Mentir por miedo al rechazo

¿Qué lleva a que muchas personas LGBTTTIQ+ oculten su identidad sexual? Mildred Pérez de la Torre relata su entrañable experiencia. #VisibleEnEstePaís🌈

Texto de 16/07/21

¿Qué lleva a que muchas personas LGBTTTIQ+ oculten su identidad sexual? Mildred Pérez de la Torre relata su entrañable experiencia. #VisibleEnEstePaís🌈

Tiempo de lectura: 5 minutos

Por miedo al rechazo, muchas personas LGBTTTIQ+ hemos tenido que mentir durante años, incluso décadas, con tal de evitar las consecuencias de ser quienes somos en un país cisheteronormado. 

Gracias a la pandemia de COVID-19 y a la instrucción de quedarse en casa, mi familia y yo empezamos a reunirnos para convivir y ver videos de cuando mi hermano, mi hermana y yo éramos niños. Me sorprendí mucho al verme en mi cumpleaños 3 o 4, con una espada de plástico envainada al listón de un vestidito muy mono que me puso mi mamá. Noté que, desde muy pequeña, yo era una niña diferente a las demás.

En otro video, me vi en la primaria cuando fui parte de las porras. Me metí —aunque NO quería— porque «eso es lo que hacen las niñas», y ni modo de que todas lo hicieran menos yo. Odiaba ponerme esa faldita blanca, el body superpegadito color fucsia y aprenderme los pasos para bailar al ritmo de mis compañeras agitando un par de pompones. Lo que yo realmente quería era jugar futbol a la hora del recreo, pero no lo hacía porque siempre eran puros niños. Además, en ese entonces casi no veías niñas jugando fut. Benditos mi hermano y nuestros vecinos que me dejaban jugar: era «buena, a pesar de ser niña».

El encierro también me llevó a limpiar mi entorno, tirar cosas viejas, vaciar cajas llenas de cartitas y fotos. Descubrí que, cuando era adolescente, me vestía «como niño». Me gustaba usar camisa, pantalón, colores oscuros, tenis Converse y hasta botas negras. Al verme pensé: «¡No mamar, era un niño!». Tal vez por eso ninguno de los que me gustaban anduvo conmigo. Los niños no quieren andar con «marimachas». Me arrepiento de haber roto la evidencia en pedacitos. 

“Lo que yo realmente quería era jugar futbol a la hora del recreo, pero no lo hacía porque siempre eran puros niños.”

Entre mis cosas encontré una foto de mi amiga Stephanie. Un día, al despedirse de mí, me plantó un piquito en la boca. Aunque fue un segundo, se me fue el aire y tuve que sentarme en un sillón de la sala para respirar. Pensé: «Shit, me gustan las niñas». Esa tarde, Stephanie me llamó: «Mildred, creo que soy bisexual». Fue la primera vez que escuché esa palabra. 

Bastó ese besito para que yo me megaclavara con mi amiga, pero para ella no fue gran cosa. A los pocos días, Steph ya tenía un nuevo novio del cual estaba perdidamente enamorada. No le conté a nadie y me convencí de que eso nunca volvería a pasar. 

Sí, claro que sucedió otra vez. A mis 14, una chica un año mayor que yo me hizo la plática en la escuela. Me dijo que anotara su teléfono y le llamara. Caí redondita. Esa tarde hablé horas y horas con ella hasta que se hizo de noche y se me entumió la oreja. 

Aunque estaba emocionada, sentía angustia porque «algo no estaba bien», «no era normal» que pensara tanto en una chica, ni que conectáramos de esa forma en tantos sentidos. Para hacerles el cuento corto, un día Jackie me plantó un beso en el baño de mujeres en un centro comercial. Un beso laaargo, con todo y lengua. Por poco se me doblan las rodillas. Mientras nos besábamos, sentía un profundo miedo de que alguien abriera la puerta y nos cachara (¡ja!, como si estuviéramos haciendo algo malo). 

Después de mi primer beso lencho, llegó la culpa por sentir eso hacia otra niña. Aun así, decidí irme «con todo» hacia esa sensación tan intensa y nueva para mí. Lo poquito que duró fue maravilloso. A los pocos meses, mi primer (des)amor me dijo: «Perdón, Mildred, pero no soy bisexual». Mi corazoncito puberto se quebró. Mi mamá solía preguntarme por qué lloraba, por qué estaba triste; nunca le dije, ni a ella ni a nadie.

Mientras escribo esto reflexiono: ¿por qué en ambos casos ellas me besaron a mí y no yo a ellas? Quizá por mi aspecto tomboy «sospechaban» que yo no era como otras niñas.

Por esa época en la que fui una «niña-niño», una de mis mejores amigas me dijo que ya no podía llamarle por teléfono a su casa. No me supo explicar por qué. Era instrucción de su mamá. Simplemente no quería que su hija se llevara conmigo. Supongo que fue por mi forma de vestir, por mi actitud de «machorra», por pensar que había algo «raro», algo «contagioso» conmigo; por creer que yo era una amenaza y podía «pervertir» a su hija. Porque así son todas las mamás: siempre creen que todo es culpa de «la otra», siempre quieren proteger a sus hijas y evitar a toda costa que se vayan a «volver lesbianas». 

A mis 17 tenía ondas con una chica. Mi papá fue el primero en cuestionarme por qué me la «vivía pegada a esa niña»: 

«Solo te digo que yo no quiero lesbianas en mi casa».

Fue ahí cuando empecé a mentir. ¡Y desde entonces no he podido parar! 

En la universidad ya no era tan tomboy. Eso sí: jugué futbol rápido en varias ligas. Tuve una novia y, ante los ojos de sus papás, éramos «amigas». Iba a comer a su casa, me quedaba a dormir; su mamá en especial me quería mucho. La verdad es que yo también la quería. Siempre me hacía sentir amada y bienvenida… hasta que una tarde mi novia y yo nos dimos un piquito después de terminar una tarea para no sé qué clase. La puerta estaba abierta. Su papá nos vio. Como ella estaba de espaldas no se dio cuenta, pero yo sí. El señor me miró con asombro. Me sostuvo la mirada unos segundos y, sin decir palabra, se dio la media vuelta y se fue. Intuí que esa sería la última vez que pondría un pie en esa casa. Y así fue. Tiempo después me crucé con la mamá de aquella novia. Al verme me gritó: «¡BASURA!».

Años después, con otra novia, la historia se repitió casi igualito. Primero era bienvenida en su casa, pero poco a poco su mamá empezó a hacer preguntas. Mi novia quiso decir la verdad; prefería evitar las mentiras. Por supuesto, decir la verdad salió peor. Nunca pude volver a entrar a su casa. Al poco tiempo terminamos, no se sentía chido andar con alguien cuya familia me prohibía la entrada y me trataba como apestada.

“Era mejor mentir. Lo hacíamos para evitar problemas. Todo era a escondidas. Secreto.”

Después de esas relaciones decidí que nunca más volvería a aguantar algo así. Entonces, mi siguiente novia y yo siempre mentimos. Éramos «amigas» y punto. Ella hasta «tenía novio» —en realidad, era un amigo (gay) suyo que también la usaba como pantalla— y, cuando salíamos, le decía a su mamá que iba con él en lugar de conmigo. Era mejor mentir. Lo hacíamos para evitar problemas. Todo era a escondidas. Secreto. Ella me avisaba cuando su mamá se iba a acostar. Yo me metía a su casa a hurtadillas. A veces sentía culpa por engañarla. Su hija y yo dormimos juntas todos los días durante años y, hasta donde sé, la señora nunca se enteró. (O tal vez sí y, quizá, prefirió mentirse a sí misma).

También mentía sobre mi novia en mi empleo godín. Cuando me preguntaban si tenía novio, respondía que sí, que llevábamos X años juntos y todo lo manejaba en masculino. Pero mentir es muy cansado. Desgastante. Quizá esa fue una de las razones principales por las que esa relación eventualmente debió terminar. 

Estoy segura de que muchas personas LGBTTTIQ+ hemos mentido o mentimos por ese ________ miedo al rechazo. Todes lo hemos vivido. Chingos de veces. 
Ojalá algún día ya no sea necesario. Tampoco fingir, ocultar. Admito que, aún hoy, a veces sigo haciéndolo. EP

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