Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Mi padre es un paisaje
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Texto de Abril Castillo 30/11/20
Al principio de Nobody’s business, un documental dedicado a su padre, Alan Berliner lo graba contando la siguiente anécdota:
Un tipo va a ver a un artista y le pide que le haga un cuadro. El artista le dice que hay dos tipos de cuadros: “Retratos y paisajes”. “¿Cuál es más barato?”, pregunta. “El paisaje”, dice el artista. “Entonces, haga un paisaje de mí”.
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Mi papá es arquitecto y siempre trae una pluma en la bolsa de su camisa. Cuando comemos y se pone a hablar, toma una servilleta y en vivo ilustra las cosas que dice. Toma vuelo y hace dibujos a mano alzada, figuras geométricas que se vuelven casas, líneas que trazan una firma, letras, matrices y fachadas. Pero nunca ha sentido seguridad por dibujar caras. Como si alguna parte de su cerebro se saturara. Entra en pánico su mano y la precisión de las geometrías se rompe, como un vidrio que estalla contra un toldo porque el silicón vencido del edificio desvencijado donde vivo no iba a aguantar para siempre.
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“Si no estás pudiendo dibujar es quizá porque el lugar donde vives no es apto para eso. Los lugares y las acciones que puedes hacer en él están conectados”.
Todo eso me lo dice mi compañero Eduardo, luego de que leo en clase un texto sobre escaleras y apatía.
“Nadie puede vivir bajo un puente”, respondo. Pero luego pienso que tal vez sí.
“Egon Schiele dibujó mucho en la cárcel, y eso que la cárcel no es un lugar agradable”, agrega Darío, mi maestro de dibujo.
Pero las libretas sí que lo son, pienso. Las libretas son lugares que me encantan y ni a ese lugar me sé fugar ya. No sé qué me pasa que no ya puedo dibujar.
“Si no puedes dibujar, escribe. Escribir también es dibujar”, me dice por último Eduardo. Y empiezo una lista a mano de todo lo que es para mí dibujar, o las razones de hacerlo sin pensarlo demasiado:
Dibujo para entender, dibujo para explicar, dibujo para preguntar, dibujo cuando dejo de pensar, dibujo si me descuido mientras hablo por teléfono, dibujo cuando suelto un momento el celular, bailan círculos, olas, garigoles cuando tomo una pluma y es como bailar con los ojos cerrados, como si una melodía se apoderara de mis pies y luego mis piernas y luego mi mente y mis ojos ya no ven. Ven mis manos. Pasa como pasa al escribir a velocidad. Dibujo para preguntarme, escribo para responderme aunque nunca llegue a nada. Cocino para dejar de pensar. Pero si alguien me encarga una ilustración, me paralizo.
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Cuando mi papá fue estudiante de arquitectura, todo se hacía a mano. Escribir a mano no es lo mismo que escribir en computadora. Tecleo a prisa y volteo el orden de las letras. No volteo letras cuando escribo a mano porque son mecanismos diferentes. Cuando escribo a computadora mi mente no alcanza el equilibrio de la izquierda y la derecha y a veces una se le adelanta y escribe una letra más a prisa que la otra.
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Estudié en una secundaria técnica donde me enseñaron taquimecanografía. Nunca supe usar la taquigrafía. Tomaba dictados para la clase o para el examen y luego no sabía regresar esas palabras a nuestro mundo, volverlas comunicables. Era como echarlas en saco roto. Trataba de memorizar todo el dictado porque la maestra se paseaba entre nuestros cuadernos, asegurándose de que no dejáramos notas pequeñas abajo de cada signo. Nunca lo recordaba todo y era tal vez porque nada en ese mensaje tenía sentido.
a quien corresponda dos puntos queda de usted sin más por el momento
En cambio, la mecanografía es de las mejores cosas que pude haber aprendido. Gracias a haberla practicado desde tan chica y con todos los dedos, la velocidad de mi tecleo es casi tan veloz como va mi cabeza. A mano no puedo luego escribir tan rápido. O pasa lo que pasaba con la taquigrafía, que hay mensajes que quedan para siempre indescifrables. Y aun así, nada me libera tanto como escribir a mano: me regresa al ritmo de las cosas, a la pausa del mundo de afuera, sobre todo cuando mi cabeza se acelera y no espera a mi corazón.
Hay quien dice que la letra a mano es un tipo de dibujos. Cuando digo que ya no puedo dibujar y parece que no hay realmente ninguna acción que lo impida, pienso que escribir a mano puede ser como dibujar. Si lo que me importa del dibujo es la huella de mi cuerpo en un papel, escribir a mano es definitivamente dibujar.
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No me gusta vivir en este departamento donde vivo. Pasé muchos años viviendo en un departamento que amé con todo el cuerpo. El sol entraba por cada una de sus ventanas y sobre todo la luz que se colaba en el baño (uno de los cuartos absurdamente más amplios y agradables de esa casa) me hacía feliz desde que me despertaba, aun cuando la resolana de la tarde me impidiera trabajar. Entonces usaba un sombrero como de Gilligan que encontré por ahí y un día me di cuenta de que lo que necesitaba eran cortinas: el sombrero de una casa.
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“Tu cuerpo es también tu casa. Una extensión de tu casa. Los espacios son también el vínculo que se hacen en su interior”.
Todo eso lo dice Karla, la otra maestra que no es de dibujo exactamente, porque ella estudió teatro y complementa la clase con un enfoque que tiene que ver más con el cuerpo y el performance.
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Si la casa puede ser lo que está adentro y no el contenedor, tal vez sí tenga una casa y el problema no esté en el lugar sino en mí. Y eso tiene solución.
Llegué un poco vencida a este nuevo departamento y nunca me ha gustado su extrema oscuridad, su pequeñísima cocina, su diminuto baño, ni que sólo tenga dos ventanas por donde entra el sol y cinco que no sirven de nada. Las ventanas tendrían que dar calor, no frío.
Si mi actual casa no es luminosa, ¿también la luz podría venir de dentro, de sus habitantes, de sus cosas?
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Hace un par de meses, mi papá me dio un boche de dibujos de la casa de Morelia, la casa donde nací. Mi papá no hizo muchas casas, pero hizo decenas de puentes. De niña le preguntaba cómo un material líquido podía volverse sólido. Íbamos a sus construcciones en proceso y yo veía en el piso la mezcla de grava, arena y cemento con agua, y no entendía cómo luego eso se volvía el muro de una casa, menos aún su techo. Cómo evitar que el techo se te derramara encima, que un puente se desintegrara como líquido en el río. Veía las maderas y las varillas firmes. La mezcla como agua. Y no entendía los cambios de la materia.
Al llegar al restaurante mi papá tomaba una servilleta y con su pluma trazaba, tomando el vuelo necesario, todo lo que tenía que explicar para entender cómo se hace una casa, cómo se tensan las fuerzas de un puente. Luego el concreto se seca y se queda así firme para siempre.
A veces no entendía su letra ni sus explicaciones. Pero lo veía fluir en líneas bien trazadas y en ideas que ya no me decía a mí, sino a un más allá a donde a veces se iba mi papá y se volvía inaccesible.
Cuando volvía en sí, porque casi a gritos se lo pedíamos mi hermano y yo, mi papá nos intentaba dibujar a nosotros. Y en ese intento por retratarnos, perdía la maestría del trazo. Como si viera mejor para adentro que para afuera. Como si fuera capaz de sacarse a sí mismo de dentro y ponerse ahí en el papel, con esa técnica aprendida del dibujo arquitectónico, las perspectivas, los puntos de fuga, los horizontes. Como si no supiera bien cómo recuperar o registrar el exterior, los objetos vivos, el presente. Y en esa imperfección perfecta, la servilleta se volvía el puente entre dos mundos: el suyo y el mío, el nuestro. Y a pesar de no lograrlo y reírse en el intento, mi papá lo intentaba. Nos dibujaba a mi hermano y a mí y quedábamos bien chuecos; como es chueca la emotividad de la mirada que pones sobre alguien que quieres. Imposible abstraer eso con absurdas geometrías.
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Dibújame una casa, papá. No necesito mi retrato, dibújame a mí porque he olvidado quién soy, quién era, quién se suponía que me volvería. Dibújame una casa para no estar a la intemperie.
Pero no sé dibujar casas, me dice en un sueño. Y como en El Principito, su libro favorito, me imagino pidiéndole entonces diseñarme un puente. Hazme un puente, inventa una escalera, crea para mí un artefacto que me conecte con el lado de allá. Que me permita moverme para no estancarme. Que me lleve lejos o cerca, a otro lugar. O mejor: Dibújame una casa llena de escaleras, con la lógica de los puentes, una casa que cuando la vea sea suficiente para hacer un nido ahí que se vuelva un hogar.
Un puente contigo.
Los dibujos como puentes.
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La infancia es un paisaje que estamos condenados a volver a ver solamente de lejos. Veo los dibujos de la casa de Morelia, planos que mi papá dibujó en los ochenta, reconozco su mano, sus trazos precisos, me reconforta la composición en la página. Veo e imagino junto a él esa casa que ya no existe, la perdimos, pero quedó ahí como huella indeleble en el papel. Y es cierto que gracias al dibujo, aún podemos levantarla cada vez con un poco de imaginación y memoria. EP
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