Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Hogar de peces, gatos y arañas
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Texto de Abril Castillo 29/09/20
Cuando mi ermano viene a mi casa le abruma la cantidad de cosas que tengo. Así les llama: cosas. Aunque esas cosas sean muebles, libros, vasos, bolsas, papeles, pinturas, pinceles y sillas. Cuando le pregunté a mi amigo Joan si entrar a mi casa lo hacía sentir abrumado, como si estuviera en el departamento de un acumulador, me dijo que algo así, quizá más bien de un coleccionista. Es como entrar a la librería Strand, me dijo. Y creo que compararla con esa librería es de los cumplidos más bonitos que le puedes hacer a una biblioteca personal.
Mi casa ha sido refugio de soltera, casa matrimonial, hogar de peces, gatos y arañas. Ha sido bodega de editorial independiente, armario de materiales de pintura, galería de ilustraciones propias y ajenas, casa y estudio las dos en una, casa y dos estudios, las tres en una. Tengo los muebles que han habitado en cinco casas y rento aparte un cuarto al vecino de enfrente para guardar parte de ese estudio que se quedó sin lugar. Pero la verdad es que aunque nunca voy, me hace sentido que el diván de mi madre, mis libros sin vender y el restirador de mi ermano tengan donde vivir en lo que les encuentro un lugar.
Cada tanto tiempo vuelvo a ordenar mis cosas. Dejo de releer los libros que siempre leo y me encuentro con algunos que nunca había visto como si no hubiera sido yo quien los trajo aquí. Todo nuevo orden le da otra vida a las cosas. Más lejos o más cerca del comedor, a la mano de mi escritorio, en una caja en lo alto de un clóset.
El tiempo de las cosas no sólo es pasado, sino que, con el orden exacto puede ser una invocación para el futuro.
La historia no sólo se escribe de atrás para adelante, puede ser simultánea, atravesarnos el presente por todos los poros de adelante, de atrás, de arriba y de abajo. Todo ocurre en un solo momento, y los objetos son apoyo y prueba de que es así. El concepto de Walter Benjamin de estudiar la historia “a contrapelo” o “a contrasentido del pelo demasiado lustroso” de la historia-narración, revela el montaje de los hechos como si fueran objetos, y vuelve palpable el aire, si el aire fuera la historia, tal como nos la enseñaron en la escuela: de atrás para adelante. Pero no es cierto. Usted está aquí.
“El montaje escapa de las teleologías, hace visibles las supervivencias, los anacronismos, los encuentros de temporalidades contradictorias que afectan a cada objeto, cada acontecimiento, cada persona, cada gesto. Entonces, el historiador renuncia a contar una historia pero, al hacerlo, consigue mostrar que la historia no es sin todas las complejidades del tiempo, todos los estratos de la arqueología, todos los punteados del destino”, dice Georges Didi-Huberman en Cuando las imágenes tocan lo real.
Cada mudanza me da la oportunidad de saber exactamente qué tengo. De tirar lo que ya no quiero y de volverme a iluminar, como diría Marie Kondo, con lo que sirve o lo que no sirve, pero que me pertenece y da sentido al tocarlo. Y en cada nuevo recorrido por la vida de mis cosas, reacomodo, reencuentro, reutilizo o por lo menos me vuelvo consciente de que algo sigue ahí o que algo cuya existencia había olvidado, aún existe.
No siempre ocurre en las mudanzas. A veces una idea obsesiva me puede empujar a buscar algo. Algo que probablemente no necesite realmente, pero mi idea me hace sentir la urgencia de su encuentro. Revuelvo cajones de ropa, cajones de joyas, cajones de papeles, cajones de calcetines, cajones de medicinas, de dibujos, de bufandas, de verduras con la certeza de que todavía quedaba una cebolla. De que la pluma del abuelo la había dejado ahí, junto a los lapiceros de la abuela. De que si ese dibujo era de 2007, necesariamente tiene que estar junto al resto de ejercicios de ese diplomado de ilustración. De que yo tenía un sobre manila pequeño con una decena de retratos hechos en servilletas sin fechar.
También colecciono desde que nací muchas muchas fotos.
Mi primera cámara la tuve a los 12 años y, con mis mejores amigas, fotografiábamos a todos los vecinos de la unidad. Nuestros amigos y los más grandes que nos gustaban. A nuestras familias y mascotas. A nosotras patinando o haciendo caras, con la promesa de sorprendernos cuando reveláramos los rollos. Mis papás me daban permiso (y dinero) para revelar un rollo al mes en los laboratorios que había todo alrededor del metro Copilco. Aún tengo una caja de Magnavox, que alguna vez contuvo un reproductor de VHS nuevo, ahora repleto de negativos y fotos que no llegaron a los álbumes. También tengo en un librero alrededor de quince álbumes fotográficos que van de mi primer año de la secundaria hasta finales de la universidad, cuando dejó de ser común tener fotos del cotidiano en el mundo físico. Desde entonces he descolocado cientos de fotografías. Antes era fácil descargarlas del celular; ahora la nube se siente como esa abuela o padre que te “guarda” tu juguete caro para que no lo vayas a romper, y que sigue siendo tuyo, pero no puedes usarlo para jugar. No tengo la más pálida idea de cómo hacerme realmente dueña de esas imágenes, más que tomando capturas de pantalla y enviándomelas a mi correo electrónico. Muchas veces ni el Airdrop sirve o cuando las descarga, me dice que el archivo es ilegible. Hay otras fotos que me alegro de no encontrar, como ésa donde salimos los seis primos en el funeral de mi tío, y que mi tita insistió en tomarnos, porque cuándo íbamos a estar todos juntos en el mismo lugar. Los negativos pueden borrarse con los años o el descuido, pero nada tan trágico como ver una colección de medio millón de fotografías imposibles de acceder.
En casa de mi mamá también hay muchos álbumes de fotos, de su infancia y la nuestra. Fotos heredadas de mis abuelos o de sus hermanos. Fotos que son expuestas como una galería en su casa, en una mesa del pasillo, en las paredes, colgadas de una pinza en su periódico mural.
A veces llamo a mi mamá y le pido que me mande por Whatsapp la foto que tiene en la sala, donde salimos mi abuela, ella y yo de negro semanas después de que murió mi abuelo. O esa en la que ella a los 5 años está disfrazada de conejo y mi tío Pepe de 6, de bailarín de Charleston.
—Mándame esa donde Tomás sale gritándome entre risas, como explicándome algo, un chiste o algo, y vestido con su playera dorada de Pumitas, la tele prendida en canal ZAZ.
—Te has de haber robado esas fotos ya, porque acá no están.
—No me he robado nada. Si las fotos también algunas son mías.
Pero la verdad es que sí me he robado algunas.
No muchas.
He sacado algunas del baúl de madera con huecograbado. Y otras más de álbumes. Pero son muy contadas las ocasiones en que extraje material de ahí: para alguna tarea de la secundaria donde nos pedían hacer una línea del tiempo o porque al cerrar el álbum sentí que si no volvía a ese álbum por casualidad, esa foto se iba a perder para siempre. En los álbumes de casa de mi mamá hay fotos mías desde antes de nacer, aunque son ultrasonidos poco claros, oscuros, negros con manchas blancas. Y cuando trato de reconocerme, me engaño igual que me engaño cuando digo que sí veo la estrella en 3D en los cuadros mágicos que no sé ver. Ha de ser por mi hipermetropía.
La artista Carmen Winant, en su fotolibro titulado My birth reflexiona sobre el origen con miles de fotos de ultrasonido y nacimientos. Luego de sumergirse un año en la materia (combinando panfletos vintage, buscando en materiales de viejas parteras, leyendo a Atwood, Plath y Adrienne Rich), la artista se acercó a lo desconocido, al parto, al cuerpo y cuerpos, al nacimiento. Si en su libro se centró en fotos de su propia madre, tomadas en su casa y de ahí tejió un hilo autobiográfico sobre el parto, en su instalación en el MoMA[ hizo una labor monumental. También bajo el título de My birth pegó más de dos mil imágenes encontradas sobre mujeres en parto, mostrando así el continuum sin censura de lo que es un nacimiento.
La obsesión de las colecciones, de acomodar el caos, no se debe tanto a una cuestión de orden, sino de manejo del futuro; tal vez por eso últimamente disfruto cada vez más organizar esos archivos y fecharlos, nombrarlos, dejarlos visibles. Puedo odiar mucho las redes sociales, pero en el colmo de mi desesperación, cuando no encuentro el dato de qué hice tal año o no logro ubicar físicamente alguna foto de una Navidad, regreso a Facebook y me voy por año y ahí está. Es para mí una gran razón de peso para no borrarme de internet. Ser un testigo silencioso. Encuentro lo que busco, cierro el rompecabezas y luego ya puedo dormir otra vez.
En estos días que he pasado tan adentro del caparazón (quién no), viendo a otros pero viendo como constante mi propia cara en el zoom (bendito Google Meet que me muestra mi propia imagen pequeñita, irreconocible, más por mis dioptrías que por consideración como usuaria), no me esperaba que el deseo de encontrar un papel perdido me devolviera tanto a la vida, que una vil obsesión por encontrar algo me sacara con tanta fuerza de mi mente y mis miedos. El contacto con mis papeles del pasado me devuelve con paz al presente. Yo soy mi cuerpo. Y soy mi casa y sus cosas. Eso también es mi cuerpo.
Recorrí todos los lugares posibles y tuve que aceptar que esa ilustración mal hecha de una Rapunzel rapándose ya sólo habitaría en mi imaginación. Ese es un sentimiento común que he tenido estas semanas en que me he vuelto cazadora de archivos perdidos. Me pasó lo mismo durante la semana que recopilaba las más de cuatrocientas imágenes que me hice desde que me rapé hasta un año y poco más después. Porque empezar en esas fotos de 2018 me hizo preguntarme cómo era yo antes. Y eso me hizo darme cuenta de que en 2016 sólo había una sola foto, un solo autorretrato, del Photo Booth. ¿Cómo era posible? Estuve semanas rastreando las fotos perdidas de esa computadora que le vendí a una ex socia y que después le robaron, cuando asaltaron su casa. Esas fotos, esa computadora estaban ya perdidas. Pero confiada en mi obsesión pensé que seguro las había respaldado, igual que respaldo tantas cosas (que no son basura ni desecho, pero que al no estar catalogadas quedan ahí flotando sin sentido como bytes, igual que supongo harán los recuerdos hasta que una los necesita y los invoca).
Me obsesioné tanto con esos autorretratos perdidos que me enojé. El cuerpo se me tensó. Lloré. Necesitaba la prueba de que eso no solo estaba en mi imaginación. Que había imágenes de esa época en el Cuarto para las 3. Empecé a recordar que de hecho las había. Encontré las fotos en Facebook (el Instagram del estudio ya no existe) y me aferré a encontrarlas. 2016 no sólo podía ser de una foto mía casi llorando. Y revisando tres discos duros, al fin las encontré. Más de cien fotos de nosotras tres bailando, haciendo caras. De yo sola sonriendo. Del día que adopté a Parvana. A Aparicio.
Anna María Guasch dice que las colecciones nos permiten ordenar el mundo de una forma, luego de otra, según lo necesitemos en el presente. Los elementos son los mismos, pero dan pie a miles de posibles narraciones.
Lo mismo me pasó la semana pasada con la ilustración de Rapunzel. Con un desasosiego infinito y rendida pero obsesionada, removí en lugares donde no necesariamente estaría la imagen buscada. Folders más ordenados que esos cajones revueltos de dibujos e ilustraciones pasadas. Una carpeta de plástico apilada entre carpetas físicas que llevé a clases en la secundaria. ¿Qué hay aquí? Y ahí estaban, sabía que me iba aproximando cuando vi el ejercicio con chapopote y un scratch de un pez. Ahí estaba la Rapunzel rapándose. Tan distinta a como la imaginaba. Real, polvorienta, mal trazada. Imperfecta, más imperfecta de lo que yo tenía en mente. Imposible de reproducir desde mi imaginación. Ahí estaba y yo la tocaba. La pieza que me faltaba para la narración estaba completa. La llevé a la luz de la ventana y la fotografié con mi celular. Me la mandé a mi correo para descargarla y agregarla al incipiente fotolibro sobre el pelo; ya existía esa Rapunzel en forma de texto, pero la imagen tenía una contundencia y sentido que no se comparaba con nada de lo que hubiera podido describir ni explicar.
¿Y si no la hubiera encontrado? Si no la hubiera encontrado nunca, y no tuviera más que esa imagen falsa de la memoria, aun si faltara siempre una pieza, ese vacío también se volvería presencia en negativo.
La fotógrafa argentina Mariela Sancari en su proyecto Moisés, recrea cómo se vería su padre hoy si viviera. Para eso, convocó hombres con ciertos rasgos que su padre tenía: un cierto color de ojos, altura, edad, cabello. Luego de fotografiarlos, armó un mosaico con la imagen de quien tendría. Era necesario ver su cuerpo para cerrar el duelo. Hace el retrato de una ausencia, fotografía el vacío y ahí ella aparece. El fotolibro son páginas engarzándose hacia adentro, una a una. Leer el libro es desentramarlo, guardarlo es volverlo a tramar. Tan parecida la acción física de las hojas y las manos como ese mecanismo de la memoria que nos lleva de ese lugar interno hacia afuera, aunque en ambos habitamos.
Dice Anna Maria Guasch en Los lugares de la memoria: “En la génesis de la obra de arte en tanto que archivo se halla efectivamente la necesidad de vencer al olvido, a la amnesia mediante la recreación de la memoria misma a través de un interrogatorio a la naturaleza de los recuerdos. Y lo hace mediante la narración. Pero en ningún caso se trata de una narración lineal e irreversible, sino que se presenta bajo una forma abierta, reposicionable, que evidencia la posibilidad de una lectura inagotable. Lo que demuestra la naturaleza abierta del archivo a la hora de plantear narraciones es el hecho de que sus documentos están necesariamente abiertos a la posibilidad de una nueva opción que los seleccione y los recombine para crear una narración diferente, un nuevo corpus y un nuevo significado dentro del archivo dado”.
Pienso en César Tejeda y su teoría de la autobiografía y cómo cada relato autobiográfico bien narrado tiene un claro centro gravitacional: un familiar muerto, un evento en la memoria colectiva de una familia, un color en la vida de alguien, una parte del cuerpo, un amuleto. Pienso en Anna Maria Guasch y cómo ese centro puede ser cualquier objeto. El orden ponerlo nosotros cada vez. “Nos engañamos cuando creemos que la vida tiene un orden y un sentido”, nos decía siempre en clase César. El orden lo ponemos nosotros y, es cierto, la autobiografía no puede más que ser una compulsión por el orden del mundo, cada día perdido. El orden que desde niños anhelamos y que Michele Petit, especialista en literatura infantil y juvenil, reconoce como la fuerza del relato para calmar el alma: “Una de las mayores angustias humanas es la de ser caos, fragmentos, cuerpos divididos, de perder el sentimiento de continuidad, de unidades. Uno de los factores por los cuales la lectura es reparadora es que facilita el sentimiento de continuidades, el relato. Una historia tiene un principio, un desarrollo y un fin; permite dar una unión a algo. Y, a veces, escuchando una historia, el caos del mundo interior se apacigua y por el orden secreto que emana de la obra, el interior podría ponerse también en orden. El mismo objeto libro —hojas pegadas— da la imagen de un mundo reunido”.
El orden del mundo que nos da paz es como cualquier relato: y por el orden impuesto encontramos una calma a ese caos gracias a las narraciones. Así la niña se duerme, por lo menos una noche, duerme en paz.
¿Cuál es el verdadero final de mi historia del pelo? Llevo cuatro años desentrañando esa historia y cada que me acerco, tengo la certeza de que no lo sé. ¿De qué hablo en el fondo? Quizá la historia de todo esté siempre también en su principio. El principio de todos, el nacimiento: la imagen de un ultrasonido. Mi madre. Sus relatos de anatomía y de astronomía. Los planetas y el útero. Júpiter y la ermandad. El cabello de mi madre largo, luego corto. Negro, ahora gris. Suave, siempre suave y lacio. Su trenza antes de entrar a que la operaran del corazón y yo pidiéndole: “Si ves una luz, no la sigas”.
Y años después, mi última obsesión por encontrar lo perdido, ayer: una imagen en captura de pantalla de unas stories de Instagram. Un corazón sobre una mesa quirúrgica conectada a un ventilador, bombeándole la sangre. Yo quitando la mirada y luego sin poder dejar de verlo. Una foto que no tomé yo y que a pesar de eso me devuelve la certeza de que ese corazón es también el corazón de mi madre. Rojo, vivo, con sangre que no se estanca. La certeza de que gracias a esa imagen, a que un procedimiento y un corazón así existen, mi madre sigue viva.
Y al encontrar al fin la imagen en la carpeta de favoritos en mi celular, gracias al orden del mundo puesto en una foto que es mía en tanto colección, esta noche al fin logro dormir en paz otra vez. EP
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[2] https://www.moma.org/collection/works/222741
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