Esperando a la caravana

La migración es más que una cifra y una serie de factores sociales; son seres humanos con historias y sueños. Aquí, Yael Weiss hace la crónica de su estancia en la frontera sur.

Texto de 16/12/20

La migración es más que una cifra y una serie de factores sociales; son seres humanos con historias y sueños. Aquí, Yael Weiss hace la crónica de su estancia en la frontera sur.

Tiempo de lectura: 34 minutos

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Permanecí cerca del Güero porque se notaba de inmediato que tenía la situación bajo control. Nada escapaba a su mirada despierta y astuta. Desde la playa veíamos las balsas cargadas con mercancía y pasaje que iban y venían entre México y Guatemala, empujadas con una larga percha, girando levemente sobre su eje como pesadas flores sobre el agua. Todos le decíamos el Güero porque en ningún país de Centroamérica hay que romperse la cabeza con el apodo cuando una persona es rubia y de ojos azules. Tenía el rostro cuadrado, la piel roja, los dientes chapados en oro y el físico de un búfalo. Fungía de padre de familia para quienes entrábamos en su territorio y contábamos con su aprobación. Si se sentaba a contarte una anécdota, sabías que te había integrado a su precaria esfera de mundo y que te protegería.

Nos ubicábamos en la periferia del puerto balsero. Aun así, los habitantes de las casuchas instaladas sobre la arena traficaban con sus propias balsas. Para ganarse unos quetzales, el Güero les ayudaba con el pasaje, pero no usaba la percha sino que se ataba la embarcación a la cintura para jalarla a través del Suchiate como un animal de tiro.

A su esposa le decíamos la Güera, igual que me decían a mí. Ella era mayor que él, de unos sesenta, y tenía un tipo caribeño de caderas amplias, piel morena y pelo decolorado por el sol. Al muchacho salvadoreño de dieciséis años que se nos juntó y amaneció con nosotros lo llamábamos el Muchacho. Otros muchachos se acercaban un rato y luego desaparecían, pero el mero “Muchacho” era él. Al otro lado del río veíamos a los soldados de la Guardia Nacional mexicana, con sus uniformes blancos en la resolana. Esperábamos a la sombra de un árbol y sin nombre de pila a que llegara la nueva caravana de migrantes. Los güeros me aseguraron que era algo tan bonito que debía presenciarlo.

—Vas a ver que la caravana llega hoy por la noche o mañana temprano —me prometía la Güera con los ojos entrecerrados. Usaba mucho ese gesto de enfocar a lo lejos algo agradable, a veces para hablar de lo más inmediato —como el árbol y la brisa que nos protegían con su frescura—, otras de lo verdaderamente remoto como de sus hijas que la esperaban en Estados Unidos y que no había visto en ocho años. —Ya va a llegar —repetía de vez en cuando arrastrando la erre final. Me hizo saber, con los ojos entrecerrados también, que la primera noche que pasaría en Nueva York iba a cenar la mejor sopa china del mundo en un restaurante que conocía.

La comida era uno de sus temas favoritos. Dejaba a un lado las delicias de los Estados Unidos cuando recordaba las lentejas sin sal que servían en las casas del migrante. En sus rencores ocupaba un lugar prominente el sándwich de mermelada que le dieron para todo el viaje cuando la deportaron de Mexicali a El Salvador, un año atrás. Con el enojo, cruzaba los brazos y sus ojos echaban chispas.

—Mi gobierno paga caro —argumentaba. Dan quinientos dólares por cada uno de nosotros ¡y nos matan de hambre! Por eso nos atrapan los mexicanos, por el dinero que valemos.

—¿Quinientos? —dije pensativa.

—Sí, quinientos —confirmó.

Luego descruzó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos, más relajada, quizá soñando con los billetes verdes.

El Muchacho se había puesto de pie para estirarse.

—¡La Bestia! —exclamó.

Levantó el dedo índice hacia su oreja. Se escuchaba, en efecto, un lejano silbato de tren. Iniciaba su recorrido en Ciudad Hidalgo, la ciudad frontera al otro lado del río.

—La vez pasada lo tomé —dijo el Muchacho—. Pero no vuelvo a hacerlo, perro.

Unos chavos que compartían la sombra del mismo árbol que nosotros prendieron un toque. Ni el Güero ni la Güera ni yo le dimos jalón, pero nos envolvió el aroma rico y grasoso de la hierba. Nos mantuvimos en silencio, con la mirada fija sobre el río que repartía la luz del sol en miles de brillitos. Al otro lado patrullaban las perreras del Instituto Mexicano de Migración, unas camionetas blancas listas para embarcar a los ilegales. A lo lejos parecían de juguete.

[2]

El primero en hablarme de la caravana fue un reportero del lado mexicano. Lo topé de madrugada en el Paso del Coyote, el puerto balsero por donde transita parte de la población local cuando tiene quehacer en la ciudad de enfrente o cuando cruza con mercancía de contrabando. El hombre me detuvo con un gesto de la mano y unas palabras incomprensibles hasta que exclamó:

—¡Perdón! Pensé que eras extranjera y que venías con el grupo de gringos. Te estaba diciendo que estaban allá —señaló con el pulgar la continuación del camino de tierra que bordeaba el río.

Portaba un chaleco de reportero y lo seguía un muchacho con un micrófono peludo en mano.

 —La verdad —me confió el hombre—, creo que son de la CIA.

—¿Cómo? —pregunté extrañada.

—Pues eso parecen, pero no les supe preguntar.

Se veía frustrado.

—Voy por ellos, les pregunto y ahora vuelvo —le prometí.

Esquivé a un borracho que echaba bronca a dos militares uniformados de verde, muy jóvenes. Le tenían una paciencia increíble; sonreían con pena, como si se tratara de un familiar incómodo, un tío necio a quien había que soportar. A los gringos los alcancé junto a un camión de la Guardia Nacional que estaba repartiendo el desayuno a sus soldados, los de camuflaje blanco. El único hombre viejo del grupo de extranjeros dio un paso adelante y tomó la palabra para responder a mis preguntas, como si llevara mucho tiempo esperando el momento:

—Estamos aquí —me aseguró solemnemente—, porque los grupos que hoy cruzan a México mañana llegarán a los Estados Unidos. Debemos saber quiénes son, cómo manejar su ingreso, cómo darles un primer acogimiento y luego una vivienda en nuestro país.

Se trataba de un profesor del City College de Nueva York con su grupo de estudiantes de arquitectura. En ese momento, arrancó el camión de la Guardia Nacional y nos cubrió de polvo.

El garbo torpe y recién salido de la adolescencia de los estudiantes me pareció convincente, así que le aseguré al periodista de chaleco que no eran de la CIA. Él ya estaba investigando con uno de los balseros si por la mañana habían cruzado migrantes centroamericanos.

—Un grupo muy pequeño —le respondió éste—: unos cinco. Pasaron el río a pie apenas amanecía. Los detuvo la Guardia.

—¿Nada más? —insistió el reportero.

—Nada más. Ahora no están cruzando. Desde el otro día.

Se refería al momento de la semana anterior en que una caravana de tres mil personas intentó ingresar a México por la fuerza. Tras encontrarse con las puertas del país cerradas y la presencia de la Guardia Nacional, trataron de atravesar en masa el río Suchiate. Los soldados les dieron caza y los atraparon.

—Aquí mero donde ve —nos señaló el camino de tierra que corría paralelo al río—, pasaban los prisioneros, muchos de ellos con niños. Los subían a unos camiones, y quién sabe a dónde los llevaban.

El reportero se dio la vuelta sin dar las gracias y abordó a quemarropa a un segundo balsero. Me disgustó su arrogancia, así que me senté sobre un pedazo de cemento para mirar el río y sus actividades en lo que se iba.

Un agente de migración se acercó a la ribera para recibir una balsa en proveniencia de Guatemala. Desde que la administración de Trump presionaba al gobierno mexicano, un número más elevado de guardias del orden patrullaba este paso informal. Quienes habían emprendido el viaje desde poblaciones montañosas y mal comunicadas de Guatemala, con sus documentos habituales de residentes fronterizos, aún no sabían que para ir de compras o de visita al país vecino ahora debían tramitar la Tarjeta de Visitante Regional. El agente de migración vedó el paso a dos mujeres kiché que tuvieron que volver atrás.

El borracho que antes enfrentaba a los dos militares se arrojó al agua y empezó a dar de manotazos gritando: “¡No pasarán perros!” Pero no se veía que le hablara a nadie en particular.

—Ya te están esperando tus amigos —me dijo de pronto un balsero.

Me señalaba una embarcación donde estaban de pie el reportero y su chalán del micrófono, dándonos la espalda y con la mirada fija sobre la ribera de enfrente. Parecían conquistadores decididos. “No pasarán, ¡hijos de su pinche madre!” aullaba el borracho en dirección a la ribera opuesta, con la mitad del cuerpo dentro del agua.

—No son mis amigos —me defendí—. Los acabo de conocer.

Estaba arrepentida de haberles propuesto en un inicio que cruzáramos juntos. Pero como en efecto me estaban esperando, preferí no complicar más las cosas y me embarqué con ellos.

El reportero era oriundo de Tapachula. Sus fuentes le habían soplado que una nueva caravana llegaría ese día a Tecún Umán.

Cuando desembarcamos, el reportero rechazó con enérgicos gestos de la mano a los choferes de triciclo que nos proponían sus servicios y caminó de prisa hasta la primera calle. Lo seguimos el muchacho del micrófono y yo. Una vez sobre el adoquín, se detuvo y me advirtió que no debía circular sola por ahí. Sobre esta calle que salía directo del puerto fluvial había casas de cambio además de bares y cantinas, en su mayoría aún cerrados pues eran apenas las ocho de la mañana.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.

—Vengo a conocer, nada más. Y me gusta pasear sola —especifiqué.

No era mentira, pero no era toda la verdad. Yo soy una cazadora de historias. Con su brazo extendido, el tapachulteco señaló playa abajo y me dijo que por ningún motivo debía dirigirme hacia allá porque estaba lleno de maras, los temibles pandilleros de El Salvador. Intercambiamos nuestros números de Whatsapp por si veíamos a la caravana o escuchábamos alguna noticia de su llegada, y al fin partimos camino.

Regresé aliviada y más ligera hacia el puerto a tomarme un Nescafé y comerme un pan. Me instalé con mi vaso de unicel cerca de donde aguardaban los choferes de triciclo, listos para subir a los recién llegados y encaminarlos a sus destinos. Las balsas salían de Guatemala cargadas de productos agrícolas en huacal y volvían con productos industrializados: cajas de cerveza y Coca-cola, botes de leche Nido, paquetes de papel de baño y pañales. No llevaba ni veinte minutos tratando de fundirme en el paisaje cuando unos triciclos me comunicaron que mi colega periodista estaba de vuelta. Para mi gran sorpresa, el reportero chiapaneco ya se embarcaba hacia México con su esbirro. Denegué con la cabeza y me adentré tranquilamente por las calles, dando la espalda al río.

[3]

Visité la iglesia. El padre se preparaba a recibir una nueva caravana, pero no en lo inmediato.

—Se tardará todavía cuatro o cinco días más en arribar —me aseguró. Luego pescó un celular que sonaba en algún pliegue de su sotana y se fue hablando bajito hacia el fondo de la nave.

Caminé por las calles polvosas hasta las rejas del albergue que no permitía visitas a esa hora. De ahí llegué de vuelta al río. Escalé el dique de piedras y me di cuenta de que estaba parada exactamente donde el reportero me dijo que se juntaban los maras.

A unos metros de mí estaba sentada una señora y le pedí fuego. Era la Güera. A nuestra izquierda, el dique de piedras se extendía unos quinientos metros hasta el puerto donde estaban los triciclos y aún más allá, hasta el puente Rodolfo Robles, el paso oficial para peatones. Sobre esa larga línea de piedras, había grupos de migrantes tomando el fresco. A nuestra derecha empezaban las viviendas de tablones instaladas sobre la arena. Esas casas miserables decían en su lenguaje de necesidad e improvisación que el río ya no era capaz de crecer hasta ahí.

El Güero tenía tratos con los habitantes de la primera casa, los dueños de la balsa. Cuando llegué estaba hablando con un señor tuerto y rengo que era el jefe de esa familia y que de vez en cuando se venía a sentar con nosotros para fumarse un porro.

—¿Cuánto darán, muchachos, por este monumento de mujer? —gritó en son de burla el hombre más viejo de un grupo que estaba instalado unos siete metros a la izquierda.

Un chico con falda y top estaba a gatas, con el trasero en dirección al semicírculo que formaban sus clientes potenciales. Contoneaba sus nalgas huesudas en señal de invitación. La Güera me contó que era un mexicano que cruzaba todos los días a Tecún Umán. —Es bueno —dijo—: nunca le falta el respeto a nadie. El travesti trató de sentarse en las piernas de los muchachos, sin éxito. Ellos se veían incómodos, no como el viejo que se burlaba. Se reían con la mirada clavada en sus propios pies. Una botella de alcohol de caña circulaba de mano en mano.

Poco después, para escapar del travesti, el grupo se mudó a la sombra de un árbol que crecía cerca del río.

—Ese señor —me dijo la Güera, refiriéndose al mayor —ya tiene su permiso de trabajo en México. Quién sabe por qué siempre anda por aquí, qué se le perdió.

—Quizá extraña a la banda —propuse.

—Yo creo —dijo ella y se rió.

El muchacho de la falda, derrotado, se sentó sobre una piedra alta, puso los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos, con puchero. Luego constató que la botella de caña a sus pies estaba vacía y la arrojó con despecho. Vino a pedirnos una cooperación para la siguiente. Sorteó su camino sobre las piedras sin perder el equilibrio a pesar del estado en que se encontraba. Nos negamos a darle dinero.

—Tú puedes cambiar si quieres —le dijo la Güera.

El muchacho la miraba fijamente, con la tristeza del mundo a cuestas. Tenía una afro sobre la cabeza. La Güera añadió:

—Pídeselo a Dios, rézale.

En su top, el chico había metido una toalla pequeñita para formarse un pecho. Limpió de basura un pequeño espacio para acomodarse junto a nosotras. En esa purga, mi botella que aún tenía agua fue a dar al fondo de una grieta con un montón de otros desechos. Subía poco a poco el mar de basura en torno a las piedras.

La migración en parvada de los jóvenes y el viejo hacia la sombra más delgada de un árbol de la ribera había dejado al descubierto a un hombre dormido un poco más allá sobre una piedra ancha y plana. Un rayo de sol que se coló entre las ramas le dio en la cara y en un par de minutos logró movilizarlo. Aún más trastabillante y alcoholizado que el muchacho de la falda, caminó hacia donde estábamos. Nos dio a cada quien el saludo de choque de puños.

—¿Qué vamos a hacer cuando se termine el aire? —nos preguntó luego con preocupación.

Nos reímos. Pero para él era un cuestionamiento serio.

—¿De dónde cree que soy señorita? —me preguntó a mí.

—Mmmm. ¿Catracho?

—¡No! Wrong!, señorita. Where I am from?

—Usted es del Salvador —intervino la Güera.

 —¡No! Wrong! Yo soy de la Tierra —exclamó triunfante— ¿O no? —añadió dirigiendo su mirada hacia mí.

—Pues sí —le dije.

Do you speak english? —me preguntó con su fuerte acento hispano.

Respondí que un poco. Él quiso entonces probarme:

How are you?

 —Dile “fine” —me sopló de inmediato la Güera.

Fine —le dije.

El hombre pasó entonces a preguntar “¿De dónde soy?” a los tres muchachos que compartían la sombra de nuestro árbol.

—¿O no estoy parado sobre la Tierra? —argumentaba el hombre—. Eso es lo que la gente no entiende, que somos de la Tierra. Que no hay fronteras —abrió los brazos e hizo como que volaba— Pero díganme, ¿qué vamos a hacer cuando se acabe el aire? Nos vamos a morir.

—¿Pero por qué se va a acabar el aire? —pregunté.

  —Porque nos lo estamos acabando. Es lo que estamos haciendo, destruyendo la vida del planeta… —después de unos segundos de reflexión climática, nos preguntó —¿Será cierto lo del virus en China?

—Sí, dicen que es cierto —dije yo.

El Güero y el Muchacho no decían nada.

—¿Sabe qué señorita? —retomó el Hombre de la Tierra— Yo no me quiero morir solo. Y estoy solo, señorita.

Como el mimo que sabe cambiar la alegría por la tristeza con un rápido ajuste en sus líneas de expresión, ahora el hombre parecía al borde de las lágrimas. Nos contó que su mujer lo había abandonado.

—Me dio el mejor regalo que se puede dar a un hombre: me dio dos hijos, una hembrita y un varón. ¿Cómo podría no amarla por siempre, señorita?

A cabos sueltos nos narró la historia de su matrimonio. Se interrumpía de vez en cuando para preguntar de dónde era, decir que se acababa el aire o preguntar a quien cruzara hacia la primera casa de la playa —que tenía baño de alquiler y golosinas a la venta— a cuánto le cedía las bermudas o los tenis que traía puestos. Después de que nació la niña, su mujer tuvo una enfermedad de vagina y él fue con mujeres de paga. Lo dijo bajito y de modo más confidencial, como un pecado menor y perdonable dadas las circunstancias. Pero luego, explicó más fuerte, mientras él vivía en Chicago la mujer se juntó con otro.

—Ya olvídala —dijo la Güera.

—¿Cuánto tiempo estuviste en Chicago? —pregunté yo.

—Ocho años —dijo él —No, creo que diez.

—Una mala esposa —dictaminó la Güera.

Fue demasiado grande mi impulso por justificar a esa mujer desconocida.

—Pero una mujer también necesita cariño y abrazar a alguien cuando la dejan sola tantos años —argumenté— ¿A poco tú no tuviste novia en Chicago?

Sentí la reacción de desaprobación en torno mío.

—No —dijo la Güera—, eso no debe ser. Que por caliente una señora lleve un padrastro a la casa que luego se viola a las hijas. No se puede hacer eso; son cochinadas.

Hasta los más jóvenes parecían de acuerdo con ella. Cerré la boca. Me encontraba ante un mundo más violento que el mío, con otras reglas, y mis conceptos de igualdad de género aquí no valían.

—¿Quién sabe inglés? —preguntó el Hombre de la Tierra.

—Mi —dijo la Güera.

—A ver, ¿me puede decir qué dice mi playera? —la estiró con las dos manos para que leyéramos bien: Gangsta as Fuck, But Still Need Cuddles. Por culpa de ese gesto casi se cae de su piedra.

—Cuidado, cabrón —dijo el Güero—. Te vas a joder más la rodilla. ¡Ya siéntate!

El Hombre de la Tierra no hizo caso. Su camiseta tenía un agujero en la costura del hombro. Entre todos logramos llegar a la traducción aproximativa de “Bandido hasta la madre, pero igual necesitado de apapacho”

—¡No me quiero morir solo! —se lamentó otra vez. Puso la cara entre las manos como si fuera a llorar. Guardamos silencio. Los muchachos fumaban mota, el tiempo se extendía, la arena nos deslumbraba, los sonidos se hacían largos.

—Es que es mi cumpleaños —se justificó el borracho. Sacó de una bolsa interna de sus bermudas unos documentos envueltos en plástico y nos los pasó.

Los migrantes siempre sacan sus documentos. De un modo u otro, una acaba con sus papeles en las manos, mirando en fotocopia o en original sus fotos, sus nombres, sus fechas de nacimiento, la demostración fehaciente de que ellos también son ciudadanos con derechos en algún lugar del mundo.

—Faltan cuatro días cabrón —lo regañó el Güero cuando le tocó mirar las pruebas de identidad— ¡Y ya guarda eso que los vas a perder!

—Sin ellos no soy nadie —declaró con solemnidad el Hombre de la Tierra.

Comprobé a mi vez que en efecto faltaban unos días para su cumpleaños número 49.

—No quiero llegar a los cincuenta. Ya no quiero vivir… —Se puso a llorar con la cara entre las manos.

Los muchachos voltearon hacia otro lado, hubo chasquidos de boca, reclamos, chiflidos.

—Para con eso ahora mismo —el Güero levantó la voz.

La Güera me miró con cara de “ya ves”, muy irritada.

—Aquí no se ha muerto nadie ¡esas son lágrimas de pura caña! O le paras o te vas —amenazó el Güero.

Iba pasando un vendedor de donas espolvoreadas de azúcar por la playa. El Hombre de la Tierra lo llamó y nos compró una dona a cada uno para que lo perdonáramos.

[4]

Se nos acercó un muchacho alto, de tez blanca, con tres cruces tatuadas en la barbilla. Las portaba con orgullo, como lo primero que debía verse al dirigirle la palabra, muy diferente al Güero con sus tatuajes borrosos y deslavados, que parecían haber perdido toda importancia y podrían perfectamente no estar ahí. Sorprendía lo pequeña que era su cara para el tamaño de su cuerpo bien desarrollado. Constituíamos el grupo más llamativo entre los que se acomodaban sobre las piedras porque habíamos dos mujeres: la Güera y yo. Las demás se resguardaban en los albergues, canjeando la libertad de movimiento por la seguridad.

El recién llegado nos preguntó si sabíamos por dónde iba la caravana. Planteé la posibilidad de que la información estuviera publicada en los periódicos. Me parecía increíble que se hablara sin cesar de una nueva caravana, tanto del lado mexicano como del guatemalteco pero que nadie tuviera datos concretos. Eso estaba okey para el siglo XII, cuando el rumor de que se avecinaban las huestes de los mongoles recorría los países de Europa, sembrando el terror. Pero hoy había drones, inteligencia militar y periodistas que seguían los flujos de la gente que se mueve. Una de las ventajas de las caravanas es que son mediáticas, porque eso las protege.

—Está en el Facebook —me aseguró el muchacho del rostro pequeño—. Ahí dice.

             Saqué mi celular, resignada a sacrificar las últimas rayitas de batería a cambio de una información tan relevante. En las horas que llevaba sentada ahí me había dado cuenta de que la gente casi no sacaba el teléfono como en las ciudades; la mayoría se lo guardaba bien, para cosas importantes. Algunos muy jóvenes que tenían suficiente batería y crédito se distraían con videojuegos o hits de música en el Youtube. Pero nada de leer noticias, así que estábamos sumergidos en un caldo de avisos, alertas e informaciones que circulaban de boca en boca.

—¿Dónde en el Facebook? —pregunté tras desbloquear la pantalla.

—Ahí mero —me dijo. Las tres cruces en barbilla estaban invertidas y la del centro era mucho más alargada que las otras.

—¿Pero mero dónde? ¿A quién buscas o qué?

—Ahí luego luego te aparece —me aseguró.

Extendió la mano y le tendí el aparato. Escroleó mi muro de noticiassin encontrar lo que buscaba y me devolvió el celular con cara de perplejidad. Se despidió y continuó su camino por la playa.

—Ése estaba en el albergue, perro—, dijo el Muchacho.

—¿Estás en el albergue? —le preguntó la Güera.

—Ni en pedo —dijo el Muchacho—. Estuve un día nada más. Me salí desde antier.

Mantuvimos el silencio unos minutos. Pesaba el sol aun en la sombra.

—Te dan puras lentejas, perro —retomó el Muchacho.

— Y el frijol viene con piedra —se quejó la Güera.

Alguien chasqueó la lengua. Vi que me miraba uno de los chicos pachecos como si me tocara decir algo.

—¿Sí comen frijol en sus países? —pregunté.

—Sí, güera. Y nos gusta el frijol y nos gusta la lenteja, a nada le hacemos el feo —me explicó la Güera—. Pero en los albergues te avientan la comida como a los animales. Eso sabe mal.

—A quienes no les gusta el frijol es a los catrachos —dijo el Hombre de la Tierra. No están acostumbrados. Les da diarrea. No hay que caminar muy cerca con ellos porque van echando gases.

Todos se rieron. Solo en ese momento caí en cuenta que estaba con puro salvadoreño. Un hombre de Honduras estuvo un rato con nosotros, pero se había ido después de un pequeño concurso de identificaciones. Me hicieron juez para determinar qué documento de identidad estaba más bonito, si el salvadoreño que parecía gringo con sus chips y era bilingüe, o el hondureño, más modesto pero que dibujaba en su centro, orgullosamente, la forma del país. Después de analizar los documentos que me metieron a la fuerza entre las manos, declaré el empate. Retomaron sus identidades decepcionados y sin creerme.

—Mira, güera —retomó la Güera— ni los huevos con salchicha saben bien en el albergue. Estamos mejor acá, libres, aunque no haya comida.

La libertad y la dignidad era lo último que pensaban abdicar quienes viajaban sin nada y dormían entre la basura.

A los dos minutos de que se marchara el muchacho de los tatuajes en la barbilla, vencido por mi Facebook, volvió el Güero, que se ocupaba en negocios enigmáticos. Repartió la cosecha de cacahuates con cáscara que cargaba en la parte delantera de su camisa doblada como la bolsa de un canguro.

—No me gusta contar las cosas feas, porque pues ya es difícil —empezó a decirme el Güero, tronando sus cacahuates —Pero fíjese. Una vez veníamos bien cansados mi mujer y yo, caminando por la Baja, pero ya era de noche y no llegábamos. La migraña me estaba partiendo en dos el cráneo —el Güero aventó unas cáscaras y se llevó dos dedos a la frente donde la intensidad del recuerdo había surcado una línea vertical—. Así que nos acostamos en la orilla de un vertedero de basura. Y que nos despiertan en plena noche unos policías con sus linternas a preguntar qué sabíamos nosotros del muerto. Ni habíamos visto que teníamos a un muerto de almohada.

—¡Ay, Dios! —dijo la Güera—. Ya le vimos entonces los pies —Extendió sus brazos al frente en V para imitar las piernas tiesas del cadáver.

—Y a convencerlos de que nosotros no sabíamos nada, que nos acostamos a oscuras. Es que sí se ven muchos muertos, ¿verdad, mi amor?

—Sí —dijo la Güera con los ojos entrecerrados—. Las cosas que deja ver Dios.

—Y la vez que cruzábamos el río por Corozal, apenas llegando al otro lado en la maleza estaba un cuerpo. Éramos varios y cada uno que pasaba se tropezaba con él. Ya saliendo a la carretera, apenitas después, nos encontramos con unos hombres de arma larga. Y había otros dos cuerpos ahí.

—Esa vez me puse a rezar el Salmo 92 —dijo la Güera.

—Nos fuimos para atrás en chinga —confirmó el Güero— con el Salmo 92, nos escondimos y no nos pasó nada.

Nos quedamos un rato en silencio, en admiración ante la suerte o ante el poder de Dios o cada quien en su propio pensamiento.

—¿Sabes qué deberías hacer, Güera? —retomó el Güero con su amplia sonrisa dorada— Irte en la Bestia, para que veas todo lo que sucede. Una vez nos acompañó un periodista gringo que venía tomando video y lo iba a vender. Se hizo una muy buena lana, más de lo que ganas tú en un mes —me aseguró.

—Pero yo no soy periodista y no tengo cámara —protesté. Les había explicado que era una “escritora de libros” para diferenciarme de los escritores en periódicos. A todos los que se acercaban a preguntar si yo era periodista —una categoría con la que estaban acostumbrados a lidiar—, los güeros contestaban que no, que yo era escritora. Pero lo hacían más para darme gusto. A veces se les escapaba que yo era una “periodista escritora”.

También me ayudaban a explicar por qué no tenía hijos. Yo sólo había dicho que no lo deseaba. Pero si alguien preguntaba por mi familia y yo me encogía de hombros, la Güera respondía: “No puede”, inclinando un poco la cabeza en señal de empatía.

El Güero estaba animado con su idea de la Bestia.

—Pues te consigues una cámara y te vas entrevistando a la gente. Re bonito te va a salir y vas a ganar mucho dinero —insistió él— ¿O no, mi amor?

—Sí… —dijo ella pensativamente— Se conoce el paisaje, y es muy bonito, y la gente que ayuda. Se ven muchas cosas. Pero la vez que se descarriló estuvo bien feo. Esa vez que se murieron 74 personas. Quedamos bajo de los carros nosotros; nos salvamos.

—¿Iban en ese tren? —pregunté como si supiera perfectamente de qué descarrilamiento histórico me estaban hablando.

—Sí —dijo ella.

—Sí —dijo también él.

Me parecía increíble que fueran sobrevivientes de tantas cosas. El Güero me había contado también de una vez que quiso cruzar el río Bravo en territorio zeta y lo descubrieron unos integrantes del cartel. Como no tenía con qué pagarles y lo iban a matar, se arrojó a la corriente y se hundió hacia el fondo lo más que pudo, mientras las balas le pasaban junto como palomitas en el agua. Salió a la superficie más adelante, con vida.

Pero tampoco era improbable lo que me contaban puesto que llevaban años en los caminos intentando el retorno a casa, sorteando una cantidad ingente de peligros, como unos Ulises de los tiempos modernos. De día y de noche, solos o en grupo, en tren, en tráiler, a pie y hasta en lancha, buscaban incansablemente nuevas rutas, más seguras o más eficientes. Cuando los atrapaban los echaban para atrás, haciéndoles perder el terreno ganado. Los ingresaban esposados de pies y de manos a los aviones o a los simples autobuses que pagaban los gobiernos para devolverlos a una tierra que algunos ni siquiera conocían por haberla dejado en la infancia, como el Güero que llegó a los Estados Unidos a los seis años o la Güera que llegó a los doce. A veces una bruja Circe del siglo XXI los encerraba en una estación migratoria, o un Polifemo los secuestraba y amenazaba con matarlos. Pero contrariamente a Ulises, el viaje de esta gente no termina nunca porque no tienen hogar ni en Estados Unidos, donde su casa ya no es su casa y no tienen el permiso de volver a habitarla, ni en sus países de origen donde tampoco hay vida para ellos.

[5]

La Güera aguantaba varias horas al hilo semirrecostada sobre la misma piedra. No como los demás, que cambiábamos de roca cuando sentíamos que se nos habían aplanado las nalgas, cuando nos dolía algún hueso de la espalda, o simplemente nos poníamos de pie sin razón precisa, movidos por los resortes de una vaga inquietud. Recostada como una diosa antigua de barro cocido, la Güera era un tótem de la pasividad y la espera. Pero un rayo de luz entre sus párpados entrecerrados indicaba que estaba alerta y que no se perdía ningún movimiento.

—Quiero llegar a mi casa y abrazarlas. Luego ir a mi cuarto para estar sola con mi Dios, rezarle y agradecerle —me decía, refiriéndose a sus hijas y su casa en los Estados Unidos. Sentí en ese momento que entrecerraba los párpados para sacar de su panorama los horrores y las injusticias y enfocarse en una única meta: cruzar todos los obstáculos hasta volver a los Estados Unidos, donde la esperaban. No las había visto desde que cumplieron quince y ahora la más chica iba a la universidad.

El Güero había sentado al Hombre de la Tierra con la pierna estirada y le daba una buena sobada en la rodilla hinchada. Aunque el herido ponía cara de dolor, se le notaba la gratitud.

De las calles polvosas de Tecún Umán, a espaldas nuestras, surgió un gordito de bermudas a cuadros. Trepó la barrera de piedras que separaban la calle de la playa, exactamente como yo lo había hecho unas horas atrás, y se colocó frente a nosotros con una botella de refresco de manzana de tres litros. Nos entregó una bolsa de plástico a cada uno e hizo circular unos popotes. Cuando me tocó agarrar el mío algo salió mal y se me fueron de las manos los tubitos de plástico. Nos aventamos el Muchacho y yo a su rescate, pero únicamente levantamos los que estaban más a la mano y en número suficiente para los presentes. Dejamos los demás popotes tirados entre la basura. Una vez que estuvimos todos equipados con nuestra bolsa y popote, el dueño del refresco nos sirvió la bebida. Estábamos en posesión de los elementos más satanizados de la sociedad bienpensante: el popote, el refresco y la bolsa de plástico, que recientemente se había prohibido en las ciudades de México. Bajo el sol de las doce del día, oficiábamos una misa al revés, una especie de sabbat de la chatarra.

Le dimos unos sorbos felices a nuestras bebidas. A donde fueres haz lo que vieres era mi lema y me venía muy bien en estos momentos. Pasaba un migrante, con unas bermudas rosas y sus tenis al hombro.

—¿A cuánto nos dejas el short? —preguntó el Gordito que nos dio el refresco. Nosotros nos reímos, como si ahora que habíamos aceptado su dádiva debíamos rendirle pleitesía.

El Hombre de la Tierra, con su masaje terminado y su bebida en mano, le preguntó al Gordito:

Where are you from?

—De aquí bróder.

—No —repuso—, entiéndeme. Where are you from?

El diálogo de sordos desembocó rápidamente en una demostración de fuerzas.

—Véngase para acá —le ordenó el Gordito en cuanto se hartó.

El Hombre de la Tierra se acercó tambaleante, tan aferrado a su botella de caña como a su refresco. El Gordito le pidió que se quitara la camisa y le dio a escoger entre un golpe de puño o uno de palma abierta. Entretanto, la Güera me sopló en voz baja que ese niñote gordo de las bermudas a cuadros era el hijo de un narco local.

El Hombre de la Tierra y el gordito, sentados el uno frente al otro, se miraron a los ojos alrededor de un minuto. Luego, el hijo del narco le soltó una fuerte palmada sobre el pecho que casi lo tumba. Dieron así por terminada la demostración de quién mandaba.

—A mi padre no le gusta que ande por aquí —me dijo el Gordito mientras me servía la segunda ronda de refresco. —. Míralo, me está viendo desde mi casa.

Señaló en la calle de atrás una construcción de tres pisos, con una terraza en el segundo desde donde nos miraba un hombre. Lo tapaba casi por completo el follaje de las macetas. Se escuchó un chiflido.

—Ahora vengo —anunció el chico— y se fue para su casa.

A los pocos minutos volvió a salir a la calle por el portón y se subió a la pick-up negra estacionada enfrente. Pero no arrancó. La Güera le decía algo al oído a su esposo.

—Ándale, dile —le pidió.

El Güero echó a andar hacia el carro.

—¿Qué onda? —le pregunté a la Güera— ¿Todo bien?

—Le dije que me busque un trabajo de limpieza con el papá —me explicó la Güera— Esos tienen mucho dinero. Así le ayudo al Güero.

A nuestras espaldas, el hijo del narco y el Güero se pusieron a platicar, uno sentado en la pick-up y el otro abajo, pidiendo el favor.

[6]

De los albergues se hablaba pestes. Un hombre de zapato de vestir cubierto de una fina capa de polvo, con cinturón de cuero y camisa bien fajada, me aseguró que la ropa que llegaba por donación a la casa del migrante de Tecún Umán se revendía en las calles del centro. Un chavo se animó a contar que en ese albergue desaparecían a la gente, la vendían a los carteles de droga.

La mayoría lo creyó perfectamente posible. Estaban de acuerdo con que los directores de los albergues se embolsaban una buena parte del dinero del gobierno o los organismos internacionales. El Hombre de la Tierra contó que al padre de un albergue en Guatemala, más al sur, le gustaba pagar la fiesta y todos los viernes metía músicos y alcohol, e incluso invitados personales.

—¡Cómo crees! No puede ser —exclamé.

—De veras, güera, y si quieres dormir no te dejan. En eso se gasta el dinero.

Me volteé hacia la Güera para que desmintiera. Ella se rió.

—Yo estuve ahí, es verdad —me dijo—. Quién sabe qué tiene ese padre, se alejó de Dios— añadió arrastrando la “s” y entrecerrando los ojos.

—¿A cuánto me vendes tu gorra? —le preguntó el Hombre de la Tierra a otro muchacho que pasaba y que nos devolvió el saludo con una gran sonrisa.

Los migrantes sabían que el dinero circulaba sobre sus cabezas y que muy pocas veces llegaba a sus manos. Una parte de la ayuda internacional se la quedaban los gobiernos y luego cada eslabón de la cadena de apoyo y auxilio se quedaba con su ración del pastel. En cuanto al presupuesto nacional, se inyectaba en la construcción y mantenimientos de los centros de detención, en los sueldos de los agentes migratorios, en las armas, en los juicios y las deportaciones, y hasta en las bardas y los muros. Esta gente mal alimentada que se movía entre la basura sostenía toda una economía paralela.

Quienes dormían y comían en el albergue solo aparecían por la noche y por la mañana, en las horas que los dejaban salir para la compra. El resto del tiempo permanecían tras las puertas cerradas. Aunque los de la playa argumentaban a voz en cuello que preferían la libertad de movimiento a una alimentación de tres tiempos, muchos ya habían quemado sus días legales de estancia, después de los cuales se supone que deben seguir su camino y dejar lugar a los siguientes. Pero las cosas estaban demasiado calientes en México, así que esperaban un momento propicio para continuar hacia el norte. La caravana, por ejemplo.

Sobre las piedras todos conocían los albergues, todos conocían México y Estados Unidos, todos estaban por intentar llegar al norte por una segunda, tercera o décima vez. Tan poca utilidad tenía deportarlos como empujar con una escoba el agua que entra bajo la puerta durante un aguacero. Hasta el Muchacho de dieciséis había llegado a la frontera con la Unión Americana, pero de ahí lo habían echado para atrás.

—Nada más tocar la terminal de San Pedro, que empecé a caminar de vuelta, perro —dijo con firmeza.

—A mí me llevaron a Oaxaca, perro —contó otro muchacho—. Hará diez días. Nos llevaron presos para allá y luego nos deportaron. Pero lo mismo: ni una noche pasé en San Pedro, me compré luego un pasaje para acá.

—¿Estuviste en Ixtepec? —pregunté.

—Sí, güera. Pero apenas unos días, porque rápido nos mandaron de vuelta.

—El otro día —nos empezó a contar el Güero—, estábamos en el albergue ¿verdad, mi amor? Que viene el guardia chaparrito de la gorra. Era ya noche y que me alumbra con la linterna y que me dice que no puedo orinar en el patio. Le puse un zape y me salté la barda para afuera. Lo tumbé de un golpe, no supo ni qué. No me acerco al albergue porque sé que ése me anda buscando.

Nos reímos. La Güera agitó la cabeza para significar que qué tremendo es el Güero.

Se acercó una familia al río, dos adultos y cuatro niños. Mandamos a uno de los muchachos a preguntar si venían con la caravana.

—A la mejor se adelantaron y los demás vendrán cerca —opinó la Güera, otra vez soñadora.

Los niños se metían al río como si no hubieran visto agua en mucho tiempo, con gritos felices. Los adultos se quitaban el polvo, el cansancio y el calor, y se veían contentos también.

—Que sí se adelantaron —nos informó el muchacho a la vuelta— que la caravana viene detrás.

[7]

—¡Qué va a ser esta gente del diablo! Si todos compran en mi tienda —declaró la señora de la casa más cercana, que nos vendía la entrada al baño a dos quetzales y la enchufada del teléfono a cinco.

—Así la llaman —contestaba la Güera muy tranquila— porque vienen bien enojados. Con machetes y palos. Es la caravana “del diablo”, así le llaman.

  —¿No era más bien la caravana “de la esperanza”? —repuso la doña.

—Ya no —dijo la Güera.

—No les creo —se defendió la doña—. Esta gente es de bien. ¡Vienen a comprar! Si fueran malos llegaran y agarraran por la fuerza.

Con un rápido movimiento de cintura, la doña arrojó una piedra a un perro que se había acercado demasiado. Falló por unos centímetros pero el perro salió despavorido. El golpe podría haberlo dejado sin ojo.

La doña recogió su piedra y la volvió esconder en su delantal.

—Mis perros están bien amarrados, no como mis vecinos cochinos que los dejan venir a joder.

Cuando yo iba a su baño por dos quetzales, en efecto veía a cuatro perros encadenados a un poste de madera en el centro de la estancia principal. Una veintena de guajolotes —adultos y polluelos despeinados— merodeaban sin acercarse a los canes, picando el grano o la basura que encontraban sobre el suelo. Esquivaban a los niños que jugaban sobre la tierra y a los adultos despatarrados en unas sillas Acapulco que miraban de reojo una tele encendida.

             —Pues ya va a llegar la caravana y ya la veremos si es “del diablo” —dijo la Güera.

[8]

—Que no va a llegar para acá, que torcieron para Malacatán.

—¿Por qué hicieron eso?

—Les dijeron que por aquí estaba demasiado difícil.

—Unos entraron por la mañana. Y me dijeron que sí vienen para acá.

—Pues se están tardando.

—Pobres, vienen con niños, ya han de venir muy cansados. Pobre gente de Dios.

—El padre tiene información de que faltan como dos días.

—¿Por dónde dices que los viste, mi amor?

—Allá, pasando Cocoles. Dentro del autobús gritaron que ahí estaba la caravana y nos levantamos para verlos.

—¿Y cuántos venían, señora?

—Unos ochocientos o unos mil.

—Van a llegar al otro albergue, no al de aquí. Porque ya les dijeron que están desapareciendo gente.

—¿Los del albergue?

—Sí, los entregan. Hacen negocio.

—Entonces hay que ir a ver si ya llegaron al otro, ¿no?

—Van a venir para acá, van a ver. De que llegan al río, llegan al río.

[9]

Por la calle de atrás apareció una banda de seis jóvenes con jeans agujereados y gorras negras. Intercambiaron unas palabras con el hijo del narco que estaba otra vez al volante de la pick-up estacionada y luego caminaron directo hacia nosotros. Treparon por las piedras. Mi desconfianza en duermevela se prendió como un gran fuego y el miedo rompió los diques que hasta ahora lo mantenían a raya. Pensé que esos tipos venían por mí. Lo vi todo en cámara lenta. Aquí mandaba el narco de la casa de atrás. El Güero estaba en el río jalando una balsa. Me sentí un ratón en una trampa.

Pero los muchachos solo se sentaron con nosotros en busca de compañía. Eran migrantes también; se pusieron a fumar. 

—Ahora vengo —dije a la Güera.

Me quería reponer del susto y caminé un buen rato por la playa ardiente. Llegué al puerto y me metí en una cervecería. Cuando me trajeron la bebida fría, sentí que incurría en un lujo culpable a espaladas de mis compañeros del dique de piedras. Entablé conversación con unos choferes de triciclo de la mesa de junto y al final me mudé con mi cerveza para sentarme con ellos. Al que de lejos me había parecido el más guapo se le juntaban montoncitos de sarro sobre los fierros que debían arreglarle los dientes. Traía consigo una toalla de mano azul con el banderín Hilfiger. Era para secarse el sudor en el triciclo, pero ya la había adaptado a sus demás necesidades. Se sonaba con ella, escupía en ella, limpiaba la cerveza derramada con ella y se la ponía de mantel, con los codos encima. El otro muchacho, mucho más joven y sin toalla, escupía directamente sobre el piso. Nos servíamos en vasitos las cervezas Gallo.

El tema de los migrantes no pegó.

—¿Esos qué? —me dijo el más joven — ¡No importan!

Prefería contarme de su vida. Tenía veintiún años, dos hijos, y se llamaba Andy. En esta cantina, se usaban nombres propios. Su esposa se había herido los brazos y las piernas para acusarlo con el juez, y desde entonces tenía prohibido acercarse.

—¡La reputa! —gritaba con su voz aguda.

Las caguamas Gallo se acumulaban en el centro de la mesa y mandaron traer de otro bar unas alitas de pollo y unos pepinos. Luis, el de la toalla, me hizo saber que el chamaco era el hijo de la dueña de varios locales del puerto.

—Pero no le gusta irse a tomar en los bares de su madre —me explicó.

—Luego vamos, así te presentamos a las muchachas que atienden, por si tienes apuro, para que te ayuden —dijo Andy y escupió cerveza al piso.

—¿Es hijo único? —pregunté a Luis cuando el muchacho se fue al baño. Me parecía que actuaba de varoncito tirano.

—Qué va a ser. Es el más chico de como diez. Todos de diferente padre.

—Sabes —me dijo Andy al volver—, me caes bien. Me gustaría verte trabajando con nosotros en uno de los bares. Quedarías bien de cajera.

Chocamos vasos los tres.

 uis se fue a escoger canciones en la rocola. Andy quiso contarme más a detalle cómo se había divorciado, nada más porque “le caía bien” y porque el asunto lo tenía furioso. Gesticulaba un montón. Sus brazos eran largos, blancos y muy correosos. Primero me explicó cómo se cocinaba el crack.

—Le ponemos saborizante de helado: de fresa, de mora o de uva —me empezó a explicar— Así nos lo piden, por sabor. Nos queda rebueno.

Una noche en que Andy estaba cocinando en el local del patrón, le llamaron para decirle que su mujer se había ido a la disco.

—Con una prima suya, que es reputa. ¡Y yo trabajando como pendejo! Que me enojo —escupió un trago de cerveza al piso antes de continuar—. Yo le di permiso a la cabrona de irse a dormir a casa de su madre con los niños. Me dio un pinche coraje. Así que me fui a buscarla. La tiré a patadas en la calle. La puta. Yo, trabajando. Sí le di duro, pero se lo buscó. Su madre empezó a decir que mi esposa estaba embarazada y perdió al bebé esa noche. Mentiras. Esos moretones que le enseñó al juez no fui yo. Yo sólo le di patadas porque estaba bien enojado. Y estaba puesto, ¡pues sí! Y ahora no me dejan ver a mis hijos, ¡la puta!

Andy tenía unas manos sorprendentemente grandes. Acto seguido me contó cómo golpeó al pendejo que movió su triciclo.

—Yo había llegado temprano y me puse primerito en la fila. Me fui por algo y cuando vuelvo este pendejo había movido mi triciclo hacia atrás. Y que me enojo y casi lo hago picadillo.

Brindamos. Vi que andaba descalzo y le faltaban dedos en un pie. Tenía que ver con los balazos que le tiró uno de sus hermanos.

—El güey había llegado al bar de mi mamá con dos culos. Bien guapotas. Al rato yo me llevé a una. Cuando salí de mi cuarto al día siguiente ahí estaba con la pistola, ¡y pam pam!

—¿Y tu madre qué dijo?

—Que estaba mal. Pero el cabrón le dijo que no quería tirar de verdad, y la convenció. ¡Pero si la vieja me hizo caso a mí!

Brindamos.

—Me caes bien, —me dice Andy.

[10]

Después de tomar nota de dónde estaba uno de los bares de la madre de mi nuevo amigo de Tecún Umán, “por si necesitaba algo”, emprendí el camino de vuelta por la playa hacia las piedras donde estaba el grupito de los güeros. Prometí a Luis y a Andy que los buscaría sin falta en cuanto terminara “mi reportaje”. Ya se ponía el sol y era mi última oportunidad para ver llegar a la caravana, antes de irme de regreso a Ciudad Hidalgo, del lado mexicano, y subirme al coche que dejé estacionado en una calle trasera.

A orilla del agua me topé con el Hombre de la Tierra. Pegó un brinco y se ruborizó al reconocerme. Cuando le pregunté si se sentía bien me respondió que no, porque él había sido guerrillero en El Salvador. Me dijo que había matado.

—Pero pensábamos que era lo correcto —se justificó abriendo los brazos para dejar al descubierto su pecho, como si se ofreciera en sacrificio. —Güera, he hecho muchas cosas malas —continuó, y luego escondió su cara entre las manos para llorar.

Continué el camino hasta las piedras donde me recibieron con aclamaciones de alegría.

—Pensábamos que ya no volvías, me dijo la Güera.

Estaban comiendo unos bolillos con frijol que les habían regalado, pero no se me antojaron. Me propusieron quedarme la noche con ellos, porque la caravana podía llegar de madrugada, y acepté.

Movimos las cosas junto al fuego que encendió el Güero sobre la playa. Lo acompañaban dos hombres que yo no había visto durante el día. La Güera me llevó a bañar al río. Del lado mexicano también se preparaban para la noche, se veían luces y las linternas de los soldados. Las perreras con los faros encendidos se movían a lo largo de la línea como tanques de vigilancia. Las aguas negras del río, en cambio, no reflejaban ni la luna. Dudé en desvestirme porque me parecía que la noche estaba clara. Pero le copié a la Güera cuando la vi desnuda. El agua nos hizo la risa fácil. Había apenas medio metro de profundidad pero aun así se sentía la fuerza de la corriente y permitía imaginar lo salvaje que serían las aguas crecidas en época de lluvias. Como era lógico, las caravanas se organizaban durante la estación seca, de octubre a abril, porque para migrar se necesitan caminos firmes, cielos despejados y ríos bajos.

Quisimos salir de nuestro baño justo cuando empezaron las barridas de luz sobre el río. La Guardia Nacional vigilaba su frontera al estilo gringo. Nos alumbraron en cuanto tratamos de ponernos de pie y tuvimos que arrojarnos de regreso al agua para esconder nuestros cuerpos. Les gritamos: “¡putooooooos!” Después de varios intentos de burlar las luces que volvían a intervalos irregulares, después de gritar “¡putos!” a voz en cuello dando manotazos sobre el agua y muertas de la risa, porque al amparo de la noche podíamos sacar nuestras naturalezas más infantiles, logramos agarrar un buen intervalo de sombra y nos vestimos a toda prisa. Nos alumbró de nuevo el haz potente de luz cuando ya caminábamos hacia el fuego donde nos esperaban unos plátanos cocidos en su cáscara y un Nescafé.

Presumimos a los hombres que les habíamos gritado putos a los de la Guardia Nacional mexicana. La Güera se veía muy orgullosa y ellos nos hacían el favor de reírse. Pero había prisa. El Muchacho y yo seguimos a los güeros hasta una miserable enramada, con grandes huecos de cielo entre las palmas secas que la cubrían. Cargamos hacia allá unas bolsas de basura donde guardaban cobijas, suéteres y una colchoneta. Me pasaron una cobija que les habían regalado en México cuando iban en la caravana de octubre 2018 y me prestaron una sudadera, también donada. Quise ir a la tienda por agua, pero el Güero me dijo que de noche ya no. Durante el día comisionaba las compras pero ahora, en la oscuridad, tuvo que ir él.

Había que escoger entre perecer cocinado bajo la cobija a causa del calor infernal o dejarse chupar la sangre por los zancudos. Después de un rato de revolcarme en una hamaca con un agujero por donde caía mi pierna, me di por vencida y me moví hacia la mesa de plástico donde platicaban el Muchacho y el Güero, uno sentado en una silla, el otro en una piedra.

—De mi banda éramos diecisiete, perro. Y luego quedamos solo cuatro —decía el Muchacho. —Los demás, todos muertos.

Había extendido su documentación sobre la mesa para que el Güero la examinara. Estaba la fotocopia de la solicitud de refugio en México, pero el Muchacho no quería terminar en manos del DIF por ser menor de edad. Él primero quería trabajar, aunque a la mejor quería estudiar también si llegaba a Estados Unidos, lo cual fue desaconsejado por el Güero, convencido de que en la escuela no se aprende nada.

—No sirve de nada. Yo todo lo aprendí en la calle, desde los diez años —explicó con la superioridad moral que le daban su edad y experiencia. Se había puesto unos pants rojos para dormir.

—Yo lo odiaba a mi viejo —decía el Muchacho. —Le pegaba a mi madre, perro, por eso lo odiaba. No lo quiero volver a ver en mi vida, perro.

El Güero venía de enterrar a su padre en El Salvador. Ya estaba en los Estados Unidos y tuvo que dar marcha atrás. Pero al padre, decía, se le tiene que enterrar. Contaba el Güero que pagó tres días de música, comida y trago, porque a su viejo había que despedirlo en forma. En cambio, detestaba a su madre con quien había migrado de morro a los Estados Unidos. A los diez vivía mejor en la calle que con ella.

Antes de dormir, las confesiones se hacen más fáciles. El Güero dijo que lo llevaron a la cárcel por culpa de la droga y después de la cárcel empezó la deportación.

—Había un tipo con quien vendía la droga; también la fumábamos, en foco. Él habrá tenido unos veinte años y yo apenas diecisiete porque me mandaron a la de menores. Esa noche nos peleamos y yo cargaba siempre un cuchillo. Pero solo cuando amanecimos el uno junto al otro me di cuenta de las cuchilladas que le metí. Había un chingo de sangre. El güey me costó 4 años de cárcel y veintisiete mil dólares. Pinche cabrón.

El Güero tenía treinta y cinco años, y siete de sobriedad absoluta. Parecía al menos diez años mayor. Además, ahora era creyente. En eso lo había ayudado la Güera. En su relación dispareja sin duda se recuperaba un equilibrio hace mucho tiempo perdido y se colmaban las antiguas carencias. El Muchacho, por su parte, estaba nuevecito, aún no comenzaba ni a drogarse.

El foco potente del centro de la enramada quedó encendido toda la noche. Bastante pronto comprendí por qué. Había que señalar nuestra presencia a los camiones que circulaban sin luces por la playa. Al amparo de la oscuridad, el tráfico de mercancías se hacía más en grande. El Güero nos había dicho que se tenía que levantar entre las cuatro y cinco de la mañana para ayudar a pasar el pollo. El tráiler cruzó la playa en reversa y pasó rozando nuestra enramada. Su contorno estaba dibujado con lucecitas de colores, como de árbol de navidad. También me despertó el paso de un camión de redilas y de unas cuantas camionetas sin luces que no supe qué traficaban.

[11]

Hubo que levantarse al despuntar el día. Apenas se distinguía la ribera opuesta sobre el agua azul plúmbeo. Los soldados aún blandían sus luces pero ya se veía el color de sus uniformes. A toda prisa, el Güero y la Güera metieron las cobijas y los suéteres en las bolsas de plástico.

—La gente se despierta muy temprano aquí —me dijo la Güera con una mueca de disgusto.

Como me tardé un poco en hilar cabos y bajarme de mi hamaca, se burló de mí el Muchacho:

—Ah qué la güera, parece que está en la playa disfrutando.

Nos reímos. Me daban esa carrilla, la de estar ahí pasándola bien un rato entre migrantes.

—Ya tiene mucho para su aventura —añadió la Güera.

—Para escribir su libro —dijo también el Muchacho.

Los dejé lavándose los dientes y me fui a buscar algo para el desayuno. Aún estaba fresca la mañana. En el río se bañaban muchos con la ropa puesta, para lavarla. Algunos tendían sus camisetas y shorts mojados entre los árboles.

En el puerto me encontré con las señoras del atole, el pan y el Nescafé; los triciclos estaban formados, los balseros cruzaban gente y algunos vehículos particulares esperaban con los motores encendidos. Pasé junto a un sedán con la cajuela repleta de las cajas amarillas del tequila Cuervo.

Volví con huevos, jitomate, cebolla y tortillas. Ahí donde habíamos cenado plátano y café el fuego estaba de nuevo encendido. El Güero lo alimentaba con la basura de la que estábamos rodeados: cartones de leche, bolsas de plástico, envolturas de todo tipo. Ahora que era día, noté que la parrilla era una tapa de ventilador ennegrecida de cochambre. Sobre ésta ya se recalentaban los plátanos y unos tamales enanos envueltos en hoja de maíz requemada.

El Güero sacó un machete oxidado y se puso a cortar el jitomate en una esquina de la mesa de plástico cargada de desechos y podredumbre. Hundí la cebolla y el jitomate en medio litro de aceite en un cazo abollado y sin lavar. La sal estaba llena de mugre. Había muchos migrantes sobre las piedras, no muy lejos, que nos miraban. Propuse invitar al que tenía tatuajes de cruz en la barbilla pero el Güero negó con la cabeza. En cambio, una vez que nos comimos cada quien nuestro primer taco de huevo con doble tortilla, mandó al Muchacho por los tres pachecos que habían convivido con nosotros el día anterior y que se acercaron casi corriendo. La Güera me dijo que pensaban que el chico de los tatuajes en la barbilla era un pandillero.

A las 8 am, con el sol ya bien arriba, con la Güera en la misma posición que la encontré 24 horas antes y con grupitos de muchachos instalados sobre las piedras como parvadas de pájaros en una isla, parecía que todo estaba listo para comenzar un día idéntico al anterior, en espera de la caravana. Eran las mismas promesas, la misma plática, la misma espera. Cuando fui al baño me encontré al Hombre de la Tierra comprando una botella de caña. Los chicos que habían huido del travesti el día anterior se sentaron esta vez con nosotros, eran hondureños y ninguno tenía más de veinte años.

A las 12 me despedí con la mochila a la espalda y un gesto de la mano. Me fui sin decir mi nombre y sin conocer el de ellos. Así era mejor, supuse. Nos deseamos solamente suerte, a mí con mi libro, a ellos con su viaje a Estados Unidos.

Preferí caminar hasta el puerto para cruzar. Un predicador trajeado de negro con un micrófono de cable y un bafle daba lecciones de apocalipsis a un público resignado de triciclos y balseros. Hablaba del virus chino y de Sodoma y Gomorra.

Los mexicanos y guatemaltecos se repartían por días el pasaje en balsa. Esa mañana tocaba a los guatemaltecos ocuparse del tráfico sobre el río y a los mexicanos solo estibar o descargar la mercancía al otro lado. Me embarqué con un balsero viejo y silencioso. Desde el centro del río, no logré distinguir al grupo de los güeros; estaban lejos. Pronto di la espalda a Tecún Umán, bautizada en honor al último guerrero quiché en caer ante los conquistadores españoles. Pensé en el coche rentado y en que debía tomar un avión para volver a mi casa. Me acordé de la maleta abandonada en un hotel y de mi marido a quien no había llamado. Regresaban en marea ascendente los datos e informaciones personales de los que me había despojado durante treinta horas. Con ellos llegaba también la tristeza.

Frente a mí crecía Ciudad Hidalgo, localidad que porta el nombre del cura de origen español que dio el Grito de Independencia de México. No lo hizo para devolver el país a los indígenas robados, sino para que los criollos pudiesen hacer sus negocios tranquilos. Ambos poblados, Tecún Umán y Ciudad Hidalgo, hablan de momentos históricos distantes: el lado guatemalteco, del pasado indígena derrotado, el lado mexicano, del triunfo de las élites blancas, liberales y ricas. En ambas orillas la realidad era también así, desfasada, porque los guatemaltecos son más pobres y los mexicanos más ricos. Pero quienes no son de ahí y sólo van de paso, a duras penas se fijan en esas dos ciudades polvosas y sin chiste, porque van con la mirada volcada hacia el norte como la aguja imantada de la brújula.

Tecún Umán-Ciudad Hidalgo, febrero de 2020. EP

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