La crisis de gobernabilidad que atraviesa España justo ahora es síntoma de un sistema político que se agota. Tal vez sea momento ya de replantearse las reglas del juego electoral.
Mejor darle dos vueltas
La crisis de gobernabilidad que atraviesa España justo ahora es síntoma de un sistema político que se agota. Tal vez sea momento ya de replantearse las reglas del juego electoral.
Texto de Julio César Herrero 22/01/16
La política en España atraviesa uno de los momentos de mayor inestabilidad desde la Transición. Las elecciones generales celebradas el pasado 20 de diciembre han dibujado un escenario difícil de gestionar. Ninguno de los partidos políticos sobre los que se centró todo el interés informativo —y, por consiguiente, electoral— ha conseguido lo que pretendía. El Partido Popular (PP) no esperaba obtener una mayoría absoluta, consciente de que la corrupción y las duras medidas económicas impuestas a consecuencia de la crisis le pasarían factura, pero sí al menos una mayoría relativa que, con el apoyo de Ciudadanos, una formación emergente de centro derecha, le permitiera formar Gobierno. Sus resultados fueron peores y la ayuda de ese nuevo partido no ha sido suficiente.
El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), sobre el que se presumía un importante descalabro, ha conseguido salvar los muebles. Su pretensión pasaba por las alianzas con otras formaciones de izquierdas para desbancar a la derecha del poder. Pero Podemos, el principal aliado (aunque sus escaños tampoco serían suficientes), exige a los socialistas la celebración de un referéndum en Cataluña sobre la independencia, para brindarle su apoyo. Esa condición quiebra por completo la idea de España que ha defendido el PSOE desde su fundación.
Ciudadanos, una formación fuertemente personalista, ha bajado con la misma fuerza que había subido, quizá por un exceso de confianza, si bien avalado (curiosamente) por las encuestas preelectorales. Era el partido llamado a inclinar la balanza. Aunque tuvo un buen resultado, el número de escaños no le confiere ese privilegio.
Finalmente, Podemos. Sus votantes han abrazado la idea de “cambio” (o de “nueva política” o de “abajo”) y han restado importancia a sus vaivenes ideológicos: miraron primero a Venezuela para luego fijarse en Finlandia y proponer después a Grecia como modelo. Consciente de su endeble asentamiento en todo el país, acertó en una estrategia de alianzas con formaciones afines en diversas regiones para concurrir juntos. Eso es lo que le da la fuerza y también lo que lo debilita, toda vez que debe satisfacer las pretensiones de sus aliados, que miran más por sus propios intereses que por los del partido. En todo caso, resulta muy curioso que durante más de un año esta formación pretendiera encontrar su nicho electoral en la defensa de los derechos sociales de los más perjudicados por la crisis y en la crítica fundada a los casos de corrupción y, sin embargo, (vuelve a cambiar) trocara su apoyo por… un referéndum en Cataluña.
En España no existe tradición de grandes coaliciones entre los dos partidos mayoritarios, y no parece que 2016 vaya a ser el inicio. Descartadas las uniones que configuren una mayoría absoluta porque los números no llegan, el país se encontrará con un Gobierno en minoría, obligado a pactar todas y cada una de las decisiones, o tendrán que celebrarse otras elecciones generales. La tercera opción posible implicaría el Gobierno del PSOE con el apoyo de Podemos —con la imposición a la que nos hemos referido— y de otras formaciones minoritarias (necesarias para alcanzar el número de escaños), entre las que se encuentra o un partido independentista o una formación que propone desobedecer al Tribunal Constitucional.
Independientemente de lo que ocurra, quizá se debería aprovechar la experiencia para abordar definitivamente una reforma de la ley electoral que garantice que todos los votos valgan lo mismo y que la obtención de un escaño venga dada por el mismo número de votos; que impida que formaciones políticas que no tienen una implantación nacional (porque sus intereses son regionales) puedan después condicionar al Gobierno de todo el país; que anule la absurda prohibición de que los medios de comunicación españoles difundan encuestas en la semana previa al día de la votación; que anule la “jornada de reflexión”, dejando así de subestimar la inteligencia de los votantes; que facilite la propaganda y el acceso a los medios públicos de comunicación de las nuevas formaciones, y que permita que el partido más votado sea el que gobierne, la más clara y contundente convicción del significado de unas elecciones.
Si los ciudadanos pueden pronunciarse una sola vez cada cuatro años no parece que tenga mucho sentido que esa única ocasión se vea condicionada por las pretensiones de los partidos políticos que apelan no ya a su programa electoral, sino a otros “intereses” que, en muchos casos, no solo no han sido revelados en la campaña sino sobre los que incluso se han pronunciado en contra.
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