Mirador: Lo horrible y lo aterrador

Desde cierto punto de vista, la coulrofobia —el miedo irracional a los payasos— es un trastorno absurdo. Cómo se puede sentir temor de esos seres risueños, torpones, ataviados en vestimentas coloridas y enormes zapatos, con narices y otras partes del cuerpo hinchadas hasta dimensiones hilarantes. Esos individuos cuyo medio natural son las fiestas de nuestros […]

Texto de 23/05/16

Desde cierto punto de vista, la coulrofobia —el miedo irracional a los payasos— es un trastorno absurdo. Cómo se puede sentir temor de esos seres risueños, torpones, ataviados en vestimentas coloridas y enormes zapatos, con narices y otras partes del cuerpo hinchadas hasta dimensiones hilarantes. Esos individuos cuyo medio natural son las fiestas de nuestros […]

Tiempo de lectura: 4 minutos

Desde cierto punto de vista, la coulrofobia —el miedo irracional a los payasos— es un trastorno absurdo. Cómo se puede sentir temor de esos seres risueños, torpones, ataviados en vestimentas coloridas y enormes zapatos, con narices y otras partes del cuerpo hinchadas hasta dimensiones hilarantes. Esos individuos cuyo medio natural son las fiestas de nuestros hijos o sobrinos donde, por lo general, todo es risas y candor infantil, son a todas luces inofensivos.

Bien visto, sin embargo, el miedo a los payasos no es tan irracional. Puede ser una cuestión de contexto. Encontrarse a uno en una fiesta infantil es normal, pero si nos topáramos con uno en una calle solitaria cerca de la medianoche sería suficiente para ponernos, por lo menos, muy nerviosos. La oscuridad, la indefensión, pueden hacernos interpretar la risa del payaso no como un gesto amigable, sino como un engaño, como un señuelo tras el cual se esconden intenciones diabólicas.

Lo familiar, sacado de contexto o llevado al extremo, puede parecernos siniestro. Algo en la exagerada bonachonería de los payasos, los osos de peluche, los títeres y las muñecas, roza todo el tiempo con lo perturbador. Pero debido, sobre todo, a una maldad oculta, misteriosa, que solo intuimos tras la fachada de inocencia. Lo inquietante tiene que ver más con lo incomprensible que con lo horrendo. Un monstruo nos espanta, sí, pero nos da certeza. De lo que está debajo del maquillaje del payaso no sabemos qué esperar.

El payaso Pongo o la muñeca Annabelle, por ejemplo, se nos aparecen más siniestros en sus versiones ficticias. En el primer caso, Stephen King convirtió a Pongo —un asesino en serie que trabajaba como payaso— en Eso, una entidad capaz de tomar múltiples y aterradoras formas. En el segundo, la muñeca embrujada Annabelle —en el mundo real un juguete de trapo de apariencia bastante común— aparece en la pantalla grande con los ojos hundidos y enormes, pómulos salientes, escoriaciones en la cara y sonrisa maléfica. Lo entendemos, son terroríficos.

Ahora bien, yo, como casi siempre, estoy de acuerdo con Borges: la descripción física de lo monstruoso en la literatura es un error. El escritor argentino, como solía hacerlo con sus modelos literarios, hace un homenaje irónico a H. P. Lovecraft en un cuento llamado “There Are More Things”. Borges le corrigió la plana al de Providence escribiendo bien un cuento de terror sobre un extraterrestre. Lovecraft —nos hace ver Borges— se equivoca al describir a su alien: “Una cabeza pulposa y tentaculada coronaba un cuerpo grotesco y escamoso, dotado de alas rudimentarias”; primer error. Segundo: nos quiere convencer de que es la impresión general de ese adefesio lo que lo hace “estremecedoramente espantoso”. Es como pedirle al lector que, por favor, se asuste.

Borges prefiere “describir” oblicuamente a su extraterrestre a través de la repulsión y el terror que le producen al narrador de su historia los muebles e instrumentos que utiliza el misterioso ser. Al final, el narrador se topa con el monstruo y se dispone a contemplarlo. Ahí termina la historia. El cuento de Borges juega, entonces, con lo que es inquietante porque nos está vedado conocer y que, en la literatura, más vale no poner en palabras, no aplanarlo con el lenguaje.

Si la descripción de lo terrorífico en la literatura es un error, en el cine lo es su equivalente: su aparición explícita. Eso pasó con Robert, el muñeco, y su versión fílmica más famosa, Chucky, el muñeco diabólico. Robert es un muñeco de trapo, vestido de marinero, que carga un leoncito de peluche. Perteneció originalmente a Robert Eugene Otto, un artista plástico que, para no hacer el cuento largo, vivió obsesionado con su muñeco —un regalo de su niñera bahameña practicante del vudú— y murió, ya en edad adulta, estrangulado por él.

Abandonado por años en la antigua casa del artista, Robert fue encontrado finalmente por unos nuevos inquilinos, quienes terminaron donándolo al Museo Fort East Martello, en Cayo Hueso, Florida, debido a su desconcertante comportamiento: lo encontraron sobre la cama matrimonial sosteniendo un cuchillo. Ya en el museo, Robert tuvo que ser exhibido dentro de una urna de cristal debido a que una mañana la sala fue encontrada con muestras de haber sido saqueada. Nada se había perdido, excepto los zapatos de Robert, quien además estaba fuera de su sitio.

A diferencia del horrible Chucky, quien incluso habla con una voz cavernosa, la maldad de Robert no es evidente. Viéndolo en su banquito con su pequeño león en el regazo, nada nos hace pensar en su oscura historia. Sin embargo, su maldición continúa. Los papeles que se ven al fondo de la imagen son cartas —le llegan decenas diariamente— de visitantes al museo pidiéndole perdón por haberlo fotografiado sin permiso. Las misivas suelen relatar rachas negativas iniciadas desde que sus autores tomaron la foto de Robert. Muchos dicen haber perdido el trabajo o haber sufrido robos. En una carta, un visitante se queja de la descompostura de su Xbox, y en otra, el emisor culpa al muñeco por haber recibido una mordida de su “amoroso gato” al regresar de sus vacaciones. Aterrador, sin duda.

Queda claro que la línea que separa lo horrible de lo aterrador es muy delgada y que, a veces, la que separa lo siniestro de lo ridículo lo es aún más.  ~

——————————

JAVIER GONZÁLEZ RAMÍREZ (Ciudad de México, 1982) es editor y redactor. Ha trabajado en revistas como Este País y La Tempestad. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y actualmente cursa la Maestría en Letras Latinoamericanas, también en la UNAM.

Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V