A veces nos damos cuenta de lo que sentimos por el otro cuando hay un tránsito difícil, cuando se ponen en entredicho la salud y la vida. Eso le pasó a la editora y escritora Mariana Ortiz cuando su novio, Alonso, también colaborador nuestro, terminó en el hospital. ¿Cuáles son los límites cuando se quiere?, ¿cómo entrar a la dinámica del cariño y el cuidado cuando son necesarios? Este bello texto es una invitación a la intimidad y a la reflexión.
No seré yo quien te deje morir
A veces nos damos cuenta de lo que sentimos por el otro cuando hay un tránsito difícil, cuando se ponen en entredicho la salud y la vida. Eso le pasó a la editora y escritora Mariana Ortiz cuando su novio, Alonso, también colaborador nuestro, terminó en el hospital. ¿Cuáles son los límites cuando se quiere?, ¿cómo entrar a la dinámica del cariño y el cuidado cuando son necesarios? Este bello texto es una invitación a la intimidad y a la reflexión.
Texto de Mariana Ortiz 27/08/21
pensamos que es para toda la vida
y así seguimos.
El martes 22 de junio le dio un infarto a Alonso, mi novio. La aseveración refleja con exactitud esa porción de realidad. La intensidad se difumina con el tiempo, pero algo permanece, la sensación al repetirlo —le dio un infarto— como sentencia y fin, como una mancha de aceite sobre el vestido blanco, como sangre seca que se adhiere a la piel.
Quisiera decir que llegué al hospital tan pronto como pude, pero en cuanto revivo esos recuerdos ya contaminados sé que dudé en salir de la oficina y cuando por fin me decidí a abandonarla, un uber me canceló y otro se tardó diez minutos en llegar; Alonso no dejaba de ir de un lugar a otro, cambiándome la ubicación. Quisiera haber tenido más minutos con él, anteriores a la avalancha de espacios interrumpidos por cardiólogos. Tontamente quisiera haber tenido más tiempo, no para prevenir lo que iba a pasar, sino para guardar el momento que luego se traspapela con lo peor.
Lo vi meterse a la sala de urgencias y me quedé esperándolo por horas. Pensé: seguro es una indigestión, ya falté al trabajo otra vez, tal vez comamos rico hoy. Salían doctoras y enfermeras que iban a otros pisos, corrían literalmente de abajo para arriba, ¿qué habrá más allá del cuadro en el que estoy? Por el corredor pasaba gente que iba a consulta o a pagar o por medicinas o a quién sabe dónde. Frente a mí se dibujaba una fuente sin agua, rodeada de vegetación bien cuidada, un verde potente me distraía de que aquello era, en efecto, el Hospital de Jesús. Me reí de lo absurdo que resultaba encontrarme en una sala de urgencias y que esa mañana estuviera tan inactiva.
Ya comenzaba a divagar cuando salió una enfermera a preguntarme si era su familiar y no, dije, soy su novia. Como si ser pareja de alguien no implicara ya una familiaridad, una relación, un vínculo de familia por elección; como si el deseo de ser algo no estuviera ahí todos los días —qué es la familia, qué son los lazos que nos mantienen unidos a alguien, ¿de quién son?—. Antes de que se volviera a meter le pregunté ansiosa si Alonso estaba bien y me contestó con el “más o menos” más honesto que haya recibido nunca. Me pidieron que recogiera sus cosas: cartera, llaves, celular y una receta de la farmacia que indicaba, con urgencia, acudir al hospital más cercano. Me pidieron su nombre completo e identificación, firmar papeles de ingreso a urgencias y de nuevo esperar. No sabía lo que estaba haciendo: a todo decía que sí. La doctora que salió tiempo después me dijo algo para lo que no estaba preparada —¿lo estará alguien alguna vez?—: le está dando un infarto, lo tenemos que internar. Lo demás lo dejé de escuchar. A cada oración, un nudo se apretaba más en mi garganta, rasgándome, y juro que por poco me hace sangrar. Tenía la visión nublada por los lentes empañados ante el anuncio inminente de un montón de lágrimas, asentía con la cabeza como si de verdad supiera qué es el miocardio. Todo me duró un segundo, luego lloras, ahorita no.
*
Mientras él se encontraba tendido en una cama de hospital sin poder hablar, yo me recostaba cuanto tiempo fuera posible en el sillón para descansar la espalda que amenazaba con no dejar de doler. En esos pequeños —diminutos— espacios que asigné para mí recordaba nostálgica los fines de semana anteriores en los que pensábamos que nunca nos había pasado nada. Vivíamos una vida tan despreocupada, hasta que entonces yo tuve que hacerme cargo de él. Por unos cuantos segundos fue una tarea que me dispuse a hacer sola, pero en el momento en que se dibujaron todas las complicaciones hospitalarias, pedí ayuda. Con la pena envuelta entre los dedos, le escribí un mensaje a un amigo, quizá el más cercano de ambos:
Tengo que decirte algo…
Y le conté todo, en dónde estábamos, qué estaba sucediendo, cómo estaba y lo que necesitaba —puntualmente— que hiciera por mí. Era la petición de ayuda menos desesperada que había emitido; a decir verdad, se parecía más a un chisme, pero significaba depositar en alguien más algo de la carga que ya empezaba a acumularse en mí. Vienen tiempos difíciles, me contestó, tal vez a manera de consuelo o de acompañamiento fugaz. Que si vienen tiempos difíciles, ya están aquí. Que si iba a ser peor de lo que estaba viviendo en ese momento, no lo creí. Que me fuera preparando, cómo esperar lo que ya llegó, lo que está aquí frente a nosotros. Como suele suceder con quienes se mantienen a una distancia segura, su mensaje fue una predicción para lo que aún no logra terminar y, si me preguntan en este preciso momento, no creo que acabe nunca.
*
Existen varias razones por las cuales yo, siendo quien soy, tuve que cuidar de él, siendo quien es, pero acaso la más importante —y en todo caso la más significante por las complejidades que vislumbra— es porque lo quiero. Querer a quien se quiere no es una cuestión de voluntad, o sólo lo es hasta cierto punto. Pienso que hace tres años, cuando acordamos voluntariamente declararnos en una relación, yo no tenía idea de la vida que él había vivido anterior a mí, ni él de la mía —para qué, no importa— pero aceptamos porque era el inicio de algo que ambos aún queremos. Se le dice querencia a la acción de amar o querer “bien”, a la tendencia de volver al sitio donde nos criamos o donde nos sentimos acostumbrados a acudir. Cuidar, eso que el cuerpo no olvida, se parece mucho a la querencia.
Hay un pacto de confianza que se firma, creo yo que implícitamente, cuando se cuida a quien necesita ser cuidado. Un contrato en el que la intimidad toma el primer plano y las cosas que suceden dentro de un cuarto de hospital son un secreto entre los dos, una especie de club de la pelea donde la primera regla es no hablar del club de la pelea. Un cuarto de hospital es una casa, no un hogar, donde lo más urgente es salir de ahí, cueste lo que cueste.
Durante años, Alonso se encariñó con la soledad, con la idea de hacer todo sin acompañamiento, con depender solo de él mismo. Por un tiempo le funcionó; luego, un infarto le atravesó el corazón y lo dejó tendido en una cama de hospital por cuatro días. Pienso que uno quiere estar solo hasta que ciertas situaciones específicas lo obligan a no estarlo. Pude decirle tantas cosas, pensamos que es para toda la vida, entonces hacemos como que sí y así seguimos, creyendo que las cosas no tienen nunca un final.
Lo que sigue lo digo no porque quiera revelar parte de su intimidad sino porque es la mía también. En esa conjunción me encuentro como parte de una relación, de un punto de origen y destino, como parte de una comunidad que es de dos que fuimos construyendo. Escribo porque necesito la calma de verlo todo desde una distancia segura, como la de nuestro amigo, pero también porque no quiero olvidar en quién me convertí. Dicho esto, tengo que romper el pacto.
Supongo que creyó que nunca iba a necesitar que alguien le diera de comer, que le ayudara a orinar en un bote (extrañamente llamado “pato”), que estuviera pendiente de la enorme cuenta del hospital, que —como los doctores hacían— también estuviera revisando sus signos vitales a cada hora o que le distrajera lo más que fuera posible. Pero para ser completamente honesta yo olvidé que él, como yo, es un ser humano. Verlo tan disminuido, tan cerca de morirse, de no volver a ser lo que es, me dejó con la voz no quebrada pero rota, por momentos sin respiración, asustada. Me convertí en su cuidadora, no por las actividades que realizaba sino porque el mundo de las cosas que suceden en la vida me impuso quererlo: impedir su muerte, retrasarla lo más que se pudiera, como se pudiera.
Lo cierto es que me convertí en su cuidadora porque él, a su manera y al mismo tiempo, también estaba cuidando a alguien más. A su madre que, asustada, se rehusaba a irse del hospital hasta asegurarse que estuviera bien, a salvo, fuera de cualquier peligro. La cuidaba porque no estaba segura que pudiera aguantar tantas noches en vela, con noticias poco alentadoras una tras otra; porque a sus años un susto ya no es cualquiera; mientras que a los míos, un susto se puede quedar como un eco retumbando en las paredes de mi pecho sin que ello me paralice el corazón.
En todo el tiempo que estuvimos encerrados en aquella habitación azul pastel discutimos por su estancia indefinida, traducida también como dinero que no vería más en sus cuentas y con la amenaza de acabar en ceros, por más tiempo postrado en una cama y por su desesperación que estaba tocando fibras molestas para todo aquel que lo rodeaba. Para mí significaba otro día de no comer bien: desayunar un cigarro, comer cualquier cosa rápida que podía comprar en el 7-Eleven con el poco dinero que me quedaba en la tarjeta y cenar unos chocorroles que podía comprar en la máquina expendedora que estaba en el piso de arriba. Dormir con una cobija que no lograba cubrirme bien y pasarme días sin bañar. El hartazgo era de los dos.
Una de esas madrugadas estaba tan desesperado por salir que le dijo a la enfermera que en la mañana, a primera hora, quería firmar su alta, que ya no estaría más tiempo ahí. Yo no era nadie para obligarlo a quedarse, pero si existía un vínculo —sentimental, sí, pero también reconocido por la papelería del hospital— que me hacía responsable por él, también estaba llamada a decir algo: te vas a ir cuando te digan que te puedas ir.
Al día siguiente los doctores detectaron una complicación que no era otra cosa distinta a “nos tenemos que quedar otra noche en lo que nos aseguramos que todo está bien”, los pequeños e insignificantes planes que habíamos hecho se opacaron por otro día metidos en aquella caja. Al momento él explotó, se intentó parar de la cama y al no mantener el equilibrio cayó, desconectándose agresiva y violentamente de todos los cables que lo mantenían ahí; sangró y la mancha se quedó en el piso como una amenaza, como un recordatorio urgente. Me gritó que me metiera al baño, no quería que lo viera así y le hice caso, pero ¿acaso no era esa una oportunidad de hacerse cargo?, ¿para qué chingados estaba ahí?, ¿y si no podía levantarse?, ¿y si algo le pasaba en el piso? Salí arrepentida de mi sumisión y el llanto se apoderó de mi voz, de mis ganas de pelear. No podía dejar de llorar, de cubrirme la cara avergonzada por estar ahí. De lo que logré emitir recuerdo tan sólo esto: si quieres hacerlo tú solo, dime y me voy.
¿Cómo cuidar de alguien que no quiere ser cuidado? Qué incompatible es la idea de cuidarse por sí mismo mientras se está conectado a por lo menos cinco cables distintos y con la advertencia de que en cualquier momento todo se puede ir al carajo. Al no querer morir —y esto es: al haber acudido al hospital y decidir quedarse ahí para que lo atendieran—, Alonso estaba manifestando, al menos parcialmente, que quería ser cuidado.
*
La razón por la que no me largué corriendo al segundo tras la sentencia del infarto fue porque no se puede no necesitar de alguien en esas circunstancias; se necesita, por decir lo menos, de una banda de doctores y enfermeros que se hagan cargo de uno. Se necesita dinero, se necesita que alguien firme el acta de ingreso, que alguien reciba las noticias del doctor como puñaladas en el estómago. Me quedé porque hay un problema en querer a alguien, en eso que llaman amor, y es que eso mismo te hace quedarte en un cuarto de hospital durmiendo mal y comiendo mal con tal de que la otra persona se salve. Me quedé porque lo quiero y ahí me necesitó. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, te quiero.
Ojalá el cuidado se hubiera terminado una vez atravesamos la entrada del hospital, ojalá se quedara encerrado, así como nosotros aquellos cuatro días, pero no. La premonición se cumplía, los tiempos difíciles se trazaron como paisaje urbano frente a mí. El cuidado es trabajo que se distribuye en una red interminable de personas; es una carga para quien tiene que sustituir a quien falta; es un cuerpo cansado, ojeroso, con hambre, débil; es decir que sí a lo que se quiere decir que no; no es abandono, por el contrario, es pura resistencia; el cuidado no es más que la manifestación del cariño y la negación de ver desaparecer a alguien o a algo. Cuidad es querer bien. Es una lucha contra el tiempo, el olvido y, sobre todo, contra la muerte.
Aunque Alonso estuviera fuera de peligro, la sensación de que no estaba a salvo se quedaba impregnada en todo mi cuerpo y en eso estaba sola, me tenía sólo a mí. Mis manos ahora tienen que sostenerlo, mi hombro tiene que estar ahí para que se recargue y pueda dormir, mi sueño tiene que interrumpirse para tomarle la presión y registrarla en el Excel que guardé en mis documentos; mis habilidades de organización tienen que estar a su disposición para verificar que todas las pastillas estén ordenadas por día y hora en el pastillero que le compré, mis fuerzas tienen que hacerse cargo de las suyas, al menos hasta que nuestra normalidad vuelva, si es que algún día vuelve.
¿Y si no vuelve? No seré yo quien te deje morir. EP
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