Por si nos faltaban motivos de confrontación, a últimas fechas se ha radicalizado la disputa por las vialidades de la Ciudad de México. La convivencia entre automovilistas, ciclistas, motociclistas y peatones nunca ha sido tersa, es cierto; pero, recientemente, las fricciones cotidianas se han extendido de las calles a las redes sociales, donde las posturas […]
Espacios y caracteres: Cruceros peligrosos
Por si nos faltaban motivos de confrontación, a últimas fechas se ha radicalizado la disputa por las vialidades de la Ciudad de México. La convivencia entre automovilistas, ciclistas, motociclistas y peatones nunca ha sido tersa, es cierto; pero, recientemente, las fricciones cotidianas se han extendido de las calles a las redes sociales, donde las posturas […]
Texto de Flavio González Mello 23/01/16
Por si nos faltaban motivos de confrontación, a últimas fechas se ha radicalizado la disputa por las vialidades de la Ciudad de México. La convivencia entre automovilistas, ciclistas, motociclistas y peatones nunca ha sido tersa, es cierto; pero, recientemente, las fricciones cotidianas se han extendido de las calles a las redes sociales, donde las posturas de unos y otros se han ideologizado hasta alcanzar grados dogmáticos. Y, mientras tanto, el Gobierno expide el nuevo reglamento de tránsito: una hermosa ficción en la que está prohibido apartar lugares de estacionamiento, pasarse los altos, estacionarse en triple fila; y en la que automovilistas, peatones y ciclistas convivimos en plena armonía, rodeados de taxis color rosa.
Para hablar de los diferentes actores del conflicto por las vialidades chilangas, sigamos la jerarquía propuesta por la nueva normatividad del df. La prioridad del tránsito, nos dice el reglamento, la tiene el peatón, que es el usuario más numeroso y desprotegido de todos. A diferencia de los peatones de otras latitudes, a quienes les basta con tocar ligeramente la “cebra” con la punta de su zapato para provocar una serie de enfrenones, el mexicano de a pie, acostumbrado al maltrato, no confía en letreros, señalizaciones ni semáforos, y prefiere esperar hasta que no se acerquen coches en ninguno de los dos sentidos para cruzar corriendo una calle. Si, por mal cálculo o simple distracción, está a punto de ser atropellado en el intento, su reacción más común no es insultar al conductor ni pedirle disculpas, sino reírse nerviosamente mientras sigue adelante sin voltear (quizás a eso se refería Octavio Paz cuando afirmaba que el mexicano se ríe de la muerte).
Últimamente han surgido varias organizaciones que defienden los derechos del peatón urbano, cuyos planteamientos difieren notablemente de las políticas tradicionales de protección: rechazan, por ejemplo, la construcción de puentes peatonales, por considerar que privilegian la circulación de los coches y representan un obstáculo para la movilidad a pie. Los ideólogos del neopeatonismo han abierto un segundo frente de lucha: el enemigo ya no es solo el automovilista, sino también el ciclista. Hace poco leí un artículo que criticaba la proliferación de ciclovías; el autor trataba de demostrar que la bicicleta no es, como nos han querido vender sus promotores, un “transporte ecológico”, pues la cantidad de plástico que un ciclista tiene en sus ruedas y casco superan “con mucho” a la que cualquier peatón “puede cargar encima” (esto, claro, supone que el hipotético peatón no trae una mochila a la espalda ni una decena de bolsas del súper en las manos).
¿Cuál sería una buena solución para estos extremistas de la lucha peatonal? Al parecer, calles que solo puedan ser transitadas a pie, en las que autos, motos y bicis estén igualmente prohibidos. Mi única objeción es que los peatones, como los líquidos, tendemos a llenar cualquier espacio que se abra ante nosotros, como quedó de manifiesto cuando la vieja calle de Madero —donde peatones y automóviles circulaban con cierta dificultad, pero circulaban— fue transformada en un andador peatonal en el que resulta casi imposible abrirse paso, de tan saturado que está. ¿Dónde estaba toda esa gente cuando la calle solo le ofrecía un par de banquetitas para caminar? ¿Por dónde circulaba? Misterios del Centro Histórico.
En segundo lugar de importancia, el nuevo reglamento ubica al ciclista, especie de la fauna urbana que en la última década ha sufrido un verdadero boom, en parte por las políticas de impulso al uso de la bicicleta emprendidas por el Gobierno capitalino y en parte por las modas imperantes en ciertas colonias como parte de un proceso de gentrificación (término que equivale a lo que antiguamente se denominaba “afresamiento”, y cuya adopción en el lenguaje cotidiano es síntoma inequívoco de aquello a lo que alude). Para el chilango de la segunda mitad del siglo xx, la bici era un vehículo que usaban los chinos, los niños, los panaderos y los policías caídos en desgracia por no haber juntado su cuota de mordidas en un crucero. Hoy que las panaderías han desaparecido, que a los niños ya no los dejan salir a pedalear en la calle, que a los policletos les han levantado el castigo y que los chinos se movilizan en Ferrari, si uno va a la colonia Condesa o a la Roma, se topa con una bola de ciclistas que aspiran a transportarse como si vivieran en Ámsterdam o en Nueva York.
Los primeros, tímidos pasos para fomentar el uso de la bicicleta los dio el Gobierno capitalino hace cerca de diez años, con la transformación de la ruta del antiguo ferrocarril a Cuernavaca en una ciclovía intermitente, incómoda y peligrosa (la inclinación de las rampas de algunos de sus puentes hacían prácticamente imposible su uso) y con la implementación de un Ciclotón que, los domingos, convirtió un tramo de Reforma en una vía intransitable, lo mismo para coches que para peatones y, con el tiempo y el éxito del programa, incluso para las propias bicicletas. Luego, algunas delegaciones, como Coyoacán, se declararon “amigas de la bicicleta” y pintaron la silueta de un ciclista en el piso del carril central —no el derecho, ni siquiera el izquierdo— de todas sus calles, lo cual supuestamente las convertía automáticamente en “ciclovías” donde el pedalista gozaba de prioridad en el desplazamiento. Pero muy pocos automovilistas se fijaron en la nueva señalización, y ninguno la acató, así que las despintadas siluetas (que más bien parecían los restos de los incautos ciclistas que intentaron usar el carril) quedaron ahí, como triste testimonio de una estrategia urbana pésimamente diseñada.
Con el tiempo, surgieron algunas ciclovías confinadas, el Ciclotón se extendió a otras avenidas y fue implementado el programa Eco-Bici, cuyas cicloestaciones han proliferado como hongos. Este nuevo auge del uso de la bicicleta ha traído aparejada una creciente ciclofobia, ya no solo entre los peatones —que se sienten víctimas de una invasión de ciclistas en cruceros, camellones y banquetas— sino también entre los conductores de automóviles. Un botón de muestra: la publicación en Facebook de la foto de un usuario de Eco-Bici viendo su celular mientras pedalea en sentido contrario en una calle, el 3 de diciembre pasado, desató una retahíla de comentarios que van desde los insultos leves (“Eco-bueyes en bici”) y acusaciones sobre la tendencia a la autovictimización de los ciclistas (“¡Ah, pero si lo atropellan, el culpable es el pérfido automovilista con su vehículo contaminante, enemigo de la ecología!”), pasando por expresiones de odio (“¡¡Ojalá se murieran todos!!”) y análisis comparativos costo-beneficio (“[Para no atropellar a un ciclista] tuve que chocar mi Jeep contra unos tubos de protección y el güey todavía se indignó, ni hablar de la reparación, costó cara aún con el seguro, pero hubiera salido más caro atropellarlo”), llegando incluso a la incitación al homicidio (“Yo lo hubiera atropellado, no sale tan caro, incluso hasta gratis, el seguro lo paga y sin deducible, te lo digo por experiencia”. Sic.). A imagen y semejanza de lo que ocurre en las calles, en las redes sociales el ciclista también ha quedado en medio del sándwich, atrapado entre los automovilistas y los peatones, que lo miran con similar resentimiento e idéntica desconfianza.
A continuación, en el orden jerárquico del nuevo reglamento, viene el transporte público de pasajeros. Este, que suele ser el eje de la movilidad en toda ciudad de gran tamaño, aquí ha sufrido un franco retroceso en los últimos años. A principios de los ochenta, el Gobierno capitalino expropió las rutas privadas del transporte urbano (el famoso “pulpo camionero”, bautizado siguiendo la extraña jerga urbano-marítima de la época, que incluía autobuses llamados “ballenas” y “delfines”). Durante unos pocos años, en la ciudad imperó un sistema planificado de rutas largas y medianas, identificadas con números e interconectadas entre sí. La puntualidad nunca ha sido atributo del transporte capitalino; pero los vehículos del sistema Ruta 100 eran razonablemente amplios e iban razonablemente limpios; además, cargaban pasaje solamente en las paradas establecidas y, lo más importante, dado que sus choferes cobraban un salario fijo no tenían que ir robándose el pasaje entre sí. Ese estado de cosas duró hasta que Manuel Camacho Solís, siendo regente de la ciudad, decidió regresar al esquema anterior, con todos sus vicios y todas sus violaciones al reglamento de tránsito; las “nuevas” unidades —más incómodas y contaminantes que las antiguas— fueron transformadas, con una mano de pintura verde, en “ecológicas”.
Quizá porque el reglamento no relega hasta el fondo de la jerarquía al transporte de carga y de distribución de mercancías, los camiones de refrescos se sienten legítimamente autorizados para obstruir cualquier vialidad mientras descargan sus preciosos cargamentos de glucosa en las misceláneas de los alrededores. En vista de los elevados índices de obesidad y de muerte por diabetes en nuestro país, los diputados bien podrían reformar, en una sola votación, las leyes de tránsito y de salud para que quedara prohibida la circulación de transportes con más de dos kilos de azúcar encima, y así matarían dos pájaros de un tiro.
Al final de la lista, cual si fueran los parias del sistema de castas viales propuesto por la nueva normatividad, están los casi cinco millones de coches particulares que, según el Inegi, hay en el Distrito Federal. Si tomamos en cuenta que en el Estado de México están registrados otros tantos, y que muchos de sus dueños viven o trabajan en la Ciudad de México, podríamos suponer que en la capital del país y su zona conurbada circulan entre 7 y 8 millones de autos. Solo en la bella ficción compuesta por los diputados de la aldf este grupo ocupa el último escalafón de la jerarquía. Su fuerza real está sustentada por el tamaño de una lucrativa economía que incluye actividades ilícitas (como el robo y venta de autopartes), formas de subempleo (los vieneviene y demás fauna parasitaria), industrias privadas y paraestatales (venta de gasolina, producción de autopartes, talleres mecánicos, etcétera) así como el cobro, por parte del Gobierno, de impuestos, derechos, cuotas y, por supuesto, mordidas. No es de extrañar, entonces, que —digan lo que digan los reglamentos de tránsito, viejos o renovados— el auto particular siga siendo el rey de las vialidades capitalinas, y su conductor se sienta con todo el derecho a invadir, en orden de prioridad: las banquetas de los peatones, los carriles confinados de las bicicletas, y las paradas y carriles exclusivos del transporte público. ~
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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el CUEC de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio; Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.
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