiga me sugirió llevar terapia psicológica aparte de la psiquiátrica; así lo hice. Fue como renacer, aprendí a ver mis enfermedades desde otra perspectiva y comencé a ponerle más empeño a mi trabajo literario. Entré a concursos internacionales, envié una nueva obra a editorial y autopubliqué mi primer libro de autoayuda. Este último tuvo un éxito que nunca creí que tendría, y más tarde me enteré de que había quedado como finalista en un concurso de cuento infantil en España. A continuación, vino la gran sorpresa desde Argentina: habían valorado mi obra y les había gustado, por lo que firmé contrato con ellos para publicarla.

“Una vez perdida la vista, hay que aprender todo de nuevo, desde bañarse, comer y vestirse; y, por supuesto, aprender a desarrollar los otros sentidos”.

Con esto último quiero dejar bien claras dos cosas: los invidentes no la tenemos fácil. Una vez perdida la vista, hay que aprender todo de nuevo, desde bañarse, comer y vestirse; y, por supuesto, aprender a desarrollar los otros sentidos: aunque en las películas te muestran como que estos se desarrollan por arte de magia, la verdad es que no es así. Hay que entrenar. Contar con el apoyo de la familia. Sin embargo, y este es el segundo punto: no importa cuántas enfermedades tengamos aparte de la discapacidad visual —porque, aunque no lo crean, somos muchos los invidentes en esta situación—, el salir adelante, sonreírle a la vida, dependerá principalmente de nosotros. ¿Que el mundo no está educado para acogernos? Pues no, pero si nosotros no salimos y demostramos al mundo de lo que somos capaces esto tampoco va a mejorar. Somos los únicos que podemos reeducar a la sociedad, porque somos los únicos que sabemos cómo es la vida de un ciego. Y si esta nos da la espalda, lo mejor es darle una nalgada.Al fin y al cabo, ¿qué mejor que un ciego para hacer cosas con las manos? EP

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