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La plaza mayor lucía repleta, la gente ocupaba
incluso las calles adyacentes ante el hecho incontrovertible de que ya no cabía
ni un alma. Durante horas, miles de hombres y mujeres, niños y ancianos,
familias completas llegaron de todos lados para estar presentes la tarde del 1º
de diciembre del 2018. No buscaron asistir a la toma de posesión de un
ciudadano que había ganado las elecciones y ya era presidente constitucional,
querían atestiguar el momento en que el hombre providencial sería ungido con la
historia, con la memoria de los héroes de la Patria y con la voluntad del
pueblo.
La ovación estalló cuando
el presidente subió al escenario y el ritual comenzó. Sesenta y ocho pueblos
indígenas originarios —aunque hay muchos más en la República mexicana— le
entregaron el bastón de mando en la plaza mayor de la Ciudad de México, origen
y destino del poder. Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la
Presidencia de la República los rituales del poder, perdidos casi por completo
a partir de la alternancia presidencial que llegó en el año 2000, cobran nueva
vida; no son nuevos, no resultan ni extraños ni ajenos y se encuentran
enquistados en la clase política y en la sociedad desde hace casi 100 años.
El pueblo
La Revolución mexicana dio a luz a un régimen
en 1929 (PRN-PRM-PRI) que construyó un sistema político más cercano a una
monarquía que a una república representativa, democrática y federal, sustentado
en cuatro pilares: autoritarismo, simulación, impunidad y corrupción. El
régimen priista se construyó a partir de símbolos y rituales con una clara
intención de adoctrinar a una sociedad que, cansada de tantos años de
violencia, se entregó voluntariamente a la paz social ofrecida por el nuevo
régimen, una paz muy sui generis sustentada en la represión sistemática contra
los grupos sociales que cuestionaron las formas y procedimientos del régimen.
La sociedad decidió
ser “pueblo” y renunció a convertirse en ciudadanía o poco le importó. Un
pueblo domesticado por la clase política priista durante la mayor parte del
siglo XX, ajeno a la política, desinteresado en la vida cívica, individualista
y egoísta, que pronto se hizo cómplice de la corrupción del gobierno y aprendió
a dar mordidas, a ser gandalla porque en México todo se podía, a ser solidario
pero sólo en casos de emergencia, porque en la vida cotidiana, en el barrio, en
el condominio, en la colonia nunca lo ha sido. Y además aprendió a ser sumiso.
El régimen
acostumbró al pueblo a que podía esperar todo de papá gobierno: trabajo, poder
adquisitivo, estabilidad económica, seguridad pública, que no tenía que
esforzarse por nada, que habría subsidios para todo, precios de garantía, abasto.
El pueblo entonces le entregó voluntad y algo más: su fe, que tuvo una
respuesta positiva entre 1946 y 1970 —los años del milagro mexicano—, pero a
partir de la época de las crisis, de 1976 a 1995, el régimen traicionó esa fe.
Una parte de la sociedad respondió a esa traición y comenzó a construirse como
ciudadanía, pero la mayor parte decidió seguir siendo “pueblo”.
Ese pueblo siempre
ha esperado que cada nuevo presidente sea el hombre providencial; el hombre que
pueda resolverle nuevamente todos sus problemas, el hombre que con una orden
nos saque de la pobreza, acabe con la delincuencia, termine con la corrupción,
nos convierta en un país desarrollado, elimine la desigualdad y nos haga
felices hasta la consumación de los tiempos.
El presidente
El régimen priista entendió bien la lógica del
pueblo y lo llenó de símbolos y rituales. Revistió el poder con un aura mágica:
“al presidente no se le puede decir que no”, “al presidente no se le
cuestiona”, “el presidente nunca se equivoca, se equivocan sus secretarios”.
Por eso causó tanto furor cuando, el 1º de diciembre de 1988, Salinas de
Gortari asumió el poder y durante su discurso se escucharon gritos en el
Congreso: nunca antes nadie se había atrevido a semejante afrenta.
El presidente se convirtió
en el eje de la vida nacional por encima de todo y por encima de todos. Uno de
los mayores rituales fue el que se montaba cada 1º de septiembre, cuando el
presidente tenía que rendir su informe de gobierno. En una república funcional
esa fecha hubiera sido “el día del Poder Legislativo”, puesto que marca el
inicio del periodo ordinario de sesiones del Congreso, sin embargo, desde la
época de Miguel Alemán se convirtió en el día del presidente, a partir de que
el informe se transmitió por televisión en 1950.
Ese día llegó a ser
asueto obligatorio; todas las actividades comerciales paraban, la banca
cerraba, la televisión se enlazaba en cadena nacional durante todo el día, pues
no sólo había que fumarse varias horas escuchando a los presidentes hablar de
un México que sólo existía en su imaginación, sino acompañarlo en su recorrido
desde la Cámara de Diputados hasta el Palacio Nacional, donde el ritual tomaba
otras dimensiones: llegaba la hora del besamanos, el momento de mayor y más
abyecta sumisión a la figura presidencial, momento en que toda la clase
política del país acudía a presentarle sus respetos al señor presidente.
Otras dos fechas
cívicas en el año, formaban parte fundamental de los rituales del poder. El 1º
de mayo y el 20 de noviembre. Durante años, al conmemorarse el Día del Trabajo
el presidente en turno desfilaba del brazo de Fidel Velázquez, el eterno líder
de la CTM, que puso al movimiento obrero a los pies de la figura presidencial.
El hombre del poder era llamado “el primer obrero de la Patria”. Cada
aniversario de la Revolución mexicana el presidente presenciaba el gran desfile
deportivo en el cual participaban, “voluntariamente”, los burócratas que año
con año recibían vistosos pants para sumarse al desfile, sin importar que sus
figuras evidenciaran que la ropa deportiva la usaban para ir por la barbacoa o
los tamales el fin de semana.
El régimen dotó de
una solemnidad absoluta a la vida política, en el discurso, en el protocolo, en
la palabra escrita. Cundió la mayusculitis: todos los cargos públicos, sin
excepción debían ir siempre en mayúsculas: presidente, gobernador, diputado,
senador. No había lugar para el humor. Durante mucho tiempo una frase se
convirtió en ley: “México, no puedes meterte ni con la virgen de Guadalupe ni
con el presidente de la República”.
Dos rituales
ancestrales fueron recuperados por el régimen priista: el tapado y la ceremonia
del fuego nuevo. Del mismo modo que los antiguos tlatoanis aztecas eran
elegidos por los señores de Tenochtitlan, el presidente de la república siempre
tuvo en sus manos la elección de su sucesor —el dedazo— pero a la usanza
mexica: era un juego de simulaciones, de mensajes encontrados, de
desinformación donde hacía creer a tres o cuatro de sus secretarios que tenían
posibilidades de llegar a la grande —los tapados—, y de pronto elegía a uno
distinto de los que se mencionaban como favoritos para destaparlo. A partir de
ese momento los mexicanos sabíamos quién sería el próximo presidente. El último
tapado de la historia política mexicana desde que Cárdenas puso en práctica
esta peculiar forma de elegir sucesor fue Luis Donaldo Colosio, fue también el
único que no llegó al poder, su destino fue truncado en Lomas Taurinas el 23 de
marzo de 1994.
Cada 52 años los
aztecas realizaban una ceremonia que representaba el fin y el principio de un
nuevo ciclo otorgado por los dioses; era conocida como la ceremonia del fuego
nuevo. Los habitantes de Tenochtitlan, encabezados por el tlatoani, destruían
imágenes, objetos de culto y de uso doméstico y muchas otras cosas como señal
del final de los tiempos. Entonces peregrinaban hasta el cerro de la Estrella y
si se encendía el fuego nuevo —como siempre ocurrió— regresaban felices y
contentos a construir todo de nueva cuenta, a comenzar desde cero. Esta
ceremonia fue adaptada por los presidentes de México a partir de Lázaro
Cárdenas y prevalece hasta nuestros días; ya no son 52 años sino seis los que
marcan el fin y el inicio de los tiempos. Cada gobierno llega al poder y suspende,
cancela, elimina o archiva obras, proyectos y planes de la administración
saliente, como si nada de lo hecho sirviera y hubiera que comenzar desde cero.
La historia
Conforme se consolidó el sistema político
mexicano surgido en 1929 el término Revolución mexicana adquirió un sentido
profético. Fue asumido como la verdad absoluta y se convirtió en el paradigma
de la historia mexicana en el siglo xx, en el punto de origen para interpretar
a modo todo el pasado, es decir, para la construcción de una historia oficial.
La Revolución, ya establecida como el gran mito del siglo xx, transformó la
interpretación de los procesos históricos y las ideas políticas en símbolos que
aparecían invariablemente en el discurso político como arietes ideológicos. De
esa forma, acontecimientos como las leyes de Reforma, la no reelección, la
Constitución de 1917, la expropiación petrolera, la soberanía nacional y el
nacionalismo revolucionario se convirtieron en dogmas de fe de la clase
política mexicana.
En el caso de los
personajes sucedió algo semejante. El sistema político tomó de ellos la parte
que podía encajar dentro de su discurso legitimador, pero sin llevarlo a la
práctica. De ese modo, el respeto a la ley de Juárez, el sufragio efectivo de
Madero, el agrarismo de Zapata o la bandera constitucional de Carranza sólo
cobraban vida en el discurso cívico, en la retórica oficial, pero en los hechos
eran letra muerta.
La historia oficial
suprimió los temas incómodos de las biografías de los héroes nacionales. Los deshumanizó.
En ningún momento se hablaba de las masacres de españoles permitidas por
Hidalgo; del tratado McLane-Ocampo de Juárez, o de cómo las leyes de Reforma
afectaron a los indios; era impensable señalar la terrible corrupción que
permitió Carranza durante su régimen o presentar a Pancho Villa como un asesino
consumado. Esos defectos sólo eran concebibles en los enemigos históricos del
régimen, como Iturbide, Santa Anna, Porfirio Díaz, Victoriano Huerta y Miguel
Miramón. En pocas palabras, sólo en los hombres de la reacción.
A los ojos de la
historia oficial, los héroes de bronce eran prácticamente hombres predestinados
para cumplir una gran misión por la redención de la patria. Bajo esta
perspectiva, era posible imaginar a Hidalgo de niño jugando al libertador con
sus amigos y tocando campanas para invitarlos a rebelarse contra sus padres. O
bien al niño Benito, muy serio declarando frente a sus ovejas: “entre los
borregos como entre otras especies el respeto al derecho ajeno es la paz”.
La Cuarta Transformación
Cuando sobrevino la alternancia presidencial
algunos de estos rituales y símbolos —que parecían haber echado raíces en la
conciencia colectiva— desaparecieron. El día del presidente perdió sentido y el
propio informe de gobierno dejó de ser la gran ceremonia del tlatoani; el jefe
del ejecutivo no volvió a marchar del brazo con ningún líder sindical el 1º de
mayo, ni volvió a ser el “primer obrero de la patria”; la Revolución mexicana
fue olvidada y casi enterrada con todo y el desfile del 20 de noviembre.
Con los aires
democráticos soplando sobre el país, el tapado y el dedazo también pasaron a
mejor vida, e incluso la historia, en su versión ofi cial, perdió el lugar
preponderante que había tenido en la construcción del discurso político y
legitimador del régimen priista en la segunda mitad del siglo XX.
Sin embargo, la
llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia del país anuncia la
restauración de algunos rituales y la transformación de otros: la historia
vuelve a tomar un papel protagónico luego de que había sido desdeñada durante
18 años. Juárez, Madero y Cárdenas son ahora los arietes históricos; la
insistencia en la “austeridad republicana” juarista, el nacionalismo
revolucionario de Cárdenas o la democracia maderista son parte fundamental de
la narrativa de la Cuarta Transformación.
López Obrador
pretende devolverle la dignidad a la investidura presidencial, y ejerce el
poder, como los presidentes de la segunda mitad del siglo XX, como si no
tuviera límites y todo pudiera realizarse tan sólo con la voluntad. Se acerca
más a la vieja interpretación de la historia oficial, maniquea, nacionalista y
con sentido social, que a las nuevas corrientes historiográfi cas donde héroes
y villanos desaparecen para dar paso a hombres de claroscuros.
Pero, si bien esos
símbolos y rituales son herencia del viejo régimen, la Cuarta Transformación
está construyendo sus propios rituales. El nuevo gobierno abre la residencia
oficial de Los Pinos y lo entrega al pueblo, como lo hizo Lázaro Cárdenas con
el Castillo de Chapultepec en 1934, que por entonces era la residencia oficial;
el presidente viaja en clase turista en sus giras, renunció a que su seguridad
estuviera en manos del Estado Mayor Presidencial, se reúne con los medios a las
7 de la mañana todos los días, tiene una oficina para atender y recibir las
peticiones de la gente, está en contacto con el pueblo permanentemente.
La vida política mexicana y la sociedad se han relacionado e integrado a través de los rituales, pero al final el denominador común entre el antiguo y el nuevo régimen es que el ejercicio del poder hoy sigue estando más cerca del paternalismo que de una república de ciudadanos libres y críticos. EP
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