La lengua los ratones

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 10/05/21

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 14 minutos

El abrazo del traidor consiste en abrazar a alguien y cada uno voltear hacia el otro lado. Aprendí el término las veces que en el barrio me he encontrado a Juliani caminando por casualidad. Nos vemos y nos reconocemos por los ojos. Los de Juliani son tan expresivos que me doy cuenta de que sonríe también de sólo verle la mirada. La primera vez nos quedamos hablando un buen rato. Estábamos en la esquina de Luz Saviñón y Pitágoras. Santiago compraba fruta y Muciño nos esperaba a unos dos metros de sana distancia. Hablamos un buen rato Juliani y yo. De enfermedades y mudanzas y Rox y Diego y NoFM. Al final, no queriendo despedirnos como si fuera una llamada por zoom, me le acerqué un poco a Juliani y le di una palmada en el brazo y él me dijo: Hay que darnos el abrazo del traidor, solo voltea para allá. Y ambos, cada quien con su cubrebocas bien puesto, nos abrazamos y rompimos la cuarta pared de la pandemia.

*

El viernes pasado venía de regreso de Paseo de la Reforma, a la altura de Palmas, y aunque trabajé por esa zona varios años y me fui aprendiendo muy bien sus rutas y horarios para evitar el tráfico, las calles habían cambiado mucho. La construcción de nuevos desniveles modificaron la configuración de un laberinto cuyas contraseñas me había aprendido con el corazón. Pero el mundo cambia y basta ausentarte un rato para que deje de ser el que conocías. El regreso fue más complicado de lo que me esperaba porque, encima de todo, me cortaron el celular y no tenía GPS que me orientara a ciegas, como nos hemos acostumbrado a vivir, y me diera todas las respuestas que pensé que estaban en la memoria de mi cuerpo, coche y pasado. El mapa era nuevo.

Me cortaron el teléfono porque hace alrededor de un mes bloquearon mi tarjeta de crédito, donde tengo varios pagos domiciliados, como el celular. Me llegó un pago de doscientos pesos que no reconocí y llamé al banco mientras esperaba que lavaran mi coche, un sábado que iba camino a ver a mi mamá. Ahí empezó una serie de fallos y frustraciones que no son culpa de nadie, pero que vinieron al hilo. Mientras lavaban mi coche, me entretuve en el teléfono chateando con mi amigo Poi. Veía a unos viejos amigos platicando frente a frente, habiéndose encontrado sin querer: uno que paseaba a su perro vio al otro que esperaba que su coche estuviera limpio. Tiempo sin verse. Se saludaron y se quedaron hablando. El del perro no traía cubrebocas y el del coche sí. El del perro gritaba y le hablaba cerca al otro amigo que con su cuerpo se inclinaba levemente para atrás pero no se atrevía a detener la conversación ni decirle nada. Les saqué una foto y se la mandé a Poi, diciéndole: Cómo hay gente. Y en ésas estábamos, yo entretenida en mi espera inevitable, cuando me llegó la notificación de ese cargo que no reconocí. Llamé al banco y me bloquearon la tarjeta y todos mis pagos domiciliados se quedaron en el limbo. 

Llegué a casa de mi mamá, como cada sábado luego de mis terapias de la espalda, y traté de estacionarme atrás de la moto que mi hermano dejó ahí estacionada sobre el piso de adoquín, y sin querer le di un besito y se fue de lado. La tiré. Como ando mal de la espalda, pero supongo que aunque no, no la pude levantar. Le gritamos a un albañil que estaba trabajando en la casa de enfrente y nos ayudó a recogerla a mi mamá y a mí. Mi mamá se enojó conmigo, yo le dije que fue un accidente. 

—A ver qué te dice tu psicoanalista —me dijo mi mamá.

Mi mamá estaba además especialmente nerviosa ese día porque mi hermano tenía una piedra en el riñón y quería que lo llevara a urgencias. 

—¿Por qué no toma un taxi y tú lo alcanzas ahí? 

Mi mamá se movía nerviosa por la cocina empacándome la comida que íbamos a comer juntas tan pronto llegara, pero ahora no porque tenía que ir por él para llevarlo al hospital.

Me fui sintiéndome rara por haber tirado la moto. Por no haber comido con ella. Por haberme quedado sin tarjeta de crédito. Por no entender la situación bien y no poderle ni siquiera hablar a Tomás.

Hace unos meses que mi hermano y yo no nos hablamos. Él pensará que por una cosa, para mí es por otra. Pero no hemos podido hablar. Supongo que cuando pasen los enojos. Cuando pase el estrés. Cuando se acabe el covid. Cuando pase todo esto. Cuando él termine de instalarse en la que era casa de mi abuela paterna o tita, como siempre le dijimos, que murió el 4 de diciembre del año pasado.

Supongo que la muerte de un ser cercano trastoca mucho las dinámicas y aunque no sea una muerte trágica, aunque no esté pensando en ella todo el tiempo, es algo que me duele y su ausencia, su silencio, me hacen sentir descolocada. Como cuando optimizan las avenidas y hacen nuevos desniveles y el laberinto del mundo cambia para siempre y no sabes cómo llegar a donde ibas. 

A pocas cuadras de mi edificio, me llamó mi mamá:

—¿Ya has de estar llegando, verdad?

—Sí, ¿qué pasó?

—Nada, que siempre ya tu hermano no va a ir al doctor, que ya se le pasó. ¿Quieres regresar?

—No, la verdad ya sólo quiero llegar a mi casa. 

Y nos fuimos platicando el resto del camino y todavía seguimos hablando un rato más cuando ya había llegado.

*

Hoy que ya no existe el mundo exterior, me acuerdo de mis trayectos a Panamá. Panamá era nuestro estudio en el Centro Histórico, con la rata Idalia, en el mismo edificio donde ella vivió varios años. Pero en otro departamento. 

El espacio Panamá sólo duró un año. Poco menos. Llegó el covid y tuvimos que entregarlo y desmontar nuestro país. 

Me acuerdo de cómo era llegar con tiempo a Panamá. Bajarme en el metro Hidalgo en vez de en Allende, y lo mucho que me gustaba recorrer la Alameda. A veces sacaba mi celular y me ponía los audífonos y durante todo ese trayecto me iba hablando con alguien, casi siempre con Idalia, con mi mamá o con mi tita. 

En febrero del año pasado, cuando me encontraron un nódulo en la tiroides y tenía tanto miedo que no le dije a nadie de mi familia más que a mi mamá, un día en ese trayecto de la Alameda a Panamá llamé a mi tita. Le conté de mi nódulo.

—Me encontraron un nódulo en la tiroides —le dije—, ayer me hicieron una biopsia.

Esperaba escuchar su voz fatalista que la caracterizaba, tanto como a todos los Castillo. Pero no. En vez de eso le escuché un tono dulce, una caricia o puente.

—Fíjate nomás, de joven yo también tuve un nódulo en la tiroides. 

—¿Cuándo? ¿Y qué te pasó?

—Un día al final de una cena, la esposa de un amigo de tu tito me notó algo en el cuello y me dijo: Revísate eso. Y ahí vi que tenía una bola.

—¿Y te asustaste? —le dije yo, súper angustiada.

—Yo creo que sí. A lo mejor en el momento. Me quitaron la mitad de la glándula. Estuve con pastillas pero luego ya no. Eran otros tiempos.

—¿Y qué edad tenías, tita?

—¿Qué habré tenido? ¿Unos 34 o 35?

—¿En serio? Qué chistoso. Te salió a la misma edad que yo tengo.

—Sí es cierto, fíjate. Y no me pasó nada, aquí sigo.

—¿Qué otras cosas te pasaron y a qué edad tita? Por si es que voy viviendo lo mismo que tú, voy a hacer una línea del tiempo.

—Pues tuve altibajos con la hormona, pero nada grave. No te deseo que vivas tantos años como yo, es muy duro.

—Ojalá que sí los viva —le dije esperando no morirme a los 35—. Ya te contaré cómo sale la biopsia.

Y en algún momento, cuando seguí mi camino, crucé el Eje central y llegué a la Roxy, colgamos como si nada. Como se cuelga cuando todos estamos vivos. En la Roxy llamé a la rata y le dije que si quería una malteada de pistache. Pedí dos y llegué a lo que serían las últimas semanas del lugar más feliz de la Tierra que, al volverse imaginario, se convirtió en tiempo, en día. El día más feliz de la semana es hoy Panamá.

*

Ese viernes de regreso de Reforma pude haber hecho media hora hasta mi casa, pero en vez de eso hice más de dos. No toda la culpa la tiene el celular y el cambio en las calles. También había tráfico y yo no había comido y además no entendía qué pasaba ni por qué no tenía señal. Llegando a Patriotismo le llamé a Santiago para irme platicando con él el resto del trayecto, y ahí me salió el aviso de ATT de que por falta de pago me habían cortado el celular. Lo cual era un error, porque lo de la tarjeta ya se había solucionado semanas antes. Cuando me llegó una reposición a casa de mi mamá y fui por ella. No nos habíamos visto desde el día de la moto tirada. Hice catarsis. Hicimos las paces.

Resultó que la tarjeta que me había llegado era la reposición adelantada que pedí sin querer. Pero no era la buena, porque ésa la habían cancelado. Y que la buena llegaría en otras dos semanas más. Y que de todos modos ya los pagos estaban desbloqueados y todo lo domiciliado se tendría que cobrar sin problema.

Todo menos ATT que nunca en su vida me mandaron facturas ni tienen un lugar en todo México donde den servicio al cliente. Así que desde los dos meses que contraté su servicio me quise salir, pero no pude, porque ya me habían atorado por dos años. Pero además, porque no hay nadie que te ayude a salir, todos sus empleados están ahí en los call centers y locales para ayudarte a entrar. Como esos juegos de atrapanovias, que metes el dedo y luego ya no lo puedes volver a sacar. La única salida era esperar a mayo de 2021.

Así que cuando venía de regreso de Reforma, sin señal pero ya encaminada en Viaducto, me seguí de largo a Parque Delta para cancelar al fin ATT y volver a Telcel, que tendrá sus propios demonios, pero siempre alguien da la cara.

Comí ese día a las 8 de la noche.

Y me quedé sin celular desde el lunes siguiente hasta el jueves.

*

He sido adicta al cigarro, a la televisión y al alcohol.

A pesar de que es bastante obvio, no había caído en cuenta de lo adicta que soy al celular. Estar sin él me hizo sentir aislada por días. Frustrada. A medio gas. Luego reconocí ese craving tan particular, esa punzada en el estómago que se siente en la noche cuando te fumas tu último cigarro y ya cerró la tienda y toca ir hasta el metro por cigarros sueltos.

Qué asco, pensé, tener esta misma adicción al celular.

Los días que siguieron fueron raros. No podía acceder a mi banca en línea. Solo tenía whatsapp en la computadora. No tengo teléfono fijo así que no podía llamar a mi mamá para platicar de nuestro día.

Me sentía muda.

Tenía que ir pagarle un print a mi amigo el Pixi y al no poder hacer la transferencia, ahora tendría que darle el dinero en efectivo. Así aprovechábamos para vernos y de una vez, en lugar de enviarlo por Uber o iVoy, me podía dar en persona la ilustración. Pero sin celular no sabía cómo iba a ser capaz de llegar ni cómo, una vez ahí, él iba a saberlo para abrirme la puerta. 

El Pixi es de mis amigos más antiguos, de los más queridos, es mi familia. Trabajamos juntos muchos años y como éramos bien intensos en nuestras peleas, acabamos diciéndonos de cariño peor enemigo

En la preparación de ir a su casa, me puse a buscar dónde anotar. Encontré un paquete de post-its envueltos en dos capas de plástico que no lograba abrir. En un intento violento por destruir la envoltura, recordé los movimientos suaves del Pixi para dibujar, para hacer café, y la vez que me enseñó a hacer un huevo frito, porque a mí siempre se me rompía la yema. Ese día de visita en mi casa le conté que nunca lo lograba y siempre me daban ganas de llorar de la frustración cuando la yema se estrellaba toda y se cocinaba en vez de quedar aguadita. Él tomó el huevo, dio un toque suave en el sartén y con mucho cuidado y pausa, lo dejó caer sobre la superficie caliente. Desde siempre lo que más nos gusta hacer juntos es desayunar.

Pelearme con los post-its me hizo acordarme del Pixi. Tomé unas tijeras y pensé: ¿Cómo abriría el Pixi este paquete? Y con esa misma pausa del huevo, hice un corte ahí donde se pegan los extremos y con facilidad jalé para extraer el paquete de hojas. Luego, como hicieran los antiguos, anoté su domicilio y las direcciones para llegar a su casa. Y cuando estuve ahí, toqué el timbre. 

Sin un teléfono que grite simultáneamente mil mensajes a la vez desde el texto, la imagen y el sonido, tuve una semana donde me sentí casi muda. Y en ese silencio, muchas cosas en mí se fueron calmando. Una compulsión es estar leyendo todo el tiempo en el teléfono lo que dicen todos. Pero también es la verborrea que me caracteriza cuando no me siento bien. Necesitaba ese silencio. Tal vez en general debería empezar a hablar menos, callarme de una vez.

*

Hoy y desde el último año, todo son palabras. Palabras escritas, dichas o escuchadas. El cuerpo no existe. Los mensajes pasan a través de dispositivos, pantallas, bocinas. Supongo que en la secundaria algo similar tenía que mi voz no encontraba cómo salir. Atrapada en mi cabeza, sólo yo la escuchaba y no tenía claro cómo conectar con otros. Quizá por eso en la secundaria empecé a fumar. Tragarme algo y devolverlo, escupirlo, abrir la boca. Encontrar dónde quedó el cuerpo y estando en silencio sentirlo desde dentro.

*

Si hablara menos ya no sería yo, pensaba ayer mientras agarraba esa curva que baja en el ocho de Tlalpan hacia Taxqueña, camino a mi doctor de la espalda. Ayer me gradué de la terapia de ozono, según me dijo, luego de ponerme esa última dosis de uno de los peores dolores controlados que he sentido en el cuerpo.

Venía escuchando una grabación vieja entre un amigo y yo al que no le dije que grabaría nuestra conversación. Pero es que nuestra conversación era sobre sus comentarios sobre un manuscrito que le compartí y estaba nerviosa y temía olvidar lo que me dijera. Al escuchar la grabación me di cuenta no sólo de que los nervios me hacen olvidar lo que digo y me dicen, sino que también me provocan hablar un montón. Pasaron más de quince minutos antes de que le cediera al fin la palabra a mi amigo, de que al fin dejara comenzar realmente el tema que nos juntaba esa noche de zoom.

Debería hablar menos. Sólo lo necesario. O de plano callarme, pensé apenada de mí misma mientras nos escuchaba, queriendo adelantarle al audio pero no pudiendo por venir en una vía rápida.

Si no hablara tanto no sería yo. 

Si no hablara compulsivamente, ¿quién sería?

*

La última vez que vi a mi tita la visité en su casa. Mi papá se había ido a vivir con ella y nos recibió en su comedor, nosotros sentados en la sala, todos con cubrebocas. Mi papá le curaba el brazo de una herida que se había hecho luego de un resbalón contra la mesa. Con el tiempo, la piel se va haciendo más delgada y en la vejez es muy fácil hacerse cortadas profundas y muy dolorosas. Ésta además se le había infectado a mi tita. Platicamos un poco de sus días. De unas mermeladas que le compré a mi amigo Alonso y que, según contaron mis papás, mi tita se comió en sólo dos semanas. Ella se reía, como quien hizo una travesura. Luego mi tita le dijo a Santiago que recién había acabado de leer el libro de Una educación que él le regaló el diciembre pasado, sabiendo que mi tita era maestra, y que le había encantado. Por primera vez en mi vida la vi con el cabello gris. Al final de la visita me acerqué a ella y le di un abrazo, con el cubrebocas bien puesto, y con cuidado de no apretarla mucho, aunque quería porque habían pasado ya demasiados meses sin verla y, sobre todo, asegurándome de poner mi cabeza de lado, viendo hacia allá. 

*

Si me callara por completo sería de nuevo esa niña que llegó de Morelia y nunca se acostumbró a empezar una nueva amistad con un: Hola, ¿cómo te llamas? Ésa que pensaba que una verdadera amistad debe tener una razón para hablarse, no sólo llenar un silencio, no sólo curar una incomodidad. Una risa compartida porque viste a alguien tropezar sin querer en la calle. A un niño asustarse con un perro. Un gesto de cuidado porque empezó a llover y aún hay espacio en el techito donde te refugiaste. Una espera interminable en la cola del banco donde lo mejor es hablar del clima o del mal servicio con el de enfrente luego de que le guardaste un lugar cuando fue a la entrada a preguntar si estaba bien formarse ahí. Ninguna de esas interacciones ha derivado en amistad, en realidad.

Pero sí recuerdo las primeras cosas que le dije a mis mejores amigos. La vez que le pregunté a Majo: ¿A ti también te gustan las de Batman?, en esa fiesta de alumnos del Colmex. Cuando conocí a Idalia en la FIL de Guadalajara, luego de que Javier Sáez me estuvo hablando todo el día de ella, y resultó que mil veces estuvimos a punto de cruzarnos: Creo que tu novio fue maestro del mío, ¿íbamos en la misma primaria? Al Pixi: ¿Me prestas esos plumones? Al Yosh: ¿Quién es la Chiquita? ¿Por qué no vino a la junta? A Ale: Te espero en las Tortas Jorge.

Cuando llegué de Morelia a vivir al DF, me volví una niña tan callada que me bullía algo dentro cuando había razones para hablar, pero igual no lo conseguía. 

Me pisaba los pies uno sobre otro mientras mis vecinos platicaban sobre Los Simpson alguna tarde antes de subirnos todos a nuestras casas, y yo también quería narrar mi episodio favorito, contarles que los grababa cada noche en varias cintas de VHS y que los iba numerando. 

Quería darle las gracias a Jean, la mamá de Helen y David cuando me llevaba con ellos a la escuela, pero algo se me atoraba en el cogote y todo ese calor de la cara me hacía doler la lengua y me impedía decir la palabra gracias aun para hacerles saber que no era una malagradecida.

Un día Jean, que también era mi maestra de inglés en la secundaria, me cachó comiéndome mi quesadilla durante clase. A los trece años todo el tiempo tenía hambre y en esa escuela sólo daban un descanso de veinte minutos a mediodía. Así que desarrollé un método para esconderme la comida en la manga de mi suéter e irle dando mordiditas que iba desbaratando después entre la lengua y el paladar, hasta que podía tragarme el bocado. Cuando Jean me cachó comiendo, pensé que haría lo que una vez que me hizo la directora, quien al cacharme comiendo me pidió que escupiera el bocado en el basurero que amablemente me acercó y tirara ahí el resto de mi comida. Pero Jean más bien me preguntó si no desayunaba. Y esta vez más por la boca llena de tortillinas y manchego que por la vergüenza, sólo asentí. 

—¿Qué? ¿No hablas? —me dijo Jean riendo amable, casi bromeando conmigo, mientras yo la miraba congelada, con el bocado aún entre la lengua y el paladar.

Quería decir que sí desayunaba pero que igual todo el tiempo tenía mucha hambre. Con un dedo me señalé la boca llena. 

—Ok, ¿pero estás segura de que no te comieron la lengua los ratones? 

Me reí con los ojos llenos de lágrimas.

—A mí no me importa que comas. Acábate tus quesadillas tranquila —me dijo finalmente y siguió su recorrido por las mesas, revisando los cuadernos de los demás.

Para tercero de secundaria fui volviendo a hablar. Y para nuestras últimas semanas de clase, a punto de llegar la graduación, yo era la que gritaba Callen en vez de Cállense a todo el grupo cuando en nuestro ruido extremo no oíamos a la profesora en turno. Yo la veía ya desesperada, sus palabras ahogadas como las mías de niña. Y trataba de hacerle un hueco de silencio a su voz.

Ahora nado en la mía y es un mar abierto. Y es demasiado. Y quisiera no hablar más. Callarme yo. Dejar un hueco para los otros.

*

Empieza a llover y el Pixi mira su celular incrédulo. Estamos en su jardín, sus hijas me muestran todas las trampas para ladrones que construyeron a lo largo del patio. También una fuente hecha de cubetas, coronada por un diamante blanco que sólo el Pixi alcanza de tan alto.

No llueve mucho, apenas chispea y bien podría ser lluvia o la pipí de un pájaro, como dice una de las niñas.

—Ya se está soltando la lluvia, yo creo que ya me voy —le digo al Pixi. Y él recoge las tazas vacías de café y yo lo espero ahí afuera. Los dos con cubrebocas. Las niñas también.

—¿Sabes cómo distinguirme de mi hermana? —me dice una. Las hijas del Pixi son gemelas.

—¿Cómo? —le pregunto, siguiendo el juego aunque la verdad hace tanto que no las veía, casi dos años, que no sé cómo distinguirlas, lo he olvidado.

—Yo tengo este flequito y mi hermana tiene esos caireles.

El Pixi se ríe y me dice que así le explicó también al doctor que vieron hace un par de semanas cómo saber quién era cuál.

Me despido de ellas y les pregunto si puedo visitarlas otra vez algún día. La de los caireles me dice:

—Sí puedes. Mañana sería un muy buen día para regresar.

Quiero abrazarlas pero sé que no se puede. Así que sólo nos reímos juntas y me despido de la esposa del Pixi a través de la ventana de la cocina. Le agradezco al Pixi su hospitalidad y me duele estar a punto de irme y no poder tocarlo, como si estuviéramos como siempre a través de la pantalla del zoom.

El chispoteo empieza a arreciar y casi se vuelve lluvia. El Pixi mira su celular y dice que no está lloviendo, que en el clima no aparece ninguna lluvia. Yo me río y le digo que por qué le cree más al celular que a la realidad. Miramos al cielo y nos reímos juntos mientras nos caen gotas cada vez más grandes en la cara.

Le recuerdo al Pixi de su libro sobre libretas que acordamos hacer desde el año pasado. Me da gusto tener un pretexto para regresar, quizá no al día siguiente como sugirió una de sus hijas, pero sí pronto.

—Eres muy afortunado de tener jardín, ahí nos podemos juntar —le sugiero.

Me dice que juntará todas sus libretas para verlas juntos, que ya lleva un tiempo catalogando los dibujos por técnica, temática y tamaño.

—Santiago y yo estamos planeando también un libro de las libretas de Juliani.

—¿En serio? Qué bonito compartir editorial con alguien tan grande como Juliani, ¿cómo está?

Y yo le cuento un poco sobre sus achaques y sobre sus miles de dibujos y de las veces que nos hemos visto:

—Lo he visto un par de veces por azar en la calle, uno de sus mejores amigos vive cerca de la casa. Siempre al despedirnos nos damos el abrazo del traidor —y le explico al Pixi cómo es.Nos reímos y le propongo hacerlo. Un toque de pies o de codos no basta para saludarnos y sobre todo para despedirnos. El Pixi acepta y, ahí bajo la lluvia, en un día sin fotos que sé que no voy a olvidar, mi peor enemigo y yo nos damos, durante unos instantes que se extienden lo suficiente, el abrazo del traidor. EP

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