La razón de la popularidad de Michel Foucault en América Latina: hablar mucho y decir poco

Durante el siglo xix brotaron diversas tendencias proclives al pesimismo histórico y al relativismo axiológico, como una reacción plausible a una larga época dominada por el idealismo racionalista y el optimismo evolutivo. Los representantes más ilustres de esta corriente fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. Los méritos y logros asociados al pensamiento de Nietzsche son […]

Texto de 24/09/16

Durante el siglo xix brotaron diversas tendencias proclives al pesimismo histórico y al relativismo axiológico, como una reacción plausible a una larga época dominada por el idealismo racionalista y el optimismo evolutivo. Los representantes más ilustres de esta corriente fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. Los méritos y logros asociados al pensamiento de Nietzsche son […]

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Durante el siglo xix brotaron diversas tendencias proclives al pesimismo histórico y al relativismo axiológico, como una reacción plausible a una larga época dominada por el idealismo racionalista y el optimismo evolutivo. Los representantes más ilustres de esta corriente fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. Los méritos y logros asociados al pensamiento de Nietzsche son sólidos y bien conocidos. Basta mencionar, por ejemplo, su esfuerzo indeclinable por descubrir la voluntad de poder en los más diversos actos del intelecto: detrás de los ideales de objetividad de los científicos y detrás de las aspiraciones de rectitud de la moral universalista se ocultan los imperativos de la autoconservación y los designios del poder desnudo. Después de Nietzsche no podemos retroceder a aquel estadio ingenuo que trata de ignorar los nexos que frecuentemente se dan entre la voluntad de dominar, las construcciones racionalistas y los preceptos éticos.

Los pensadores posmodernistas y especialmente Michel Foucault han dado continuidad y nuevo lustre a las teorías de Schopenhauer y Nietzsche. La voluntad de poder es percibida como la principal fuerza que mueve al mundo, en cuanto la única fuerza realmente identificable. Este postulado abre la puerta al irracionalismo en muchas variantes. Como se trata de un instinto oscuro y ciego, impredecible e intempestivo, y no una tendencia mitigada por la ética y auxiliada por la razón, este impulso vital puede estar asociado a cualquier capricho y, sobre todo, a cualquier rigor y ferocidad. Foucault y los posmodernistas comparten la concepción de que hay muchos cuerpos y, por consiguiente, variadas configuraciones entre ellos e innumerables poderes. Estas configuraciones no requieren de ningún orden o concierto justificados lógica o razonablemente, pues la razón es un simple órgano del cuerpo. Ante la multiplicidad inconmensurable y la legitimidad primaria de los cuerpos-poderes, las teorías asociadas al racionalismo clásico —que podrían ser la fuente de la constitución y la crítica de un posible ordenamiento racional de la sociedad— aparecen como ingenuas. Pero al postular la noción de cuerpos autónomos muñidos cada uno de su incontrolable e irreductible voluntad de poder, Foucault y sus discípulos posmodernistas proclaman y propugnan una pretensión universalista, una especie de ley ineludible y válida para todos los casos. Se trata, obviamente, de una ley sui generis, pero ley al fin y al cabo: la mera casualidad y la lucha incesante de todos contra todos serían el principio y el fin de las cosas.

No se puede pasar generosamente por alto la significativa cercanía de estos teoremas, derivados y casi copiados de la doctrina de Nietzsche, con respecto a los “filósofos” del nazismo alemán (Alfred Baeumler, Ernst y Heinrich Forsthoff y Ernst Krieck), aunque estos ideólogos siempre sintieron un notable recelo contra Nietzsche a causa de sus ataques al antisemitismo y al pangermanismo. Baeumler, como Foucault, rescató la idea nietzscheana de la existencia primaria de los cuerpos en lucha y de su contingencia liminar (no hay entonces ningún sentido racional ni tendencia histórica discernibles por medio de operaciones intelectuales); interpretó a Nietzsche como uno de los padres fundadores del antihumanismo y de la lucha perenne de las “unidades concretas” (individuos y naciones) entre sí.

El peligro que se deriva de esta posición teórica es más o menos obvio y representa algo que los pensadores posmodernistas evitan sintomáticamente tratar. Si se presupone que la historia es la lucha inmisericorde de los más aptos (o los más astutos), se puede llegar fácilmente a la aceptación de que la evolución del ser humano es una crónica de casualidades y arbitrariedades, un decurso irracional, donde triunfa generalmente el más fuerte. Y entonces habría que aceptar ciega o cínicamente el orden imperante en un momento dado, porque su prevalencia indicaría sólo dónde es visible la voluntad de poder, quién es el triunfador del instante, cuál corriente ha conseguido la victoria de la ocasión.

Mediante el uso generoso de exageraciones, hipérboles y paradojas, Foucault no hizo justicia a lo positivo de la modernidad cultural, restó importancia a lo rescatable de las construcciones racionales en variados campos (desde el derecho hasta la protección ecológica) y no comprendió en absoluto los aspectos institucionales y democráticos de la esfera política. Muy pronto se vio, empero, que el rechazo del dogmatismo marxista y el fomentar un sano anarquismo individualista constituyen operaciones muy complejas y llenas de sorpresas. La celebración acrítica de la voluntad de poder, que a primera vista parece un fenómeno juvenil y hasta simpático, ha sido utilizada para legitimar regímenes totalitarios, pues esta tendencia anula los fundamentos de toda ética humanista y los esfuerzos racionalistas para comparar entre sí y juzgar los ordenamientos sociopolíticos. Y entonces no tendríamos criterios fiables para criticar y menos para detener la voluntad de poder. Ello es lo que genera uno de los aspectos inaceptables en las obras de Nietzsche y Foucault: la crueldad, por ejemplo, sería una de las más antiguas alegrías festivas de la humanidad. En la política, en la vida privada e íntima y en todo lugar esto resulta altamente peligroso, sobre todo a la vista de las consecuencias ya experimentadas en el terrible siglo xx. El corolario que se desprende de esta teoría es atroz: la pura inmediatez adquiere una dignidad ontológica superior a la consciencia. Paradójicamente, la polémica de Nietzsche y Foucault contra la consciencia (en cuanto un estado personal enfermizo e imperfecto) y, en el fondo, contra la individualidad y el proceso de individuación, sólo puede brotar de una consciencia altamente reflexiva que se observa y critica a sí misma con la lucidez del más refinado raciocinio.

Si la razón en sí misma y como totalidad está infectada de irracionalismo, si toda ella sufre bajo el hechizo de la regresión perenne, es ilógico pensar que pueda esclarecerse y analizarse a sí misma. Aquí se daría una situación sin salida, una aporía insalvable. Pero también hay que considerar otra posibilidad. Todos estos factores —el elemento de la exageración en Foucault, un estilo cercano a un aforismo perpetuo y la edificación premeditada de aporías y autocontradicciones— pueden ser estimados como una intención didáctica: desprenderse de la pesadez de lo fáctico, enfatizar los extremos sólo para mostrar su unilateralidad, provocar un exceso de significaciones para que el lector reaccione con una reflexión consciente.

En resumen, se puede decir que la teoría foucaultiana del poder debe ser calificada de conservadora y afirmativa porque sostiene una dilución general de los centros del poder y así consigue, en el fondo, restar importancia a las genuinas concentraciones de poder político y volverlas inofensivas. Es sintomática la simpatía neoliberal por las ideas de este pensador, sobre todo en la academia norteamericana. No se podría, por ejemplo, conquistar el poder a la manera tradicional, porque ya no existirían esos “centros del poder”, sino a lo sumo redes, abiertas y de uso general, y la eficacia del poder sería ubicua y profunda, pero totalmente diseminada.

Se trata de una teoría difícil de referir, pues su carácter retórico y gelatinoso impide una reconstrucción breve y acertada. No hay duda de la profundidad y originalidad de muchas de las aseveraciones de Foucault, especialmente en terrenos específicos e investigaciones históricas (el campo de lo micrológico, por ejemplo), pero en su conjunto es una doctrina difusa, carente de una perspectiva clara de aplicación y falta de una base normativa discernible, sobre todo para distinguir entre un poder totalitario y un gobierno aceptable, distinción a la que no podemos renunciar. La libertad no puede ser lo mismo que la opresión, ni esta temática debe ser reducida a un problema semántico. Precisamente en la praxis política Foucault no nos brinda ningún criterio para resistir formas totalitarias y autoritarias de dominio. Bajo ningún concepto se pueden aceptar las ocurrencias de que la libertad sólo existe como transgresión y que un Estado de Derecho constituye un modelo sutil de despotismo. Como se sabe, estos teoremas foucaultianos —que son vistos ahora como el genuino aporte de una mente original y a la altura de la matizada sensibilidad contemporánea— sólo han servido para aumentar la popularidad de los escritos de Foucault, aunque hoy se escuchan voces que afirman que este pensador era el gran teórico de la disciplina y la regulación sociales en la etapa fordista y que ya no tendría vigencia en la época de la globalización y la flexibilización.

Los escritos foucaultianos hablan de contextualismo y de la vida en plural; en ellos lo particular posterga lo general y la existencia cotidiana desplaza la moralidad y la teoría a un rincón insignificante. Pero esta inclinación a censurar las generalidades está llena de enunciados de índole universalista y uniformadora; no es casualidad que la crítica de todo método disciplinario termine en la apología de lo existente. La relevancia y el sentido de la crítica de la sociedad disciplinaria quedan entonces en el aire.

Por otra parte, Foucault tendía a sobrevalorar lo arcaico, trágico, oscuro y pesado, lo onírico, exótico y prohibido; estaba indudablemente al lado de las grandes corrientes de moda, las preferencias juveniles y las inclinaciones simbólicas (e inofensivas) a la transgresión de todo, pero no es probable que haya creado una teoría perdurable en filosofía y ciencias sociales.

El conocido filósofo Michael Walzer calificó la obra de Foucault como retórica, altamente contradictoria, nihilista, superficial, inconsistente, plena de poses y frases y sin base sólida. El gran historiador alemán Hans-Ulrich Wehler sostuvo que la teoría de Foucault era frívola, difusa, llena de odio, carente de responsabilidad y radical antinormativista, frecuente sólo en los medios académicos norteamericanos. A esto no hay mucho que agregar.  ~

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