Entre 1966 y 1968 Herbert Marcuse, quien ya
gozaba de una enorme reputación, fue catedrático visitante en la Universidad
Libre de Berlín, donde yo realizaba mis estudios. Era el autor de El hombre unidimensional, libro de culto
y Biblia de los izquierdistas de aquella época. Lo conocí personalmente y
mantuve con él un breve intercambio de cartas. Era un hombre de un gran
magnetismo personal y poseedor de conocimientos enciclopédicos. Al mismo tiempo
irradiaba una gran simpatía y un considerable calor humano. Por sus modales y
su forma de hablar se notaba que provenía de la alta burguesía alemana y que
había sido educado antes de la Primera Guerra Mundial. Me impresionó mucho, por
supuesto. Pero aquí debo señalar que sus conferencias y su estilo de
conversación —con algo de profeta religioso que predica una verdad irrefutable—
me gustaron menos que sus escritos.
Mi admiración por la Escuela de Fráncfort se
mezcló con una actitud crítica frente a Marcuse. Sus simplificaciones sobre el
Tercer Mundo me parecieron simplemente una tontería. Desde el primer instante
no me convenció la doctrina de que todos los afanes de la razón se reducirían a
ser o a fomentar los instrumentos de dominación, como lo postuló más tarde el
padre del postmodernismo, Michel Foucault, o que el liberalismo conduciría
siempre al fascismo y el mundo moderno sería una jaula inescapable de total
alienación. Estas afirmaciones categóricas no tienen ninguna base empírica en
la realidad histórica y pertenecen al terreno de las profecías religiosas.
Durante mi época estudiantil Marcuse y sus amigos de la Escuela de Fráncfort
exhibían una sintomática incomprensión de la dimensión política, un arrogante desinterés
por la esfera institucional, una ignorancia casi absoluta acerca del
funcionamiento, los problemas y los logros de la moderna democracia pluralista
y un apego ridículo por los fundamentos de las teorías marxista y freudiana,
particularmente por aquellos temas ajenos a sus propias áreas de trabajo (como
la economía). Marcuse representaba a mis ojos esa inclinación irracional y
anacrónica hacia la teoría marxista en su forma aparentemente primigenia
—purificada de los aditamentos posteriores—, posición insostenible y, además,
desautorizada por el desarrollo de la historia fáctica.
En las conferencias que dictó en mi universidad
en julio de 1967, con un inmenso éxito, Marcuse hizo gala del mencionado
desconocimiento de lo que era la democracia pluralista moderna y reprodujo
lugares comunes sobre las guerrillas revolucionarias del Tercer Mundo y las
bondades de la lucha armada. Había un trasfondo patéticamente triste y confuso
en sus alocuciones, que sobresalía aun más cuando él insistía en la solidaridad
universal y en la vigencia irrestricta de un marxismo radicalizado. Se percibía
que Marcuse tenía un conocimiento muy superficial de lo que ha significado el
marxismo en el ejercicio real del poder en Europa Oriental y el Tercer Mundo.
Más aun: tuve la impresión de que no quería enterarse de los detalles
desagradables de la praxis gubernamental cotidiana de todos los regímenes
socialistas y comunistas. Todo esto no impidió que poco después, en 1969,
Marcuse fuera tratado como un pequeño burgués derechista por los dirigentes del
movimiento estudiantil de mi universidad, radicalizados de forma enfermiza y
que esperaban de él una ardiente declaración de fe revolucionaria y dogmática.
Aparte de ello debo confesar que leí muy
cuidadosamente, línea por línea, Eros y
civilización, el mejor libro de Marcuse, al cual debo muchas de mis ideas
centrales. Todavía hoy recuerdo la poderosa impresión de esta obra sobre mi
mente: ideas originales, estilo brillante, conclusiones irreprochables. Este
libro me ganó para las ideas de la Escuela de Fráncfort. Me acuerdo también de
que entre los seguidores de Marcuse reinaba una competencia muy marcada, que
civilizadamente se desenvolvía mediante palabras. Aquel que parecía tener la
razón o que explicaba el tema en disputa de la manera más difícil,
impresionando a la pequeña audiencia, se quedaba con la chica más guapa y
ascendía posiciones en la jerarquía que se formaba sin falta en cada
agrupación. Todo esto pertenece a lo más habitual de la historia humana, pero
entonces ocurría en nombre del marxismo y de la revolución. Esta teoría era
usada para legitimar las ansias de poder y para mejorar la autoestima de los
jóvenes estudiantes progresistas. Innumerables veces escuché que era
imprescindible erigir una “dictadura pedagógica” al estilo de Jean-Jacques
Rousseau, idea que no era ajena a Herbert Marcuse. Había que obligar a la gente
a ser libre y feliz, pues las masas no se daban cuenta de sus propias
necesidades y potencialidades. Los jóvenes progresistas tenían la pesada, pero
agradable obligación de dirigir estos procesos, sobre todo la dictadura
educativa. Marcuse y sus amigos llevaban una vida bien enraizada en el mundo
“burgués”, citaban solamente a unos cuantos filósofos clásicos, no salían de
ciertos temas bien delimitados y jamás visitaban otros países que no fueran los
centrales del “capitalismo”. Durante largos años dictó cátedra en la sede de
San Diego que pertenecía a la Universidad de California, a poca distancia de la
frontera mexicana y de Tijuana. Como él mismo nos dijo, jamás se le ocurrió
cruzar la frontera y visitar México u otros países latinoamericanos. Marcuse se
abstuvo deliberadamente de poner en cuestión los principios esenciales del
corpus teórico de Karl Marx y Sigmund Freud, pese a todas las evidencias de la
realidad.
Me acuerdo claramente de los partidarios y
discípulos de Marcuse en aquella década de 1960-1970: conformaban manadas de
universitarios jóvenes que aterrorizaban a los profesores y a todos los que se
les oponían. Siempre actuaban al abrigo de grupos numerosos, propagando un
discurso antiautoritario en un tono francamente autoritario que no permitía
disidencia alguna. Estaban iluminados obviamente por una razón histórica
superior. Eran los más entusiastas para abrazar cualquier causa extremista.
Marcuse y sus discípulos acariciaban ideas románticas en torno a los
guerrilleros barbudos que aparentemente daban su vida por la liberación de sus
pueblos y leían grandes obras de filosofía en las pausas entre batalla y
batalla; pero no sabía ni quería saber nada acerca de las estructuras internas
de los movimientos guerrilleros, sus jerarquías severas, su falta de democracia
interna y su carencia absoluta de humanidad práctica. Tenía, además, una
opinión algo infantil sobre el carácter fundamentalmente bueno del ser humano y
de los experimentos socialistas. Pese a su estudio de décadas en torno al
psicoanálisis, los vericuetos de la psique de seres humanos concretos le eran
extraños. Al igual que los socialistas de ideas convencionales, creía que la
eliminación de la propiedad privada constituía la panacea universal y que significaría
el fin definitivo del egoísmo individualista. La realidad cotidiana de los
países del bloque socialista le tenía sin cuidado. Ese hombre, tan fino, culto
y delicado, era partidario del uso indiscriminado de medios para alcanzar el
fin supremo: la construcción del socialismo, y así justificaba el empleo de
cualquier procedimiento e instrumento. Todo su comportamiento recordaba a un
aristócrata de tiempos idos, pero su suave discurso tenía claros aires de
fanatismo. Era una combinación de inocencia y absolutismo, cosa que no es tan
rara como pensé en aquellos años. También Marcuse fue para mí un desencanto.
Me disgustó el lenguaje innecesariamente
enmarañado, la sintaxis deliberadamente enrevesada y el carácter ambiguo de la
mayoría de los pensadores francfortianos —con la excepción del ya mencionado Eros y civilización—, porque creo
percibir aspectos autoritarios y esotéricos en la obra de estos maestros
pensadores. Marcuse se consagró también a la producción de un saber libresco
neobizantino: mediante las acreditadas artes de la exégesis, la combinación, el
oscurecimiento y la reelaboración se han logrado fabricar textos a partir de
otros textos, lo que, en cadena ininterrumpida, genera el progreso del
conocimiento científico y el avance de la discusión académica. Y todo esto ha
tenido lugar dentro de la mejor tradición de la universidad alemana, en un
lenguaje casi ininteligible, cuyo objetivo es amedrentar al público en general
y a los colegas en particular. En sociedades algo más primitivas se conoce este
procedimiento como la magia de las expresiones altisonantes; en el ámbito
germánico las cosas son obviamente más refinadas. Lo nebuloso y abstruso se
mezclan con testimonios de una notable erudición y con destellos de genuina
creación. Con el paso de los años, este método ha alcanzado una reputación tan
eminente que toda crítica a él es recusada como una simplificación inadmisible
de una problemática difícil y como la típica incomprensión de teorías
originales por parte de espíritus anacrónicos y mal informados. Como se sabe,
una superficie turbia no garantiza que el agua sea profunda. EP
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