Muertos siempre fue la época del año más movida en mi casa: había que conseguir las cosas para la ofrenda. Dos ofrendas, de hecho: la doméstica y la de la escuela, que congregaba panes, frutas y muertos de todo el alumnado. El elemento central eran las figuras de azúcar. Por entonces no se conseguían en […]
Mirador: DF, Día de Muertos
Muertos siempre fue la época del año más movida en mi casa: había que conseguir las cosas para la ofrenda. Dos ofrendas, de hecho: la doméstica y la de la escuela, que congregaba panes, frutas y muertos de todo el alumnado. El elemento central eran las figuras de azúcar. Por entonces no se conseguían en […]
Texto de Martín Díaz Vázquez 23/02/16
Muertos siempre fue la época del año más movida en mi casa: había que conseguir las cosas para la ofrenda. Dos ofrendas, de hecho: la doméstica y la de la escuela, que congregaba panes, frutas y muertos de todo el alumnado.
El elemento central eran las figuras de azúcar. Por entonces no se conseguían en cualquier parte; nosotros (sureños que éramos) íbamos por ellas a la explanada de la delegación Xochimilco, donde se ponía un tianguis especializado. Había calaveras de todos los tamaños, hasta el natural. Uno decía qué nombre debía llevar tal o cual cráneo; alguien lo tecleaba rápidamente en una máquina de escribir y se lo pegaba en la frente. Era muy divertido.
Ya bien provistos de calaveras, recorríamos el mercado adyacente. Buscábamos ese tipo de cosas que se ven muy lindas en las ofrendas, pero que uno ya no tiene por qué tener a la mano en casa: hojas de totomoxtle, calabazas de castilla, cazuelitas de barro, hojas de naranjo, aguardiente barato, cosas así.
Nuestros muertos eran básicamente dos: la abuela Carmen y el abuelo Pepe (español, por cierto). Tenían sus fotos muy majas: él joven, con un traje impecable; ella vieja y feliz en un campo de flores. Con mucha ceremonia los colocábamos juntos, en medio de un festín de mandarinas. Luego los llevábamos a la escuela para compartirlos con los demás, en un atascón colectivo de pan y chocolate.
Traigo a colación estos recuerdos, que a pocos podrán interesar, no con un mero afán nostálgico sino para ejemplificar la centralidad del Día de Muertos en la vida de muchos capitalinos. Centralidad espiritual, cultural, identitaria, pero también económica. Es una fecha de mucho movimiento para el comercio más pequeño, desde los productores campesinos hasta los licoreros de esquina.
Ahora, claro, hay más opciones para celebrar. Se puede aprovechar el puente para ir a la playa. O ir a la ofrenda/borrachera de Ciudad Universitaria, o ver enormes figuras de papel patrocinadas por el gdf en el centro. O si de plano no se quiere salir, se compra un bendito pan de muerto (los venden hasta en el Seven) y se invita a dos o tres cuates. Ya no es necesario ir a ningún lugar remoto: el Día de Muertos está por completo incorporado a la cdmx manceriana.
La fecha tiene ya un atractivo monetario mayor, gracias en parte a una fórmula publicitaria. Muchas de las campañas alusivas dan vueltas en torno a una misma palabra: “tradición”. Se hace énfasis en lo auténtico, lo ortodoxo, lo verdaderamente mexicano. Se crea, con un estética de catrinas, maíz y copal, una bella vista de barrios como Coyoacán dominada por el humo y el cempasúchil. Y es algo muy lindo, y muy rentable.
Pero el Día de Muertos también vive donde siempre vivió. En la Merced, por ejemplo, como vemos en las fotografías de Rebeca Cuéllar. En este barrio periférico del centro los colores de la fiesta son más brillantes y más oscuros. Las calles de su mercado muestran una forma de celebrar que quizá no lleve el sello aprobatorio de “lo auténtico”, pero que es profundamente tradicional. Se ve, sobre todo, mucho movimiento, muchas interacciones, muchos vínculos.
Sí, hay versiones baratas de las catrinas de Posada. Pero también hay juguetes chocarreros de plástico, falso papel picado y máscaras de luchadores (porque algunos vemos un esqueleto y pensamos en La Parka). También villanos del cine de terror y disfraces de zombi. Acá la influencia estadounidense no se cree infecciosa o dañina: tiene su lugar como parte de un gran festejo, cuyo único fin es divertirse.
El Día de Muertos refleja la eterna tensión defeña entre las raíces populares y las aspiraciones cosmopolitas. También el conflicto entre dos economías: una pequeña y ancestral (aunque se valga de novedades globales), y otra poderosa y nueva (que usa la tradición como bandera). Es una fiesta crucial, si podemos ver su materialidad más allá de los lugares comunes.
Fotografía: Rebeca Cuéllar, sin título, 2015.
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MARTÍN DÍAZ VÁZQUEZ (Ciudad de México, 1984) hizo estudios de Historia en la Universidad Veracruzana y en la UNAM, interesándose por los procesos y espacios urbanos. Ha participado como investigador y coordinador en numerosos proyectos de historia gráfica.
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