Fumar: el ritual diario de rolar la vida

“Las treguas de los vicios son implacables. Por un lado te muestran los innegables beneficios de abandonarlos, pero por el otro te pican las costillas hasta que cedes a tus nocivos impulsos, los cuales, con crueldad te humillan, te vilipendian, te abrasan y abrazan la voluntad.”

Texto de 04/10/20

“Las treguas de los vicios son implacables. Por un lado te muestran los innegables beneficios de abandonarlos, pero por el otro te pican las costillas hasta que cedes a tus nocivos impulsos, los cuales, con crueldad te humillan, te vilipendian, te abrasan y abrazan la voluntad.”

Tiempo de lectura: 7 minutos

En alianza con Kaja Negra, publicamos una serie de textos que surgieron en el marco del taller en línea “El texto que sale de nosotrxs. Escribir para descubrir”, guiado por Sylvia Aguilar Zéleny, quien es también colaboradora de Este País.

No debería, o sí, fumar por las noches, pero lo hago. A eso de las seis de la tarde, sin falta, comienzo a sentir un jaloncito en algún lugar del cuerpo. He intentado nombrar en donde se anida ese antojo pero he fracasado, acaso he llegado a la conclusión cerrada y muy chata de que “me dan ganas de fumar”. Aquella diminuta pulsión se convierte en alarido por ahí de las ocho, entonces me obedezco, como se obedecen los vicios indomables, y me lío un cigarro. Ah, sí, porque desde hace mucho evito fumar cigarros de cajetilla y he optado por el romántico proceder de liar tabaco, de rolar: papelito de arroz, filtro de papel o de algodón, tabaco, enrollar, pase con la lengua en la goma y un último giro decisivo. Luego de dar a luz el cigarro me dirijo al patio, me siento en la oscuridad y prendo aquel pitillo anhelado. Un chispazo, una lengüita de fuego, una calada y ya estoy del otro lado. 

Sólo en mi intención existe el hecho de que me fumo un cigarro para cerrar el día o abrir la noche —que son asuntos muy distintos—. Lo cierto es que repito el ritual unas tres o cuatro veces, y en días muy oscuros o noches luminosas —que también son asuntos muy distintos—, lo hago hasta una quinta vez. No más, eso sí, hasta los viciosos tenemos nuestros  límites, o no. 

Mis hijas casi siempre me van a dar las buenas noches mientras estoy en mi ritual de fumadora. A veces me da culpa, de esas corrosivas que se van destilando poco a poco en alguna estantería interna y carcome todo a su paso. Culpa de que me vean en un acto como ese, uno que cada vez luce más asqueroso e impresentable gracias al bombardeo de la felicidad tóxica y la insípida vida saludable. Siento culpa de que me recuerden sumida en un vicio que me gustaría que no adoptaran, pero que tampoco les puedo prohibir. Culpa de mi olor, en repetidas ocasiones me han dicho que lo detestan. Admito que también yo, pero sólo en otras personas, no en todas, claro, a los cómplices fumadores hay que abrazarlos con fuerza y besarlos con descaro. 

Por fortuna mi vicio es más fuerte que la culpa. Me refiero al vicio del tabaco, sí, pero más que nada al vicio de ser y hacer lo que se me antoja. A esa libertad a la que, aunque se conozca muy pronto en la vida, siempre se llega tarde; y que, como todo vicio, una vez que lo pruebas, difícilmente podrás escapar de sus embelesos. 

Cuando mi madre llegaba de trabajar me mandaba a comprar un cigarro suelto en la tienda —sí, aquel acto hoy impensable era posible cuando era niña—; pedía Raleigh, aunque a veces el tendero me vendía Malboro porque la cajetilla abierta de los solicitados ya se había acabado. Mi mamá lo encendía y se iba al baño, ahí fumaba mientras yo me sentaba afuera y le platicaba sobre esos asuntos absolutos de niña: la escuela, los amigos, mis peleas con los primos. El baño de esa casita que mi madre construyó poco a poco no tenía puerta, solo una cortina traslúcida; daba igual, ahí solamente vivíamos ella, mi hermana y yo, así que no había pudores qué cuidar. 

Mi hermana y yo nos dimos cuenta de que cuando mi mamá fumaba se ponía de buenas, de que mostraba un lado amable que pocas veces se asomaba el resto del tiempo. Se volvía afable y hasta permisiva. Acuñamos una frase para aquel sorprendente estado de ánimo, e incluso hoy la usamos aunque su ánimo dejó de ser la tormenta eléctrica que era entonces y pasó a ser una brisa ligera y fresca: ¿Fumaste o qué?, le decíamos y ella sólo se reía; también hoy se ríe aunque con cierto ¿arrepentimiento? ¿Nostalgia? ¿Vergüenza? No sabría decirlo, tal vez un poco de todo, sólo a través de mi propia adultez comencé a entenderla y comprender sus batallas.

A diferencia de mi rutina, mi madre no encendía otro cigarro. En la de ella había uno solo, un único momento de ocho centímetros en los que se abstraía del mundo, de ese limbo pacífico pero solitario tras escapar de la violencia de su pareja. Con ese cigarro cerraba su día o abría su noche en paz… y ni tanto, recordemos que en la imagen de aquellos momentos aparezco yo parloteando en la puerta del baño a través de la cortina. Estoy segura de que mi mamá poco escuchaba, acaso algunos hilos de mi perorata y usaba las palabras comodines que toda madre conoce para hacer frente a las oratorias interminables de sus hijos. 

Pero eso lo sé ahora, en aquel entonces yo creía que me volvía el centro de su atención. Lo sé ahora porque cuando estoy en el patio fumando, en ese estado liviano y hasta orgásmico, a veces llega alguna de mis hijas —¡a veces las tres!— a platicarme cosas trascendentales e impostergables. Es verdad que quiero escucharlas, pero también quisiera estar sola, acariciando mis pensamientos con el humo; con esa sensación de ahogo controlado del fumar, disfrutando esa laxitud que se me escurre hasta las piernas y las manos por los procesos químicos deliciosos e insanos del tabaco. De cualquier forma las escucho, más que nada porque no hay salida. Los escondrijos de madre son inútiles, los momentos de verdadera soledad de las mamás ocurren acompañadas. 

Cuando mi madre terminaba de fumar siempre salía con una mirada especial, ahora la conozco, de abstracción y relajamiento corporal —mente y cuerpo—. Pasaba sobre mí, que seguía sentada a la salida del baño, y ya no era mi mamá, sino una mujer que pensaba y sentía. Pasaba y ya no era mi mamá de siempre, sino la estela amable de ella misma, impregnada de un olor terrible. Quizá por eso era mi momento favorito con ella. 

Poco tiempo después de correr a su marido de la casa, mi madre tuvo una pareja. Un hombre sereno y divertido que se convirtió en mi padre de crianza, más justo sería decir en mi verdadero padre —a los papás que abandonan se les debe emparedar en algún lugar de la conciencia y continuar la vida en paz—. A mi papá no le gusta que nadie fume; y no sólo lo aborrece sino que lo condena. Así que, primero, mi mamá y yo dejamos de tener nuestro momento favorito del día —o al menos yo—, aunque ya no lo necesitábamos como hasta entonces, pues sus tratos se ablandaron —según mis deducciones— por el enamoramiento y más tarde por la presencia de mi papá que odia y condena tanto o más que fumar que se les pegue o maltrate a los niños. 

“Por fortuna mi vicio es más fuerte que la culpa. Me refiero al vicio del tabaco, sí, pero más que nada al vicio de ser y hacer lo que se me antoja.”

La primera noche que dormí en mi propia casa fue a los diecinueve años. Me compré una cajetilla dorada de unos cigarros largos, y esa noche coroné aquella victoria fumando en calzones en la cama. Me dolió un poco la cabeza, cabe decirlo, pero estaba feliz. No era la primera vez que fumaba, claro, en la preparatoria aprendí a hacerlo con fluidez. Y no sólo eso, por ese primer contraste de vida que se da en esa etapa, supe que mi madre fumaba cigarros “de viejitos”, además de que eran horribles y fuertísimos. Lo cual me llevó a deducir que tal vez fumaba en su trabajo, aunque es poco probable; o que necesitaba un golpe duro y horrendo de ese único cigarro para vencer la mente y el dolor emocional. 

Así que por eso compré aquella cajetilla dorada, para diferenciarme de mi mamá, pero también para demostrar por todos los frentes que estaba siendo una mujer con su propio departamento —que poco después no pudimos pagar mi amiga y yo. Una mujer que estaba haciendo lo que le venía en gana —la casera nos prohibió invitar a nuestros novios— y que fumaba hasta el hartazgo —el cual llegaba después del primer larguísimo cigarro.

En la universidad fumé mucho más. Culpo a que mi centro universitario está ubicado a la orilla de una barranca impresionante. Los cerros verdísimos, la neblina que se metía hasta los salones y el precioso mirador eran una invitación ineludible para encender un cigarro —y otros más— y observar aquel paisaje que se pintaba de morado, azul o tonos cálidos al inicio y final del día. Todos mis amigos fumaban, los que no terminaron haciéndolo, y los que ya lo hacíamos lo hacíamos más. Tal como sucede con casi todo durante la universidad. 

Las treguas de los vicios son implacables. Por un lado te muestran los innegables beneficios de abandonarlos, pero por el otro te pican las costillas hasta que cedes a tus nocivos impulsos, los cuales, con crueldad te humillan, te vilipendian, te abrasan y abrazan la voluntad. 

Por largos años he dejado de fumar desde entonces. Cuando quise tener a mi primera hija, durante el embarazo y la lactancia. Cuando me enteré de que estaba embarazada de las gemelas y muy poco después de que nacieron, no las amamanté por complicaciones de salud, físicas las de ellas, y mentales las mías.

En aquella tregua del embarazo y nacimiento de las gemelas necesité fumar más que nunca pero no lo hice. No quería dañarlas, ni perjudicar su desarrollo en ningún sentido. En contra de mi voluntad inicial quise disfrutar mi embarazo, aceptarlo, revivir algunos momentos agradables que viví durante el primero. Fallé en todo. Y seguí sintiendo que estaba haciendo todo mal cuando se me rompió la fuente en la semana 33, cuando casi muere una de las bebés, cuando la hospitalizaron un par de meses después, cuando asumí que no podía cuidarlas e ir a trabajar y, sobre todo, cuando tuve que dejarlas al cuidado de mi madre que vive en un pueblo a una hora de carretera de mi ciudad. Ese mismo día cuando regresé a mi casa luego de dejarlas con mis padres volví a fumar. Imparable. Insaciable. Rota.

En los ineludibles momentos en los que se toca fondo en la vida, en ese abismo oscuro y profundo, a veces nos salva un pequeñísimo halo de luz. Desesperados nos aferramos a él, anhelantes de respirar con libertad. Yo me aferré a la meditación. En esa paz de mi misma pude comprenderme, perdonarme, observar mis errores sin flagelarme con ellos. Mis impulsos por fumar disminuyeron sin que me lo propusiera, y muchas otras actividades perjudiciales también, como beber para mitigar el dolor, endeudarme para sentir que no merecía nada, o relacionarme con hombres que me despreciaban. 

Un día, en ese remanso de tranquilidad después de un largo periodo de batallas y heridas conocí a mi propio hombre que no fuma. Como un símil de mi mamá, por esas fórmulas familiares siniestras y bondadosas que se repiten en los linajes, reconstruí mi vida y logramos hacer una familia unida y amorosa. Las gemelas vinieron a vivir con nosotros y por fin pude ser su madre, imperfecta, sí, que fuma y que a veces huele mal cuando se despiden para dormir, pero completa, contenta. Libre. EP

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