Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP.
Diez de mayo mágico y tropical
Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP.
Texto de Sylvia Aguilar-Zéleny 04/05/21
Para Juan
Cuando estaba en la primaria, para el festival del día de las madres, aparte de los clásicos bailables, sketches, declamaciones (y mientras escribo declamaciones, mi otro yo dice: reclamaciones, debería haber reclamaciones en los festivales maternos), también había canciones. La profesora Aurelia nos tuvo semanas y semanas practicando una canción para el dichoso día. Imagino que ensayamos mucho o ella era realmente muy buena para obligarnos a memorizar, porque aún hoy me acuerdo de la canción y de su tonadita. Nunca la he escuchado en ningún lado que no sea en mi memoria. Y mientras escribo esto, me pregunto si la letra y música era de la profe o si era, como todas esas cosas del dominio público, algo que terminó por desaparecer.
La canción Inicia: “Diez de mayo mágico y tropical, diez de mayo, sueño primaveral, son tus flores símbolo del amor…”. No sé si logramos conmover a alguna mamá aquella vez, pero sé que la yo-cantante de ese día no imaginaba la idea de ser madre. Seré honesta, aunque jugaba con muñecas y con Barbies, los escenarios principales para unas y otras eran una escuelita imaginaria o bien, un departamento con muebles de verdad, y no los tupperware que me robaba de la cocina. Me gustaría tener aquí un argumento brillante y revelador sobre cómo desde niña ya estaba yo cuestionando los roles de género y el derecho a la maternidad, pero no. Solo tengo para ustedes esto: yo no jugaba a ser mamá, jugaba a trabajar y a vivir con otra Barbie o con un Ken (tema para otro blog).
Comencé a ser madre el 8 de marzo de 1999. Es decir, tres días antes de que naciera mi hijo. Yo sé que hay mujeres que comienzan a serlo desde antes, pero pasé la mitad de ese embarazo sin entender lo que le ocurría a mi cuerpo y lo que le ocurriría a mi vida. Tampoco me lo preguntaba mucho, pues no lo viví de manera tradicional, como nos dicen que “debe” ser: comprando ropita, eligiendo nombres, pintando un cuarto, comparando cunas. Siento que mientras mi bebé surfeaba ese mar amniótico yo surfeaba la idea de ser madre. Ah, las olas. Las tremendas olas. Si acaso, me preguntaba de qué platicaría yo con ese ser que, no lo sabía entonces, no sólo me enseñaría a ser madre, sino a asumir quién y cómo soy (también a usar la tecnología).
Lo diré abiertamente: en esas horas antes de su nacimiento, tenía un miedo atroz a perderle y un deseo enorme de cuidarle. Como si mi falta de interés en cunas o marcas de pañales fuera directamente proporcional al riesgo de no lograr traerle al mundo. Me ha tomado años y terapia comprender que no importa lo que yo haya hecho o no en esos nueve meses, hay ocasiones que tu cuerpo o tu mente se resisten.
El 8 de marzo tuve una sensación que hasta la fecha no puedo describir. Tampoco puedo explicar cómo, pero desde la mañana salió de mis labios un “ya va a nacer”. Estaba programada para una semana después, pero inicié el trabajo de parto ese día y yo sentía que algo no estaba bien.
Lo que se planeaba como parto natural, se volvió una agonía. No me admitían en el hospital porque no dilataba. Me hicieron ir y venir. Caminar y caminar. “Para que baje el bebé, señora”. Para ver si estaba lista, me hacían la prueba del tacto una y otra vez, siempre distintas personas. Ni siquiera voy a ahondar en esa incomodidad. Cuando finalmente me ingresaron fue porque mi panza comenzó a virarse hacia el lado izquierdo. Mi bebé no bajaba, yo no dilataba, así que me rompieron la fuente “a ver si así”. Horas después me pusieron una epidural para provocar el parto y aún nada. Empujaba porque sí, porque eso me decían, sin importar si había contracción o no. Yo sólo sentía miedo. Nunca he llorado ni gritado tanto. Mi bebé se negaba a salir (¿quién podría culparlo?).
Mi hijo de cuatro kilos y de casi sesenta centímetros nació el 11 de marzo a las seis de la mañana, tuvo unos minutos de asfixia y tragó meconio. Yo perdí cantidades absurdas de sangre y como me desmayé no alcancé a verlo tras la cesárea. Mi bebé todavía no pisaba tierra y yo ya nos había fallado. Estuvimos separados en sendos cuidados intensivos las siguientes horas. Durante todo el proceso, tanto él como yo, estuvimos solos. No dejaron entrar a su papá. No dejaron entrar a ninguna de las abuelas o tías. Solos, estábamos solos ante la negligencia y el descuido. Solos ante la ignorancia o desinterés del servicio médico.
Si alguien hiciera una investigación documental, encontraría que en algún punto de 1999 publiqué una carta editorial narrando lo que ya he dicho y culpando al hospital por la violencia en que se llevó a cabo mi parto. Me acuerdo que alguien me dijo: “¿Para qué la escribes, si ya pasó?”. A lo mejor fue ahí donde en realidad me convertí en madre, pues dije: “Porque no debería pasar”. El hospital me llamó días después, supongo que temían una demanda legal. Agendaron una junta para disculparse conmigo. Nos entregaron, a mí y al papá de mi hijo, un documento con los cambios que harían en los protocolos para la sección de maternidad del hospital. Un pequeño logro, supongo.
Ese primer 10 de mayo yo todavía no me recuperaba del todo, mi hijo era hermoso y estaba vivo. Nos amábamos. O al menos yo, y no por instinto, sino porque habíamos pasado semanas en reposo conociéndonos y sanándonos, encontrando seguridad y confianza uno en el otro. (¿Sabrá él que lo amo por quien es y no porque nació de mí?) Ese 10 de mayo no fue mágico ni tropical, mucho menos un sueño primaveral. Fue, más bien, la inauguración de una idea que otras autoras han reflexionado mejor que yo: el lugar social, el valor y la violencia que cultural y patriarcalmente rodea a la maternidad. El sistema nos ha quitado la oportunidad de ejercerla en nuestros términos.
Y como yo sólo tuve un hijo, y aún 22 años después me siento inexperta en el tema, no puedo decir más sobre la maternidad. Puedo, eso sí, recomendar a autorxs que para mí han hablado del tema con inteligencia y solidez desde la ficción, la poesía y la no ficción. He aquí diez libros que abren desde su ser madres o no, hijes o no, un diálogo que no hemos terminado (ni debemos terminar, ¡sigamos en revolución!).
- The last days of my mother, Sölvi Björn Sigurðsson. Open Letter, 2019.
- Litany for the long moment, Mary-Kim Arnold. Versa Press, 2019.
- Contra los hijos, Lina Meruane. Tumbona, 2015 y Random House, 2018.
- Pequeñas labores, Rivka Galchen. Antílope, 2018.
- Leche caliente, Deborah Levy. Anagrama, 2018
- El amor molesto, Elena Ferrante. Lumen, 2018.
- Apegos feroces, Vivian Gornick. Sexto Piso, 2017
- My mother is a river, Donatella Di Pietrantonio. Calisi Press, 2015
- Book of my mother, Albert Cohen. Archipelago books, 2012.
- La más mía, Cristina Rivera-Garza. FETA, 1998.
No voy a decir nada sobre celebrar el día de las madres que se acerca. Ya todos sabemos quién cocina y quién limpia tras la reunión, ya sabemos qué tipo de regalos se dan y cómo es en todo caso un día de capitalismo puro (del que como ven, no estoy exenta).
Tampoco voy a convencer a nadie de comprar alguno de estos o cualquier otro libro que investigue la figura de la madre. Creo, en todo caso, que quiero cerrar esto con dos cosas. Me gustaría que un día pudiéramos normalizar quejarnos de lo difícil que es ser madre, o negarnos a serlo. Me gustaría que un día decidir serlo no fuera un valor, sino un sentimiento puro. Mágico y tropical. EP
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