Sentados frente a la pantalla del televisor, computadora o teléfono móvil, resulta difícil vernos como una extensión del hombre prehistórico. Ése que existió entre cavernas y curiosidad primigenia, entre el viento gélido y el fuego recién dominado por él mismo. Nos parece tan familiar su procedencia que sólo es comprensible como un fragmento de libro […]
Hágalo usted mismo
Sentados frente a la pantalla del televisor, computadora o teléfono móvil, resulta difícil vernos como una extensión del hombre prehistórico. Ése que existió entre cavernas y curiosidad primigenia, entre el viento gélido y el fuego recién dominado por él mismo. Nos parece tan familiar su procedencia que sólo es comprensible como un fragmento de libro […]
Texto de Laura Sofía Rivero 26/12/16
Sentados frente a la pantalla del televisor, computadora o teléfono móvil, resulta difícil vernos como una extensión del hombre prehistórico. Ése que existió entre cavernas y curiosidad primigenia, entre el viento gélido y el fuego recién dominado por él mismo. Nos parece tan familiar su procedencia que sólo es comprensible como un fragmento de libro de texto; una ilustración risible de hombres casi mono con pieles cafés y barbas sucias envidiables por cualquier hipster.
El hipotético acto de movernos de nuestro lugar común a través del pensamiento para trasladarnos a un mundo que no es el nuestro, uno sin la existencia de las prisas matutinas, sin transporte colectivo ni relojes, es exigente y complicado. Por ello que sea difícil ver nuestras más pequeñas prácticas como una consecuencia directa de cada acto humano que se ha sucedido ininterrumpidamente desde Adán. La automatización nos encarcela en una rutina ensimismada donde no hay tiempo alguno para pensar en otra cosa que no sea el reflejo propio. Pocas veces en el día, un hombre mediano tendrá oportunidad e interés por pensar en algo más que las cuentas por pagar en Coppel. La empatía por lo Otro nunca nos había sido tan anulada.
Quizás el ejercicio más parecido al desapego de la actualidad es fruto del azaroso accidente en la instalación eléctrica que, de pronto, deja de funcionar. Como un recordatorio de nuestra fragilidad escondida tras el automatismo tecnológico, el imperio de las luces es derrocado por la saturación del servicio público. Ante el silencio de un refrigerador que no murmulla y el microondas ciego incapaz de indicar la hora exacta, podemos darnos cuenta de nuestra dependencia de las corrientes eléctricas. Olvidamos la naturaleza de lo mecánico y el valor del esfuerzo. La licuadora tritura, el gps ubica, y nuestras manos suaves sin escarificaciones sólo se preocupan por presionar un botón, demoniaca creación humana que convierte el acto puro en una decisión mínima y grosera.
Cuando se va la luz, huyendo por los pasadizos de los cables laberínticos que para mí resultan incomprensibles a pesar de haber tomado aquellas clases básicas de Física sobre circuitos, me doy cuenta de mi inútil y frágil existencia que me obliga a ver el foco como un objeto sagrado, a la espera de que mi implorante mirada haga recapacitar al flujo eléctrico de regresar a mí. Ni el mejor boy scout sabría entender el enfrentamiento del hombre bronco contra la materia prima, la búsqueda de la chispa perfecta, la muerte del animal salvaje, la menesterosa talla de la madera, el origen de la escritura. Enfundados en sus uniformes ridículos, se alistan para aprender de supervivencia en el parque de la colonia, junto a la familia que disfruta de un algodón azucarado; ambos corren el mismo riesgo: perderse en el vórtice de la cultura mientras acampan en un área verde que tiene pinta de maqueta edulcorada o de terrario asfixiante. Allí no existe la zozobra del desconocimiento, la inquietud por el mañana, ni la ignorancia ingenua de la novedad que nos resulta tan ajena ahora.
No hay mejor ejemplo de nuestra ineptitud ante el mundo sin atajos ni aparatos facilitadores del copioso esfuerzo natural que la triste idea de las manualidades: son muestra de la percepción contemporánea del trabajo. Ilustran el concepto del tiempo libre y las tareas diseñadas para cartílagos endebles. La paradoja radica en que si bien en los museos las personas desdeñan palos, piedras y muestras de creatividad antropológicas por considerarlas torpes, fuera del recinto exaltan y aplauden el hágalo usted mismo.
Originalmente, la cultura del bricolage francés buscaba prescindir del especialista y echar mano del ingenio para fabricar y componer objetos variadísimos. Sin necesidad de un albañil, plomero o electricista, el sentido común y la praxis guiaban las manos hábiles del osado para convertir los materiales de la casa en una compostura idónea. Similar al alambrito mexicano que todo lo resuelve, al pedazo de masking o plasta de kola loka reparadora de infortunios.
De pronto la manualidad pasó a ser un sinónimo de cháchara, souvenir del ocioso, una mera ornamenta. La razón para elaborarla obedece, más bien, al afán meloso por infantilizar cada rincón de la vida cotidiana y vomitar una estela de colores y diamantinas sobre lápices, cajas y llaveros. De lo necesario, la manualidad devino en lo dulce y fatuo. En el kitsch capaz de gastar las horas de quien no sabe qué hacer con ellas.
Sin embargo, ahora vivimos en el epítome del absurdo. El hágalo usted mismo se ha convertido en una actividad demoledora de objetos: rompemos sillas o tazas funcionales para generar macetas endebles y perecederas en un completo e irracional elogio a la caducidad. Las manitas soeces de quienes no reparan en usar objetos provechosos o comprar materiales inconseguibles, tienen una boca parlanchina que pregona el reciclaje y el aprovechamiento de la basura. No es dar una segunda vida a los objetos, es destruirlos. Resulta difícil pensar en dar un nuevo aliento vital al silicón o a la mezclilla, materiales hechos para no morir en el intento. Esos propagandistas de la manualidad sólo dejan notar el poco valor que damos a lo que nos rodea y el vulgar modo en cómo nos jactamos de la cultura reutilizadora mientras aplastamos dentro de un bote los desechos plásticos inservibles —popotes, bolsas, envolturas— destinados a ser vehículos de la mortal contaminación.
A los niños se les educa para formar parte de la voraz hambre por sentirnos útiles. De pequeños muchos formamos parte del séquito emulador de la extravagante educadora que enseñaba a elaborar un sinfín de cositas por televisión. Ella, con perfección y técnica; los niños, tan sucios como incapaces. Ni qué decir de los programas que exigen materiales excluidos de la casa o procedimientos tan complejos que el padre termina haciendo todo, tal y como sucede cada domingo con las frígidas cartulinas para la ceremonia a la bandera.
Las manualidades hacen evidente nuestra poca conciencia del mundo. Muestran el lado triste y solitario de nuestra languidez. Los objetos ya no se consideran cuerpos concluidos sino materia prima. La indicación que dicta “hágalo usted mismo” es un imperativo que no recurre a la madera ni a la piedra, pues señala nuestra dependencia de la fabricación en serie. Ya nuestras manos están incapacitadas por nuestra nula habilidad puliendo, tallando o cortando de forma rudimentaria, y esa destreza no puede activarse con tan sólo el deseo. No es de extrañar que haya surgido un culto por la artesanía y lo hecho a mano, dirigido ya no al público popular de bajo poder adquisitivo sino a quienes lo consumen como producto de lujo. La opulencia está siempre escondida tras lo que escasea y, en este caso, es el tiempo que toma producir algo fuera de la industria.
Nuestras habilidades cada vez se alejan más de la pericia de los hombres primigenios. Por ello que encontremos placer y sorpresa en lo que se usa fuera de la lógica o la norma: celulares que no funcionan para llamar al otro, deportes extremos que hacen saltar motocicletas diseñadas para recorrer distancias terrestres. Las manualidades son el espejo de esta misma decadencia: ornamentos sin sentido que hacen olvidar cada uno de nuestros primeros pasos.
No imagino el futuro, cuando nuestra cultura sea tan sólo un archivo más en la inmensa historia humana de cuya existencia tomen nota los estudiosos posteriores, atiborrado de pequeños recuerditos en vitrinas como muestra única de nuestro devenir: velas aromáticas o adornos insípidos. Así, con otros ojos podemos ver, incluso, nuestros tesoros del humano pasado. Quizá lo único que nosotros mismos hemos recolectado en nuestros acervos culturales provenientes de otras épocas no es más que el conjunto de recuerditos insulsos que alguien elaboró para una análoga y alejada fiesta de cumpleaños. ~
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LAURA SOFÍA RIVERO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM FES Acatlán. Fue seleccionada por la FLM en el curso de creación literaria de Xalapa (2013, 2014 y 2015) y fue becaria de la Fundación en el periodo 2016-2017 en el área de ensayo. En 2016 obtuvo el Premio Dolores Castro por ensayo.