La democracia deliberativa, la conformidad acústica y la posverdad

Hay múltiples teorías de la democracia y diversas caracterizaciones de la misma. No es el propósito de este artículo revisarlas. Damos por supuesto que un régimen democrático contempla dos grandes campos de actuación. El primero es garantizar la representación. El segundo es asegurar el acceso a la información y su más extensa distribución, a fin […]

Texto de 19/08/17

Hay múltiples teorías de la democracia y diversas caracterizaciones de la misma. No es el propósito de este artículo revisarlas. Damos por supuesto que un régimen democrático contempla dos grandes campos de actuación. El primero es garantizar la representación. El segundo es asegurar el acceso a la información y su más extensa distribución, a fin […]

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La democracia deliberativa, la conformidad acústica y la posverdad

Hay múltiples teorías de la democracia y diversas caracterizaciones de la misma. No es el propósito de este artículo revisarlas. Damos por supuesto que un régimen democrático contempla dos grandes campos de actuación. El primero es garantizar la representación. El segundo es asegurar el acceso a la información y su más extensa distribución, a fin de que los electores puedan tomar las decisiones que la propia democracia exige. Una democracia tiene, en suma, cuando menos un componente procedimental y un segundo elemento de carácter deliberativo.

Las democracias modernas requieren una amplia deliberación de los actores institucionales y de los partidos políticos que sea accesible a todos los ciudadanos sin censura o limitación alguna. Como lo estableció el juez estadounidense Oliver Wendell Holmes en 1919, si a un grupo se le impide que exprese sus ideas, el ciudadano se verá privado de todos los elementos que ofrece el (desde entonces) llamado “mercado de ideas”, que es un pilar de la democracia, o como especificaría años después el juez Benjamin N. Cardozo, “es la condición indispensable de casi todas las demás libertades”.

En una sociedad plural, debe asegurarse que todas las posturas o posiciones (que quepan en el arco constitucional) tengan la posibilidad de ser transmitidas al conjunto de los ciudadanos. El pluralismo, como principio, reconoce la discrepancia como un derecho válido y plantea que a través de la argumentación pueda cambiarse una decisión mayoritaria. Por tanto, discrepar, debatir y oponerse no solamente es éticamente válido, sino que es consustancial a una democracia. En consecuencia, el establecimiento de un régimen democrático supone la existencia de un espacio público para que florezca un debate enriquecedor en el que nadie pueda ser descalificado; es decir, los opositores tienen el mismo derecho a hablar que el gobierno, y el ciudadano tiene el derecho de oír a ambos para contrastar opiniones y formular y reformular sus decisiones. La deliberación pública es dinámica y, por tanto, lo que hoy es aceptado por las mayorías, mañana podría dejar de serlo a la luz de informaciones novedosas o argumentos más persuasivos y eficaces, o simplemente debido a un cambio de contexto.

Una sociedad pluralista tiene, sin embargo, una frontera que los teóricos constitucionales han consignado de manera sistemática, y es que todas las posturas tienen espacio en el debate democrático, salvo aquellas que atentan directamente contra los valores que son la base de la convivencia. Este tema tiene muchos años abierto y hay controversias constitucionales como la del juez William O. Douglas, quien en 1951 alegaba que una ideología (el comunismo) no podía ser perseguida por citación judicial, por indeseable que pudiese parecer a la mayoría el contenido de esa doctrina o por ser contrario a los fundamentos de una democracia de mercado. El matiz, argumentaba el citado juez, estriba en que ni el prejuicio, ni el odio, ni siquiera el miedo insensato, deben motivar restricciones a la libertad de expresión, salvo cuando exista una prueba de daño inminente.

Muchos observadores de la vida pública se han preguntado, en el proceso electoral del 2016 en Estados Unidos, si elementos de la retórica de Trump y algunos de los grupos que lo apoyan (unos abiertamente racistas, otros con una marcada mentalidad anticientífica) debían ser tratados como los de un participante más del debate democrático o debían ser denunciados como enemigos del pluralismo y la democracia. El dilema fue planteado en reiteradas ocasiones por Paul Krugman1 a lo largo de la campaña electoral. No todas las opiniones son respetables y válidas; algunas se fundan en evidentes mentiras. Buena parte de los diarios más influyentes de Estados Unidos incorporaron (con visibilidad) la comprobación de datos y hechosa sus propuestas informativas, lo cual arrinconó a la retórica de Trump en la esquina de la demagogia populista, y esa dinámica activó más el ciclo de denuncia del hoy presidente contra los medios tradicionales. No es casual que a muchos de ellos los incorporara en todas sus diatribas como uno de los pilares del establishment al que había que derribar.

Dicho de otra manera, es discutible que, en nombre del pluralismo, pueda pedirse un espacio y un reconocimiento a quienes promueven ideologías totalitarias o racistas, como tampoco suelen aceptarse aquellos actores que utilizan el espacio democrático y al mismo tiempo optan por la violencia y el terrorismo. Los límites de la democracia son los linderos que le permiten evitar que sus enemigos se apoderen del libre espacio de las ideas para atentar contra ella.

Es crucial constatar que en una democracia moderna, con tantas conexiones como las que permiten las modernas tecnologías, el debate público no se da de una manera (permítaseme la licencia) químicamente pura. No todos los participantes en el debate están motivados por una visión ideal de lo que significa el interés público. Hay interferencias que deben ser identificadas y apropiadamente matizadas. La primera de ellas tiene que ver con el debate ideológico propiamente dicho. A diferencia del lenguaje científico o académico, el discurso político no se guía por la búsqueda de la verdad y la objetividad; persigue más bien la legitimación de los propios postulados para maximizar la propia posición. Otro factor que puede alterar la deliberación pública es el interés económico de grupos (empezando por los propios medios de comunicación) que pretenden influir en el debate público, en muchas ocasiones, con más recursos que los propios actores institucionales para presentar una versión determinada de algunos temas. Y finalmente, podemos tener mentiras puras y duras motivadas por distintos actores que puedan, como veremos más adelante, tener una aspiración política o una incidencia en el debate público, como pueden ser candidatos antisistema, iglesias o ciertos grupos de interés.

Conviene traer a colación otro concepto central que es el de la agenda pública. Dicha agenda se puede integrar por un número indeterminado de temas, pero la capacidad de las sociedades para procesarlos es limitada; en consecuencia, los componentes que integran la agenda suelen ser dos o tres.

No es cuestión de profundizar en la forma en que se integra la agenda pública y los actores que pugnan para articularla. Baste, para proseguir con nuestra argumentación, con el reconocimiento de que, si en el modelo clásico en una democracia deliberativa, el gobierno, los partidos políticos y los medios de comunicación tenían un papel protagónico, hoy la nueva realidad tecnológica ha venido a trastocar severamente este supuesto. Consideremos que el gobierno sigue conservando una enorme capacidad para fijar temas en la agenda pública y que las fuerzas políticas conservan también mil canales para subir a la atención nacional los asuntos que consideren apropiados, pero lo que es palmario y visible es que la nueva realidad tecnológica ha quitado el monopolio a los medios tradicionales de la función heliocéntrica que antes tenían, para convertirlos en un planeta más. No cabe duda de que son los planetas mayores, particularmente la televisión, la radio y la llamada prensa seria, pero hoy conviven con plataformas como Facebook, Twitter o Instagram, que son accesibles a todos y que pueden formar redes independientes del gobierno y los medios de comunicación tradicionales, y hacer circular información, en múltiples sentidos, provocando una atomización de la agenda pública.

Dicha atomización es una consecuencia directa de esta nueva realidad en la que los distintos intereses de una sociedad plural encuentran un camino de expresión directo y ampliamente satisfactorio. Todo ciudadano con un dispositivo con acceso a internet y una cámara puede subir contenidos a la red. Por supuesto, algunos correrán con mayor o menor aceptación por parte de otros participantes de ésta, y eso le dará a esos contenidos una forma de validación muy diferente a la de los medios de comunicación tradicionales. En los nuevos canales, el número de likes, corazones de aceptación, muestras de aprobación por reproducciones de comentarios, tuits o videos se convierten en elementos más importantes que el escrúpulo tradicional de los medios de divulgar información atractiva, pero siempre cuidando la línea general de lo que se llama el rigor periodístico. En los nuevos medios puede publicarse cualquier cosa sin que nadie se haga responsable del contenido. Cualquier comentario racista o peyorativo puede integrarse a la pared del Facebook o cualquier usuario de Twitter puede arrojar insultos y descalificaciones sin cortapisas.

Si en el modelo tradicional la deliberación pública tenía como límite el respeto a los valores constitucionales, en el periodismo tradicional la búsqueda de la verdad era la estrella polar de los medios que integran la llamada “prensa seria”. En las redes sociales lo que menos importa es el rigor y, por supuesto, cualquier historia puede ser subida a la red sin que hasta el momento se haya encontrado ningún mecanismo para distinguir entre lo que es verdadero o un dato incontrastable, y aquello que es mentira o números sin ninguna solidez metodológica.

De esta forma, los ciudadanos contemporáneos, particularmente los más jóvenes, se encuentran con una digitalización de la conversación pública que circula sin demasiados controles fácticos en un universo que ha dado en llamarse multimedia, que no es otra cosa que contenido específico noticioso que circula por varios soportes de comunicación combinados (texto, foto o video) y se distribuye por distintos canales. Este fenómeno no es neutro, tiene consecuencias positivas y negativas.

Subvertir un orden determinado y el dominio abrumador de los medios oficiales es viable por la posibilidad que hoy tienen las sociedades de tener una comunicación horizontal (con video incluido) que puede llegar a ser viral y que es muy difícil que un gobierno cancele o límite.3 Hoy en día, la represión gubernamental puede ser exhibida en la red y convertirse en un arma poderosa en contra de impulsos autoritarios de un gobierno. Buena parte de las revueltas liberadoras, desde Moldavia hasta el mundo árabe, son producto de esta nueva realidad tecnológica.4

Pero también es cierto que las historias sin fundamento pueden reproducirse en miles de páginas y, a través de la interacción, ganar credibilidad. Algunas son francamente burdas, como la de que Obama finalmente había admitido que había nacido en Kenia; hay otras más sutiles y venenosas, como aquella que sugería que el agente del fbi que había filtrado información sobre la corrupción de Hillary Clinton había aparecido muerto.

La información generada en páginas (y reproducida por audiencias predispuestas a creer en ellas) fomenta las teorías de la conspiración, forma de pensamiento altamente compatible con la ideología extrema de grupos radicalizados. Para Facebook, por ejemplo, este tipo de casos implicó una nueva responsabilidad (nada sencilla de cumplir) de etiquetar páginas de amplia difusión o con una interacción importante si la información que se publica es falsa. Todo ello está todavía por desarrollarse.

De manera exponencial, ese amasijo de opiniones y prejuicios se fue convirtiendo en una tendencia en las redes sociales que se distribuyó en páginas de Facebook y cuentas de otras redes que conectaban al Tea Party con el Ku Klux Klan, por citar solamente dos casos. El encuentro en la red y la reconfortante sensación de tener una comunidad de sentimientos (y prejuicios) con un número amplio de ciudadanos fueron envalentonando a estos grupos para salir de la periferia del sistema y afirmar, sin ambages, que no se avergonzaban de su ideología racista, nativista y anticientífica; ideología que, por primera vez desde que la corrección política se instaló como norma en los medios de comunicación tradicionales y en la élite política profesional, un candidato se atrevía a exteriorizar de manera abierta, incluso a utilizar un lenguaje machista y profundamente procaz para dirigirse a otros pueblos y a otras comunidades. Un candidato (como Trump) hablaba como ese sector quería que hablase, y sin que pruritos constitucionales o científicos pudiesen negar la americanidad del juez Gonzalo Curiel (por tener origen mexicano) o la inexorabilidad del cambio climático por efecto de la actividad humana, por ejemplo.

Esos grupos, que antes se sentían en la periferia del sistema, consiguieron sus propios medios y un paladín que decidiera hablar como ellos. Y esos contenidos falaces y mendaces de pronto empezaron a circular por ese territorio que algunos tratadistas han llamado “transmedia”, que no es otra cosa que “un proceso narrativo basado en el fraccionamiento del contenido y su diseminación a través de múltiples plataformas”.5

Los propios medios tradicionales incorporaron las mentiras y los prejuicios a su agenda informativa cotidiana, y se preguntaban si era legítimo considerar cualquier opinión como válida, o si su misión era confrontarlas o consignarlas acríticamente. Trump puso a los medios de comunicación frente a uno de los dilemas más importantes de su historia, y se encargó de ubicarlos como sus enemigos frontales.

La atomización de la agenda ha permitido a grupos minoritarios reafirmar su sentido de pertenencia y poder tener canales de comunicación que reafirmen su identidad.6 Esta atomización ha permitido que los grupos de interés que uno pueda imaginar, desde informativos hasta de entretenimiento, hoy encuentren modo de relacionarse con audiencias o colectivos que tienen exactamente los mismos intereses y que en muchos casos comparten las mismas opiniones.

Es una extraña paradoja que el internet, que estaba llamado a conectar al mundo cada vez con mayor eficiencia, esté, al mismo tiempo, desarrollando, cada vez con mayor nitidez, grupos cerrados que sólo dialogan entre ellos y que son refractarios a una deliberación amplia en la cual puedan escucharse los puntos de vista que desafían el propio. Así se abre camino a la posverdad.

El fundamento de la democracia que consiste en la posibilidad de acceder al mercado de las ideas hoy parece amenazado por esta proliferación de islas inconexas que discuten y se retroalimentan entre ellas sin tomar en cuenta referentes externos que contradigan, maticen o pongan en entredicho las propias concepciones. Ya un filósofo alemán (Peter Sloterdijk) lo había notado en el contexto de las democracias europeas y lo había llamado “la conformidad acústica”. Ésta significa algo tan sencillo como que a algunos ciudadanos les agrada escuchar información y opiniones que refuercen el propio punto de vista, y tienden a sentirse
incómodos o desafiados cuando escuchan, leen o ven información que contradice algo en lo que ellos creen. La conformidad acústica ha dado paso a un término que ha ganado fortuna y que, de alguna manera, sintetiza esa proclividad a rechazar aquello que nos resulta desafiante o que contradice una serie de posturas ideológicas y políticas que se asumen e interiorizan. Se trata de la posverdad que se define como lo “relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.7

En un universo de medios competitivos puede encontrarse un equilibrio al garantizar que en los principales canales de televisión y radiodifusión se permita que todas las voces del abanico constitucional puedan expresarse. De esa manera, ciertamente imperfecta, se fomenta que un ciudadano que tenga sesgos y preferencias, pueda escuchar información de otros actores políticos o con otra orientación ideológica e, idealmente, ponderarla, valorarla e incluso admitirla. En las redes sociales es menos sencillo que esto ocurra, porque se rigen por un principio de afinidades selectivas y eso potencia que el diálogo se dé entre convencidos. Por tal razón, el debate tiende a ser cada vez más insular y segmentado, lo cual plantea un desafío colosal para una sociedad como la estadounidense que tiene prácticamente un acceso universal a un internet de buena calidad.

Nos encontramos entonces ante un escenario en donde la verdad no es una, sino muchas, el relativismo se instala como forma de afirmación colectiva y se abre tanto su espectro que las múltiples verdades se mezclan con los prejuicios, los atavismos y las mentiras. EstePaís

 NOTAS

1. Por ejemplo en: Paul Krugman, “Los medios se ‘hacen de la vista gorda’ con fallas de Trump”, El Financiero, 19 de septiembre del 2016.

2. El sitio Politifact.com estableció un barómetro sobre la veracidad de las declaraciones de Trump e incluso revisó su discurso de toma de posesión el día 8 de noviembre. Véase <http://www.politifact.com/personalities/donald-trump/statements/byruling/false/>.

3. Jean-François Fogel y Bruno Patiño, La prensa sin Gutenberg. El periodismo en la era digital, Punto de Lectura, Madrid, 2007.

4. Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza, Alianza, Madrid, 2012.

5. Véase <http://mediosociales.es>.

6. Diego Rubio, “La política de la posverdad”, Política Exterior, núm. 176, marzo del 2017.

7. Diccionario Oxford, 2016.

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