Herbert Marcuse en mi recuerdo

Con la voz de quien hace tiempo volvió de la revolución, Mansilla nos comparte sus observaciones siempre críticas sobre Herbert Marcuse, de quien recibió cátedra en la Universidad Libre de Berlín y miembro de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, con personajes como Benjamin, Fromm y Adorno.

Texto de 12/07/19

Con la voz de quien hace tiempo volvió de la revolución, Mansilla nos comparte sus observaciones siempre críticas sobre Herbert Marcuse, de quien recibió cátedra en la Universidad Libre de Berlín y miembro de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, con personajes como Benjamin, Fromm y Adorno.

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Entre 1966 y 1968 Herbert Marcuse, quien ya gozaba de una enorme reputación, fue catedrático visitante en la Universidad Libre de Berlín, donde yo realizaba mis estudios. Era el autor de El hombre unidimensional, libro de culto y Biblia de los izquierdistas de aquella época. Lo conocí personalmente y mantuve con él un breve intercambio de cartas. Era un hombre de un gran magnetismo personal y poseedor de conocimientos enciclopédicos. Al mismo tiempo irradiaba una gran simpatía y un considerable calor humano. Por sus modales y su forma de hablar se notaba que provenía de la alta burguesía alemana y que había sido educado antes de la Primera Guerra Mundial. Me impresionó mucho, por supuesto. Pero aquí debo señalar que sus conferencias y su estilo de conversación —con algo de profeta religioso que predica una verdad irrefutable— me gustaron menos que sus escritos.

Mi admiración por la Escuela de Fráncfort se mezcló con una actitud crítica frente a Marcuse. Sus simplificaciones sobre el Tercer Mundo me parecieron simplemente una tontería. Desde el primer instante no me convenció la doctrina de que todos los afanes de la razón se reducirían a ser o a fomentar los instrumentos de dominación, como lo postuló más tarde el padre del postmodernismo, Michel Foucault, o que el liberalismo conduciría siempre al fascismo y el mundo moderno sería una jaula inescapable de total alienación. Estas afirmaciones categóricas no tienen ninguna base empírica en la realidad histórica y pertenecen al terreno de las profecías religiosas. Durante mi época estudiantil Marcuse y sus amigos de la Escuela de Fráncfort exhibían una sintomática incomprensión de la dimensión política, un arrogante desinterés por la esfera institucional, una ignorancia casi absoluta acerca del funcionamiento, los problemas y los logros de la moderna democracia pluralista y un apego ridículo por los fundamentos de las teorías marxista y freudiana, particularmente por aquellos temas ajenos a sus propias áreas de trabajo (como la economía). Marcuse representaba a mis ojos esa inclinación irracional y anacrónica hacia la teoría marxista en su forma aparentemente primigenia —purificada de los aditamentos posteriores—, posición insostenible y, además, desautorizada por el desarrollo de la historia fáctica.

En las conferencias que dictó en mi universidad en julio de 1967, con un inmenso éxito, Marcuse hizo gala del mencionado desconocimiento de lo que era la democracia pluralista moderna y reprodujo lugares comunes sobre las guerrillas revolucionarias del Tercer Mundo y las bondades de la lucha armada. Había un trasfondo patéticamente triste y confuso en sus alocuciones, que sobresalía aun más cuando él insistía en la solidaridad universal y en la vigencia irrestricta de un marxismo radicalizado. Se percibía que Marcuse tenía un conocimiento muy superficial de lo que ha significado el marxismo en el ejercicio real del poder en Europa Oriental y el Tercer Mundo. Más aun: tuve la impresión de que no quería enterarse de los detalles desagradables de la praxis gubernamental cotidiana de todos los regímenes socialistas y comunistas. Todo esto no impidió que poco después, en 1969, Marcuse fuera tratado como un pequeño burgués derechista por los dirigentes del movimiento estudiantil de mi universidad, radicalizados de forma enfermiza y que esperaban de él una ardiente declaración de fe revolucionaria y dogmática.

Aparte de ello debo confesar que leí muy cuidadosamente, línea por línea, Eros y civilización, el mejor libro de Marcuse, al cual debo muchas de mis ideas centrales. Todavía hoy recuerdo la poderosa impresión de esta obra sobre mi mente: ideas originales, estilo brillante, conclusiones irreprochables. Este libro me ganó para las ideas de la Escuela de Fráncfort. Me acuerdo también de que entre los seguidores de Marcuse reinaba una competencia muy marcada, que civilizadamente se desenvolvía mediante palabras. Aquel que parecía tener la razón o que explicaba el tema en disputa de la manera más difícil, impresionando a la pequeña audiencia, se quedaba con la chica más guapa y ascendía posiciones en la jerarquía que se formaba sin falta en cada agrupación. Todo esto pertenece a lo más habitual de la historia humana, pero entonces ocurría en nombre del marxismo y de la revolución. Esta teoría era usada para legitimar las ansias de poder y para mejorar la autoestima de los jóvenes estudiantes progresistas. Innumerables veces escuché que era imprescindible erigir una “dictadura pedagógica” al estilo de Jean-Jacques Rousseau, idea que no era ajena a Herbert Marcuse. Había que obligar a la gente a ser libre y feliz, pues las masas no se daban cuenta de sus propias necesidades y potencialidades. Los jóvenes progresistas tenían la pesada, pero agradable obligación de dirigir estos procesos, sobre todo la dictadura educativa. Marcuse y sus amigos llevaban una vida bien enraizada en el mundo “burgués”, citaban solamente a unos cuantos filósofos clásicos, no salían de ciertos temas bien delimitados y jamás visitaban otros países que no fueran los centrales del “capitalismo”. Durante largos años dictó cátedra en la sede de San Diego que pertenecía a la Universidad de California, a poca distancia de la frontera mexicana y de Tijuana. Como él mismo nos dijo, jamás se le ocurrió cruzar la frontera y visitar México u otros países latinoamericanos. Marcuse se abstuvo deliberadamente de poner en cuestión los principios esenciales del corpus teórico de Karl Marx y Sigmund Freud, pese a todas las evidencias de la realidad.

Me acuerdo claramente de los partidarios y discípulos de Marcuse en aquella década de 1960-1970: conformaban manadas de universitarios jóvenes que aterrorizaban a los profesores y a todos los que se les oponían. Siempre actuaban al abrigo de grupos numerosos, propagando un discurso antiautoritario en un tono francamente autoritario que no permitía disidencia alguna. Estaban iluminados obviamente por una razón histórica superior. Eran los más entusiastas para abrazar cualquier causa extremista. Marcuse y sus discípulos acariciaban ideas románticas en torno a los guerrilleros barbudos que aparentemente daban su vida por la liberación de sus pueblos y leían grandes obras de filosofía en las pausas entre batalla y batalla; pero no sabía ni quería saber nada acerca de las estructuras internas de los movimientos guerrilleros, sus jerarquías severas, su falta de democracia interna y su carencia absoluta de humanidad práctica. Tenía, además, una opinión algo infantil sobre el carácter fundamentalmente bueno del ser humano y de los experimentos socialistas. Pese a su estudio de décadas en torno al psicoanálisis, los vericuetos de la psique de seres humanos concretos le eran extraños. Al igual que los socialistas de ideas convencionales, creía que la eliminación de la propiedad privada constituía la panacea universal y que significaría el fin definitivo del egoísmo individualista. La realidad cotidiana de los países del bloque socialista le tenía sin cuidado. Ese hombre, tan fino, culto y delicado, era partidario del uso indiscriminado de medios para alcanzar el fin supremo: la construcción del socialismo, y así justificaba el empleo de cualquier procedimiento e instrumento. Todo su comportamiento recordaba a un aristócrata de tiempos idos, pero su suave discurso tenía claros aires de fanatismo. Era una combinación de inocencia y absolutismo, cosa que no es tan rara como pensé en aquellos años. También Marcuse fue para mí un desencanto.

Me disgustó el lenguaje innecesariamente enmarañado, la sintaxis deliberadamente enrevesada y el carácter ambiguo de la mayoría de los pensadores francfortianos —con la excepción del ya mencionado Eros y civilización—, porque creo percibir aspectos autoritarios y esotéricos en la obra de estos maestros pensadores. Marcuse se consagró también a la producción de un saber libresco neobizantino: mediante las acreditadas artes de la exégesis, la combinación, el oscurecimiento y la reelaboración se han logrado fabricar textos a partir de otros textos, lo que, en cadena ininterrumpida, genera el progreso del conocimiento científico y el avance de la discusión académica. Y todo esto ha tenido lugar dentro de la mejor tradición de la universidad alemana, en un lenguaje casi ininteligible, cuyo objetivo es amedrentar al público en general y a los colegas en particular. En sociedades algo más primitivas se conoce este procedimiento como la magia de las expresiones altisonantes; en el ámbito germánico las cosas son obviamente más refinadas. Lo nebuloso y abstruso se mezclan con testimonios de una notable erudición y con destellos de genuina creación. Con el paso de los años, este método ha alcanzado una reputación tan eminente que toda crítica a él es recusada como una simplificación inadmisible de una problemática difícil y como la típica incomprensión de teorías originales por parte de espíritus anacrónicos y mal informados. Como se sabe, una superficie turbia no garantiza que el agua sea profunda. EP

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