La pantomima de la corrección política (segunda parte)

La (in)corrección política como problema de comunicación Para recapitular, sustituir términos no resuelve el prejuicio (discriminatorio o no), pues quien usa términos “políticamente correctos” puede aparentar creer en lo que dice sin que sea así. No obstante, lo contrario es igualmente cierto: quien no sustituye el término supuestamente peyorativo no necesariamente tiene la intención de […]

Texto de 24/11/16

La (in)corrección política como problema de comunicación Para recapitular, sustituir términos no resuelve el prejuicio (discriminatorio o no), pues quien usa términos “políticamente correctos” puede aparentar creer en lo que dice sin que sea así. No obstante, lo contrario es igualmente cierto: quien no sustituye el término supuestamente peyorativo no necesariamente tiene la intención de […]

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La (in)corrección política como problema de comunicación

Para recapitular, sustituir términos no resuelve el prejuicio (discriminatorio o no), pues quien usa términos “políticamente correctos” puede aparentar creer en lo que dice sin que sea así. No obstante, lo contrario es igualmente cierto: quien no sustituye el término supuestamente peyorativo no necesariamente tiene la intención de discriminar. Éste es uno de los aspectos más débiles (¡y comunes!) de la corrección política, pues lo que se toma como “incorrección” —la desviación de un tipo ideal— no siempre es ofensiva, mucho menos “incorrecta”. Es algo basado en percepciones e interpretaciones, por lo que es necesario explicar los juegos de lenguaje en los que surge.

La (in)corrección política es un problema de comunicación precisamente porque no se dice todo; no se aclara la intención original al usar algún término. El problema de la teoría de la comunicación en su esquema más básico es que, cuando un emisor da un mensaje a un receptor, se sustrae todo contexto en el cual el mensaje adquiere más sentido que en otros. Ese contexto o juego de lenguaje es fundamental para advertir la intención del emisor al emplear un término, pero no es todo. Dejando de lado la complicación adicional que crean las inferencias ad hominem —enfocarse en el carácter personal del emisor en vez de analizar el mérito de su argumento—,1 esa intención siempre será indescifrable. Ésta es, acaso, la muralla más grande e inexpugnable con la que se topa la corrección política.

Valga un nuevo ejemplo. Durante la Copa Mundial de Fútbol en 2014 surgió una polémica por el uso del término “puto” entre los aficionados de la selección mexicana. Como se sabe, cada vez que un portero en la liga mexicana despeja el balón en un saque de meta, los hinchas del equipo contrario suelen gritar “puto” como marca de otredad frente a esa acción específica. En este contexto, gritar “imbécil” o “estúpido” tendría poco chiste: “puto” es útil por su brevedad y simpleza en la especificidad de este juego de lenguaje. Sin embargo, hay una distancia inconmensurable entre gritar “puto” y el hecho fehaciente de que el 100% de quienes gritan estén completamente conscientes de que el arquero rival es homosexual y que, por ello, es inferior a los heterosexuales. La FIFA, no obstante, catalogó el término como políticamente incorrecto y ofensivo hacia todos los homosexuales del planeta. La asociación del emisor del mensaje al gritar “puto” con la supuesta homosexualidad del portero rival (o del réferi al gritar “¡puto árbitro!”) es prácticamente nula. Es un insulto, sin duda, pero uno útil por sus características en un juego de lenguaje específico, en escasa relación con la caracterización que de él hizo la FIFA. No sería extraño que, en un futuro cercano, se prohíba el grito “¡weón!” (“huevón”) entre los aficionados chilenos por construirse como ofensa consciente y deliberada a personas con enfermedades testiculares.

Además, quien construye la ofensa, el corrector —en este caso la FIFA—, ¿no incurre también en un prejuicio al señalar al corregido? ¿No construye la FIFA implícitamente a todas las personas que gritan en el estadio como heterosexuales, cuando hay un sinnúmero de individuos homosexuales que también emplean el término, dentro y fuera de un estadio? ¿No cae el corrector en la “incorrección” que precisamente desea evitar? Éste es un problema muy común entre los correctores políticos al construir la imagen del supuesto ofendido. Haciendo caso a Wittgenstein, el término no significa “homosexual” en sentido negativo mientras no se construya como tal. Entre la comunidad homosexual masculina, adjetivos como “loca”, “maricón” o incluso “puto” se utilizan con frecuencia como burla sana entre sus miembros —incluso varios los adoptan con orgullo. En la comunidad afroamericana estadounidense muchos individuos utilizan términos como nigger o brother, sin que se produzca ningún tipo de descontento u ofensa entre ellos. El conflicto no está, una vez más, en las palabras, sino en las intenciones.

Es necesario reiterar esta distinción. Si bien hay quienes pueden sentirse ofendidos por los términos puto o nigger, quizá no en éstos pero sí en otros contextos, la construcción de la ofensa responde más al entorno social, a la relación del ofendido con el emisor basada en una experiencia anterior: la educación previamente adquirida y la sensibilidad construida con base en interacciones sociales. Todo para decir que la incorrección política no es sinónimo de discriminación deliberada. La primera se entiende como la desviación del tipo ideal de la corrección política. Sin embargo, no es universalmente “negativa”, sino sólo en el sentido de lo que se construye como políticamente correcto, con sus innumerables variaciones, dependientes de un contexto.

Valga otro ejemplo. Referirse a un “negro” es muy distinto en Haití y República Dominicana, mitades de una misma isla. En el primer caso, el noir es una figura cultural sin implicaciones negativas que se ha construido como la imagen corpórea de la nación haitiana. En República Dominicana el tema es más delicado, pues por “negro” se ha entendido al inmigrante haitiano. Valga la obviedad: negros hay en ambas mitades de La Española, pero el problema demográfico, social y económico de la inmigración haitiana ha contribuido a que, con la ascendencia española y el amplio mestizaje entre los dominicanos, la otredad se construya utilizando el término negro para señalar negativamente al haitiano —cabe recordar que el régimen de Rafael Trujillo manipuló diversos censos para “blanquear” a la población dominicana.2 Incluso desde hace décadas distintos gobiernos dominicanos han sido “políticamente correctos” al quitar de los censos la pregunta sobre el origen étnico de la población, obstruyendo el estudio demográfico. Éste es un ejemplo de cómo la corrección política se construye mediante elementos socioculturales, produciendo sentido en un contexto local.

Quien utiliza los términos que los correctores políticos construyen como “ofensivos”, sea por ignorancia o porque no lo infiere de la misma manera, no tiene siempre la intención de discriminar. El problema de la corrección política como comunicación radica en este hecho: es casi imposible conocer la intención ulterior de quien emplea cierta palabra, y quedarse con la intención interpretada al recibir el mensaje resulta inútil. De allí surge un problema adicional: el de la susceptibilidad.

La corrección política y la construcción de la susceptibilidad

 Como se ha visto, en muchos casos es el corrector quien construye como “ofensivo” cierto término, cuya inexcusable ofensa traslada intacta a cualquier contexto. Lo que es más: trasladar a todo contexto la ofensa, convirtiéndola en ofensa por la fuerza en cualquier escenario; representar y hablar en nombre del “ofendido” en todos los casos, ¿no es también una discriminación implícita? ¿No surge ésta cuando se asocia que decir “negro” es “malo” y que “suena mal”, como mostró el caso del Negrito de Bimbo ya analizado?

El problema de la corrección política es también de susceptibilidad, que lleva a preguntar quién es el ofendido y si no es éste más un sujeto inventado o imaginado en cierto número de casos. Construir a un sujeto como susceptible de discriminación es algo sumamente complejo, relativo, fuera de toda convención objetiva: depende de a quién se le pregunte. Esto presupone que hay un grupo dominante, el cual asigna qué es discriminable y qué no, lo cual conlleva ya una discriminación consciente. El corrector define quién debe ofenderse y cuándo, y quién no —lo cual ya es discriminatorio. Hay una relación (imaginaria) de autoridad no solamente entre corrector y corregido, sino también entre el corrector y el supuesto ofendido. De ahí que, al querer sonar respetuoso hacia un sujeto susceptible de discriminación, el corrector termine por discriminarlo implícitamente: hace, acaso con las mejores intenciones, lo que desea evitar. Es necesario entender que no todos los individuos que para el corrector serían susceptibles de discriminación se ofenden al escuchar, leer o recibir ciertos términos. Ya se dijo cómo en los juegos de lenguaje de ciertos grupos se usan los mismos adjetivos (locanigger) que los correctores políticos construyen como ofensivos, sin suscitar reacciones negativas. Habrá quien se lo tome a broma.

En una columna reciente en La Nación, Clemente Cancela relata el encuentro del filósofo esloveno Slavoj Žižek con dos indígenas norteamericanos, a quienes preguntó cómo había que referirse a ellos. La respuesta fue “indios”, porque creían que el término evidenciaba la estupidez de los europeos al pensar que habían llegado a India y no a un continente desconocido.3 No obstante, la corrección política estadounidense evita el término “indios” —porque “suena mal”.

El corrector es crucial para construir la susceptibilidad pues funge como intérprete: es un tercero que señala lo “políticamente incorrecto”, “ofensivo” o “agresivo”, quien se ofende en representación de alguien que, según sus valores (los del intérprete), es susceptible de discriminación. Esto ocurre porque, dice Michael Warner, “el significado privado visceral no es fácil de alterar por parte de uno mismo, por un acto de libre albedrío”.4 Sin embargo, Warner no ve la posibilidad de que sea así precisamente porque el significado, aunque privado, no es necesariamente visceral de entrada. Construir a un grupo como susceptible de discriminación, cabe insistir, conlleva ya una discriminación implícita. ¿Es muy distinto decir que “todos los negros” usan afro —lo cual el corrector construiría como políticamente incorrecto— y que todos los afroamericanos se “ofenden” por ciertos términos —lo cual piensan muchos correctores? ¿Qué pasa con quienes no se ofenden, no por pasividad o ignorancia sino por una indiferencia más o menos consciente? ¿No se cae en un encasillamiento en eso que se pretende evitar? ¿No cae el corrector en su propia trampa? Señalar la especificidad de un grupo susceptible de discriminación no es tratarlo de forma igual a otros implícitamente dominantes, sino subrayar una diferencia, a veces tan prejuiciosa como la supuesta incorrección.

Bajo esa lógica, resulta irrelevante si el sujeto susceptible de discriminación se siente ofendido o no. Es algo que depende de su educación, contexto social y marco de referencias. Lo fundamental para el corrector, para quien interpreta un mensaje como ofensa, es la fantasía de pensar que habla en nombre del supuesto ofendido. Desde luego, ésta no es la única forma de construir la susceptibilidad, pero quizá sí la más interesante para entender el fenómeno. Se trata, asimismo, de una construcción particular del sufrimiento. Alejandro Kaufman lo sintetiza en una frase demoledora:

Una forma en que hoy en día es comprobable esta dilación en relación con la problemática del prejuicio y la discriminación es que la opresión, la crueldad y la subordinación —en palabras más adecuadas: las relaciones de poder— estructuran tramas discursivas que renuevan condiciones asimétricas eludiendo los debates intelectuales conocidos, así como los dispositivos jurídicos conquistados […]. No se persistió en las formas que millones padecieron, sino que esas formas fueron transformándose para, primero, cambiar los padecimientos y, finalmente, trocar los padecimientos mismos por modalidades felices de subordinación y dependencia; de modo que los viejos lenguajes emancipatorios [sic] sólo se pueden emplear al precio del lecho de Procusto de los ideologemas [sic] de museo, repetidos como letanías inocuas.5

El problema, una vez más, no son los términos, sino su uso. Hay una larga lista de adjetivos que no resultan discriminatorios mientras no se usen como tales. Un cuchillo, lo dijo Kant, no es ni “bueno” ni “malo”, sino útil para un contexto dado: para cortar nuestra comida o para cercenar al prójimo. Pero Kant no se preguntó qué ocurre si al cortar comida nos quedamos con la mayor parte y damos la pieza más pequeña a una persona desnutrida, o si se usa el cuchillo para acabar con un asesino. De ahí la necesidad de preguntar quién lo usa, cuándo, en qué contexto, por qué y con qué fin. El de la susceptibilidad es un problema, pues, ya no de lenguaje ni de comunicación, porque los juegos de lenguaje son tan variopintos como las interacciones sociales. Es, en cambio, un problema cultural. A excepción, claro, de cuando el emisor tiene la intención de insultar o discriminar, que puede o no ser evidente, pero en ese caso ya no hay incorrección política sino discriminación formal.

Se han mostrado aquí las principales debilidades del fenómeno de la “corrección política” con un enfoque en su vertiente terminológica. Se presentaron diversos problemas que convierten a un fenómeno aparentemente robusto y vigoroso en sus convicciones y modismos en un donaire raquítico. Esto no quiere decir que la corrección política no tenga una utilidad relevante. Como arma política, la construcción de la susceptibilidad es prácticamente todopoderosa, especialmente en un contexto liberal, multicultural y democrático. En México, la corrección política ha ido en aumento en los últimos años con un arrastre sin precedentes, aterrizada en actitudes que en principio parecen exageradas.6 Sin embargo, su aura totalizadora y la intensidad de su propagación también han convertido al fenómeno, sin extrañeza, en presa de ironía. Recurriendo de nuevo a Kaufman, “la impotencia del discurso políticamente correcto para cambiar las condiciones reales de la existencia de la mayoría de la humanidad” aporta, al arte, por ejemplo, un material vasto, y no únicamente en clave satírica.7

Sea como eufemismo o como inhibidora del precepto básico del liberalismo; como problema de lenguaje, de comunicación o de susceptibilidad, la corrección política debe someterse a un escrutinio informado si desea sobrevivir la época confusa y las múltiples crisis por las que atraviesa el mundo actual, donde confluye el cuestionamiento hacia muchos discursos dominantes —políticos, económicos, sociales, demográficos y culturales. Desde luego es deseable que toda persona que discrimina consciente y deliberadamente “entre en razón”, tanto en el aspecto moral como en el social. El conflicto no está allí. La pantomima de la corrección política radica en la facilidad con la que se puede revertir su argumento básico: la tensión entre inclusión y discriminación implícita. La intensidad de varios correctores políticos, quienes en su celo no advierten estos problemas, contribuye a satirizar el fenómeno y restarle seriedad.

La corrección política es una suma de convenciones muy laxas, que no todos los seres humanos comparten ni conocen —ni tendrían por qué. Así como la incorrección política no es sinónimo de discriminación consciente, tampoco la corrección política implica una ausencia de discriminación. Ser políticamente correcto se reduce a quedar bien en un solo contexto, con un grupo y no con otros. Desde allí, un cambio cultural y de conciencias, lo cual podría suponerse como la meta ulterior del fenómeno, simplemente no podrá darse jamás. EstePaís

 NOTAS

1 Glenn C. Loury, “Self-Censorship in Public Discourse: A Theory of ‘Political Correctness’ and Related Phenomena”, Rationality and Society, 6 (1994), p. 436.

2 Pedro L. San Miguel, “¿Cambio identitario en República Dominicana o ‘wishful thinking’?”, A Contracorriente, vol. 7, núm. 3 (2010), pp. 427-436, cf. pp. 432-433.

3 Clemente Cancela, “El humor y su desafío a la corrección política”, La Nación, 17 de octubre de 2015 <http://www.lanacion.com.ar/1837161-el-humor-y-su-desafio-a-la-correccion-politica>.

4 Michael Warner, Público, públicos, contrapúblicos, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, p. 71.

5 Alejandro Kaufman, “Sobre vocablos necesarios pero insuficientes”, Vertex. Revista Argentina de Psiquiatría, vol. XVIII, núm. 71 (2007), p. 48.

6 José Carreño Figueras, “Corrección política: lo que es común para unos, es insulto para otros”, Excélsior, 26 de julio de 2014 <http://www.excelsior.com.mx/global/2014/07/26/972926>.

7 Kaufman, op. cit., p. 48.

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RAINER MATOS FRANCO es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México.

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