Las luchas feministas se caracterizan por reconfigurar lo público: cada intervención es un reclamo del espacio y, a su vez, reivindica los derechos de las mujeres en un país marcado por las desigualdades de género.
Iconografía de la vida
Las luchas feministas se caracterizan por reconfigurar lo público: cada intervención es un reclamo del espacio y, a su vez, reivindica los derechos de las mujeres en un país marcado por las desigualdades de género.
Texto de Eréndira Derbez 02/10/20
Tengo en mis manos el Recetario para la memoria. Es uno de los objetos más hermosos y desgarradores que he visto, son las recetas de madres que nos enseñan a preparar el platillo favorito de sus hijos desaparecidos. Es un documento íntimo de una realidad que es pública y es avasalladora: la desaparición forzada. Es la hora de comer pero un comensal está ausente. Alimentarnos es una experiencia sensitiva que es tanto visual como olfativa; es también afectiva y de supervivencia. Comemos para estar vivos, no sabemos si ellos lo están.
En México hay madres que rastrean. Otras que aprenden ciencia forense y derecho, que hacen colectivas y luchan por justicia. Hay madres que las matan por buscar a sus hijxs o buscar respuestas, como a Marisela Escobedo, quien fue asesinada en 2010 cuando perseguía justicia para su hija Rubí.
Hay madres que están hartas de esperar y salen a las calles. El dolor y la rabia cruzan sus cuerpos, les agota, les enferma. Cuerpos que sienten y expresan. Cuerpos que resisten. Cuerpos que alguna vez gestaron otro cuerpo que ahora ya no está. Su lucha se mueve en el terreno de lo sensible: en las papilas gustativas, en el oído, en la piel, en el mirar. Su disputa es estética y sus protestas son para aferrarse a la vida. Sus vidas y las de sus seres queridos.
El tono de las madres ha ido cambiando; la tan fiscalizada “violencia” de las manifestaciones no llegó por generación espontánea. Años de impunidad ante las desapariciones forzadas, la tortura sexual, los feminicidios. Años de gobiernos ausentes, revictimizantes, lentos para encontrar justicia, rápidos para perpetrar crímenes… Cómplices por acción o por omisión. Esa “violencia” que tanto les molesta a los guardianes de las buenas costumbres llegó por el hartazgo. La acción directa que juzgan es menospreciada por tratarse de una protesta estrepitosa, pero es bastante poco empático llamarlas a ellas “violentas”. Ninguna de estas mujeres mata, viola o desaparece… buscan justicia, no venganza.
Cargadas de signos, las mujeres salen a las calles: diamantina rosa, flores moradas, cruces rosas, pañuelos verdes y morados, capuchas negras, esténcil y graffiti hecho por hijas, por madres y por abuelas. Las calles y los edificios los pugnan señoras. Sostienen los retratos de sus hijas e hijos, los portan en las playeras. Apelan a nuestros sentidos: lloran, gritan, se acompañan. No son “buenas víctimas”, no son sumisas: nos confrontan e incomodan. No es para menos.
“La crianza es revolucionaria”, es lo que se lee en el edificio de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), tomado a inicios de septiembre por madres que no caben en la lógica de buenos y malos, en la retórica fantasiosa que tanto le gusta dictar al presidente de “liberales” contra “conservadores”, como si estuviéramos en el siglo XIX. Ellas exigen un debate actual, lo aterrizan al México del siglo XXI. Ellas se posicionan desde su experiencia, sus contradicciones, su coraje, su dolor y, sobre todo, desde la dignidad de sus demandas. Ahí su fuerza, en su franqueza, sus aprendizajes sobre la marcha, sus aciertos y errores.
El presidente tiene, con gran habilidad, la capacidad de colocar sus temas de manera magistral en el debate público: la prensa, las redes sociales y el boca en boca repiten las frases que dice. Incluso sus oponentes, supuestamente criticándolo, lo hacen crecer al replicar su discurso.
Es curioso cómo las únicas que cuestionan y dan la vuelta a la retórica del presidente y a sus frases son las mujeres organizadas y las feministas: son un contrapeso real. Al parecer son las únicas que saben cuestionar al poder más allá del ruido de esta paupérrima e insípida oposición.
Bastaron pocas palabras para poner en su justo lugar la incomodidad del presidente: “Este cuadro, estas flores, estos labios pintados se los pintó mi hija, una niña que a los siete años fue abusada sexualmente. Entonces quiero decirle a ese presidente que (así) como se indigna por este cuadro, ¿por qué no se indigna cuando abusaron de mi hija?”, reclamó Érika Martínez con rabia ante las cámaras.
Por generaciones nos enseñaron a amar y respetar a la Patria (lo que sea que eso signifique, como escribe magistralmente Yasnayá Aguilar Gil: “La gran trampa de los Estados modernos es que, a golpe de ideología nacionalista, nos han hecho creer que, además de Estados, son también naciones” y, con ello, también nos hacen creer que son naciones sus símbolos y sus héroes (la gran mayoría varones). Hay por eso a quienes les molesta que a los héroes les agreguen nuevos símbolos. Consideran una falta de respeto que sus rostros sean intervenidos con pintura morada a modo de lipstick. Quizás lo que más les cala, en su misoginia interiorizada, es la serie de atributos femeninos sobre el rostro de un héroe.
Ready mades rabioso, sin domesticar, que hoy no caben (quizás algún día sí) en las salas de los museos nacionales. Ellas intervienen sobre obras arquitectónicas y pictóricas de corte nacionalista, hegemónicas, de antaño y las vuelven objetos con demandas vivas que se insertan eficazmente en los discursos actuales. Son golpes visuales de realidad. Pese a la urgencia de un cambio ante la gravedad de la crisis de las demandas, hay quienes les incomoda más la puerta grafiteada, la pared rayada que la exigencia de justicia, que la razón por la cual ellas protestan. Justo por eso es importante que la pared esté así: esta es nuestra realidad. La realidad es incómoda, las protestas son incómodas. Como fueron incómodas para muchos las manifestaciones o los plantones en Paseo de la Reforma en 2006.
Es absurdo negar el pasado: todos estos años de violencia que se extremaron tras la inútil “guerra contra el narcotráfico”. Nuestro país ya era uno de fosas, desapariciones, balaceras, tortura, violaciones, feminicidios desde antes de la llegada del actual presidente. Pero también es cierto que si algo llevó a López Obrador a la presidencia con tan arrasadora ventaja fue el hartazgo.
Y también fue importante para ese triunfo el voto de las mujeres y de quienes se preocupan por los derechos humanos. Atraído por guiños importantes: un gabinete paritario, una secretaria de gobernación que hablase de la legalización de la marihuana o la despenalización del aborto. Ninguno de estos guiños se ha vuelto acciones concretas, mientras que la militarización y la violencia extrema continúan.
Si bien el nuevo gobierno no es responsable del desastre de los sexenios de sus antecesores, sí es responsable, ahora que es gobierno, de cambiar el rumbo. Pero el presidente no se ha mostrado eficiente, ni tampoco empático. Cuando las marchas feministas explotaron en distintas partes del país él decidió hablar de la rifa de un avión. Mientras que, en plena crisis por el COVID, la violencia contra las mujeres se ha incrementado, nuestro presidente habló de falsas denuncias. Cuando las madres tomaron la CNDH como exigencia de justicia por la violencia sexual o el feminicidio de sus hijas, él decidió criticar los daños al retrato contemporáneo de Francisco Madero. “Yo respeto todas las manifestaciones pero no estoy de acuerdo en la violencia y el vandalismo, no estoy de acuerdo con lo que hicieron a la fotografía, a la pintura (…) El que afecta la imagen de Madero o no conoce la historia, lo hace de manera inconsciente o es un conservador, así: o sea es un pro-porfirista” dijo el presidente en su larga conferencia matutina el 7 de febrero.
Tampoco es algo nuevo que las calles las tomen las mujeres. Las luchas sociales las han hecho también las mujeres. Mujeres como cualquier otra, mujeres de carne y hueso. No hay por qué idealizarlas como nos enseñaron a hacer con los héroes patrios. Son mujeres que se equivocan, que aprenden y que también nos enseñan. Las mujeres siempre hemos estado ahí: invisibilizadas, silenciadas, escondidas para un ojo que ha escrito la historia y que considera que esos temas, “esos temas de mujeres”, son secundarios.
Las mujeres organizadas no caben en la lógica empolvada de liberales contra conservadores que tanto usa el presidente, en todo caso, es de conservador cuidar más la imagen de un cuadro que representa a un hombre al que le hemos dado el valor de un héroe de la patria que cuidar a las personas de carne y hueso que conforman el país: personas que luchan por justicia, que buscan la no repetición, que se aferran a la vida. Hay que traicionar a los símbolos todas las veces que sean necesario, hay que inventarnos nuevos.
Estas madres son todo lo contrario de lo que se exige que una madre sea en un país machista: no son sumisas, ni abnegadas, ni silentes; son madres que gritan, que exigen. No se quedaron en casa a llorar su pena, no son pasivas y no son cómodas para la mirada egoísta y misógina. Son madres que muestran rabia, son voces activas que exigen algo tan digno como justicia para quienes jamás debieron de haber desaparecido ni haber muerto: son sujetos históricos. Intervienen edificios con fachadas neoclásicas, esculturas que muestran a mujeres sólo como alegorías y nunca como personas, rayan pinturas hechas a principios del siglo XXI para idolatrar a políticos del siglo pasado. Traicionan a los símbolos caducos y los reinventan entre danzas con ritmos percutivos que salen de tambores y garrafones, cantos y consignas, flores y pintura rosa. Nunca el rosa había sido tan revolucionario. Sus gritos por justicia son exigencias de vida. Sus consignas, son cantos a la vida que fue arrebatada por el crimen organizado, por la militarización o por el feminicida que mata porque se sabe impune.
Hay quienes tienen dudas bastante legítimas: ¿de qué sirve tomar la CNDH si es un organismo autónomo, si no representa al poder? Quizás es porque, aunque tenga y haya tenido un papel muy importante en la defensa de los derechos de las mujeres, ante la ausencia de acceso a la justicia, la CNDH no significa mucho para una víctima. También es un cuestionamiento al trabajo de Rosario Ibarra de Piedra al frente de la comisión y a su misma designación, que levantó muchas preocupaciones respecto a su autonomía.
Además, la protesta nos recuerda cómo el derecho como disciplina se pierde en su retórica, en su elitismo, en lo alejado que está de la realidad. El que tomen una institución en el centro de de la ciudad en un país tan centralizado es también jugar con lo simbólico. El hecho de que quieran hacer una casa okupa para un refugio de mujeres, cuando se golpea a los albergues para mujeres e infantes que sufren de violencia, es también jugar con lo simbólico.
No es poca cosa que en un municipio con tantos feminicidios como Ecatepec tomen la Comisión Estatal de Derechos Humanos como réplica. Por cierto, Alfredo del Mazo, gobernador del Estado de México, Fernando Vilchis, presidente municipal de Ecatepec, y Alejandro Gómez Sánchez, fiscal general, tienen mucho que explicar y no sólo por su ineficiencia para combatir la violencia de género, también por las múltiples irregularidades de sus acciones en la madrugada del 11 de septiembre.
Las mujeres organizadas ponen en jaque a los gobiernos federal y estatales porque los confrontan, porque les exigen, aunque hayan votado o no por estos. Hay también una oportunidad para el gobierno federal, que tiene entre sus filas a mujeres muy preparadas y talentosas, a personas comprometidas que vienen de organizaciones de la sociedad civil, que han luchado por conseguir derechos. El presidente, por ejemplo, podría aprender de ellas a no hacer comentarios revictimizantes o a fiscalizar el tono de las protestas. Y esta revolución política y estética que hacen las madres, es una llamada de atención para todes: no hay país sin ellas.
En lo simbólico está la eficiencia de sus mensajes: quizás la okupa funcione como refugio, quizás no. Quizás se articulen nuevas colectivas, quizás no. Quizás la comunicación con el gobierno rinda resultados para que, al menos, las víctimas que tomaron el edificio puedan encontrar justicia. Quizás eso tampoco suceda, pero el edificio tomado, la figura de Madero intervenida y las razones por las cuales fue transformada, permanecen en nuestra memoria. Esos símbolos que representan exigencia de vida se quedarán en nuestro bagaje visual para siempre, porque son disruptivos y necesarios, son muestra de lo que las zapatistas llaman digna rabia. EP
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