Era de oro el nido del furioso halcón

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 21/01/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 10 minutos

El sol veraniego de Guadalajara te atravesaba el cráneo y luego se esparcía caliente en tus venas, como un somnífero. Por esa razón, y porque una revista “de caballeros” me había asignado una extraña misión, de historiador más que de reportero, me costaba concentrarme. Cuando llegué al Barrio de La Capilla de Jesús aquel día de 2013, me sentía cercado por la historia: enfrente veía el antiguo Hospital Santa Margarita, donde en tiempos de Don Porfirio hacía milagros una monja enfermera, la Santa Madre Lupita. Si volteaba a un lado encontraba al viejo Mercado IV Centenario que en los días gloriosos de María Félix refrescaba a los tapatíos con el tejuino de maíz. Y muy cerquita estaba el célebre Internado para Niñas Beatriz Hernández, de historias macabras desde López Portillo. Pero yo no iba a explorar nada de eso, sino el pasado de un equipo de futbol ya muerto y frío, o agonizante, o sepultado vivo, o resucitado o algo raro: el Oro Jalisco. 

Cuando ahí pregunté a los viejos dónde podría investigar ese pasado futbolístico, me dijeron que fuera a la casa del “Halcón” Peña, un jugador que la ciudad, o más bien las y los canosos de la ciudad, muchos de ellos con bastón, recordaban con cariño. Aunque aún vivía —tenía 71 años— no lo iba a encontrar a él porque radicaba fuera de la capital de Jalisco, me aclararon, pero sí a su hijo, casi un historiador de su papá.

Cuando en la casa de la calle Garibaldi me abrió la puerta Gustavo Peña, su hijo y homónimo, el cuarentón al que no le quedaba un solo pelo me hizo pasar a una sala que era como un museo hogareño, repleto de platos y cubiertos, figuritas de porcelana, comida por todos lados, una vieja vitrina, cuadros, ropa. Todo intercalado con futbol de otros tiempos: fotos de su papá con “Los Mulos” del Oro, con el Monterrey, con la Selección, con el Cruz Azul, en CU con las manos en jarra y mirada en lontananza, como posaban antes. Fotos, fotos y fotos del jugador forraban las paredes, como si ahí vivieran devotos de un santo de pantalón corto.

Y emocionado Gustavo me fue contando cosas sueltas, sin orden, a toda velocidad, como ráfagas de memoria propia y relatos oídos: su papá había debutado en 1960, en su primer partido sustituyó por lesión a un tal Germán “El Tamal Ascencio”, a los cuatro meses de debutar ya lo habían llamado a la Selección, el arquero “La Tota” Carbajal le cedió el gafete de capitán, había metido el gol contra Bélgica que dio por primera vez en la historia un pase a la Selección a Octavos de Final de una Copa Mundial, fue central y lateral, era un Dios para las señoritas de los años 60 que bailaban a los Teen Tops.

Y de pronto abrió un cajón, del que empezó a sacar viejas prendas muy bien acomodadas que yo sentía como pertenecientes a un emperador de otro siglo. “Mira”, me dijo, abriendo una vieja casaca con cuatro franjas doradas y tres blancas con el escudo de tela cosido y el 7 en el dorso, y luego me acercó la etiqueta del cuello a mis ojos y me pidió que leyera en voz alta, como si mi voz diera autenticidad a esa reliquia: “Casa Deportes Guadalajara. Javier Mina 761. Acrilán 100%”, recité muy disciplinado, y al acabar abrió su palma para desdoblar otro tesoro: “Una chamarra del Oro de 1962. Se está desbaratando, mira que belleza”, me dijo sonriente, emocionado como si abrazara a su papá, el hombre que siete años después, ayer 19 de enero de 2021, murió.

Alegre, Gustavo me dijo adiós, cerró su puerta y seguí explorando.

Empezaban a volar ladrillos

Los gritos de don Rafael Ortega son un susurro: los pulmones del ebanista de 73 años sólo le alcanzan para apoyar con su hilito de voz a los futbolistas que, frente la tribuna donde está, luchan por romper un cero-cero áspero, musculoso, estéril. “Veo estos colores y digo: ¡que los jugadores se suelten, no estén de flojos ni sean apáticos!”, reclama. 

No admite la mediocridad, pero sabe bien que el simple hecho de que once jóvenes de playera a gruesas franjas verticales blancas y amarillas desplieguen su esfuerzo bajo el nombre de Oro Jalisco es ya un milagro. Y si le faltaba otro, Diego García, su propio nieto, es el centro delantero del equipo que el anciano venera.

Hace 53 años, en las mismas horas en que Los Beatles nacían, en Guadalajara existía un equipo vestido con esta camiseta que enloqueció a la ciudad y al país: con un 1-0 dramático en la última jornada del Torneo  de 1962 venció al “campeonísimo” Chivas, le frustró su quinta corona seguida y, de paso, se alzó campeón de México por primera vez. Apenas hicieron un gol, pero como a eso sumaron la acrobacia del portero “Piolín” Mota y a Gustavo “Halcón” Peña, un chico retraído y de pocas palabras venido del pueblo Talpa de Allende pero furioso en el césped, iba a ser suficiente. ¡Qué mancuerna de aves!: canario y halcón. “El Oro Jalisco era un equipazo de obreros —explica Rafael—, un equipo de garra que jalaba mucha gente brava”.

—¿Brava? A ver, recuerde algo.

—Había mucha rivalidad con Chivas y Atlas, la ciudad se dividía en tres. Y si nuestra porra se enojaba volaban ladrillos.

En 1970, ocho años después de que los apodados “Mulos” obtuvieran aquel título, único en su historia, el dinero pudo más que el fervor de la escuadra cuyo nombre representaba a los orfebres tapatíos asentados en el barrio de Oblatos. El equipo se vendió y dejó de existir. “Nos dolió. Y aunque ahora me simpatiza el Atlas, ya nunca fue igual”. 

Debieron pasar cerca de tres décadas para que los aficionados del Oro Jalisco gritaran otra vez los goles de su equipo. Ahora no es en la Primera División, sino en la Tercera, y ellos, los jovencitos que festejaron la gloriosa anotación de Manoel “Necco” que les dio el campeonato de hace 53 años, tienen cabezas blancas, rostros curtidos, voces apagadas.

No importa. Con manotazos al aire, reclamando al árbitro, exigiendo que su equipo pise el área rival, don Rafael, rodeado de otros 100 fanáticos, se desvive para que sus “Mulos” reaccionen. 

La angustia crece: el partido está por morir.

Viva Imperio

Los muros blancos del Gimnasio Hércules, monumentales como un fortín que se eleva en la Avenida Gigantes, guardan el ruido de los aparatos para ejercicio en el mismo lugar donde entre los años 50 y 70 cada 15 días la afición del Oro Jalisco emitía otro ruido: “¡Viva Imperiooo!”. Con ese peculiar lema bélico apoyaban a su escuadra las multitudes de los barrios de Oblatos, Talpita y San Juan Bosco, donde se concentraba la afición de “Los Mulos”. Las dos palabras de aliento buscaban palidecer el ímpetu rival y recordar la sangre guerrera del equipo Imperio, del que nacieron los “Mulos” en 1923, poco antes de la Guerra Cristera, cuando los joyeros Felipe Martínez y Albino Ruvalcaba se propusieron que los artesanos tapatíos se colocaran los pantalones cortos. 

En la esquina de Gómez Farías y Silverio García, una placa metálica firmada por la Cámara de la Joyería de Jalisco indica: “En memoria del estadio Felipe Martínez Sandoval, Parque Oro, en el 50 aniversario de su campeonato del futbol mexicano”. 

Si el Oro Jalisco jugaba, el zapatero Sabino Reinoso agarraba a sus siete niños y dos niñas y los llevaba al estadio para que apoyaran al equipo austero. “Mi papá nos traía a su montón de chamacos uniformaditos de blanco y amarillo. El estadio siempre estaba a reventar”, recuerda José Luis Reinoso, uno de esos “chamacos” que tiene 72 años. 

Antes de los partidos, las líneas de autobús Analco y Moderna esparcían aficionados por miles en las calles de Oblatos. Y antes de entrar, a caer en tentación: birria en la cantina Janitzio, de la calle 32, y tepache en la calle 30, la misma donde vivía Gustavo “Halcón” Peña, el ídolo del equipo, vecino y cuate. 

En las tribunas atestadas también alentaba Trinidad Villalobos, protagonista en su hogar de una sublevación: contra la voluntad de su padre, chiva encarnizado, el pequeño eligió ser “mulo”: “Lo peor era que el Clásico de la ciudad era Chivas-Oro. Imagínate el clima en casa”, ríe. 

Y si la hostilidad con el Rebaño era innegociable, había que demostrarlo en el partido: “La cancha estaba exageradamente cerca de las gradas —agrega Trinidad, de 63 años— y olvídate: se arrimaban los jugadores y,  como te quedaban a tres metros, se armaban las broncas en cortito. La afición del Oro era humilde pero apasionada”.

Aunque los sueldos de sus jugadores jamás alcanzaban las fortunas que pagaban los equipos grandes, sobre la grama del Parque Oro la dignidad se custodiaba con fiereza. El medio brasileño Amaury Epaminondas le ponía balones a su compatriota Manoel Tavares “Necco” para que acribillara a los porteros rivales. El arquero Luis Bernabé “Che” Heredia había venido desde Argentina para atajar la artillería enemiga, e incluso alguna vez, contra los Jaibos del Tampico, su despeje poderoso como bomba se le escabulló al portero Raúl “Trazan” Landeros, en un legendario gol de portería a portería. El delantero Héctor Hernández, mundialista en Chile ‘62, debutó en el Oro, con el que se alzó campeón de goleo en el torneo 1955-56 con 25 tantos. Y claro, “El Halcón” Peña, titán en la defensa áurea, llevó su sabiduría a las Copas del Mundo de 1966 y 1970, donde fue capitán del Tri. 

En punto de las 20:30 horas del jueves 20 de diciembre de 1962, Oro y Chivas saltaron a la cancha para jugar el partido de la jornada 26, con el que el torneo de ese año finalizaba. Con un punto de ventaja, a Chivas le bastaba un empate para ser campeón; el Oro necesitaba ganar.

“Buenas noches, aficionados al balompié. Un ambiente de locura, de explosión, de paroxismo, envuelve la realización de este clásico que va a definir quién es el campeón del futbol profesional de México”, dijo el narrador de la XEW apostado en su palco frente a las más de 10 mil personas que colmaban las gradas de Sombra, Sol Preferente y Sol General. En su casa, con la oreja pegada a la radio, Enrique López oía el relato. En 1962, Enrique —hoy un maduro locatario del tianguis de Oblatos— era un niño de 11 años. “Mi Oro era un equipo gitano: perdía con los más malos y le ganaba a los más buenos”. 

Pero en la fría noche los “gitanos” de blanco y amarillo torcieron el destino de su lado sin necesidad de esferas mágicas o amuletos. El partido entre Oro Jalisco y Chivas —que definía si ‘El Rebaño Sagrado’ lograba su quinto campeonato en fila— se acercaba al final. Con el 1-0 a favor conseguido al minuto 71 con un frentazo de Necco a pase de Epaminondas, el Oro sufrió a la marea de Chivas volcándose encima en busca del empate. Desesperado, el arquero rojiblanco Jaime “El Tubo” Gómez recorrió todo el campo en tres ocasiones para ir a cabecear tiros de esquina. La primera vez no la tocó; la segunda tampoco, pero en la tercera, con el cronómetro marcando el minuto 90, el arquero de fino bigotito pegó un salto brutal a la altura del manchón penal y prendió con la cabeza el balón, que viajó en una ruta veloz hacia la valla. Con la pelota cortando el aire como una flecha, el arquero del Oro, Antonio “Piolín” Mota, comenzó un vuelo salvaje que concluyó cuando una de sus manos llegó al vértice de la portería. Su guante rozó la pelota, la desvió, e impidió que “El Tubo” concretara lo que ha sido una de las acciones más heroicas y dramáticas en la historia del futbol mexicano. La multitud de Chivas que había llenado el Estadio Jalisco se quería morir. Ovaciones para Piolín, apodado como el pajarito amarillo de la Warner Bros que divertía a los niños mexicanos. Silbatazo final y gloria para el Oro Jalisco, nuevo campeón.

Enrique oyó los festejos por la radio y las palabras del técnico de “Los Mulos”, el húngaro Arpad Fékete, que justificó defender con sangre el gol solitario: “Un equipo con buena defensa vale mucho más que con delanteros muy buenos. Jugar al contragolpe me encanta”, declaró.

Aquella velada invernal concluyó cuando el pequeño Enrique apagó la radio cerca de la medianoche. La inminente Navidad sabría distinto, recuerda: “¡Qué gusto fue acabar con el campeonísimo!”.

Cambiarse la camiseta

Pasaron ocho años. Instantes antes del partido, los jugadores vieron entrar al vestidor unas cajas de cartón y se asomaron, intrigados. Llenas de unas recién maquiladas camisetas, las sacaron y extendieron. Las barras doradas que representaban el oro que trabajaban los orfebres de oblatos sobrevivían, pero el blanco, el color de la plata, había desaparecido. En su lugar, azul. 

Minutos antes de pisar el césped para ese partido 1970 estaba consumada la desventura: el Oro Jalisco dejaba de existir por orden del nuevo dueño Jacinto Lloret y pasaba a llamarse Gallos de Jalisco. “En ese momento, antes de saltar al campo, tuvieron que cambiarse la camiseta del Oro que tenían puesta. Fue duro”, recuerda Ariel Villalobos, hoy presidente del Oro Jalisco y sobrino de Jesús, Armando y Luis, ex jugadores de “Los Mulos” de aquella época. 

Cuarto de siglo después, en 1995, cuando el equipo áureo se reducía a viejos álbumes de fotos, recortes de periódico amarillentos, banderines olvidados en cajones, los Villalobos, familia de constructores, se propuso: “revivamos al Oro”.

La ilusión cristalizó cuando la Cervecería Cuauhtémoc ofreció patrocinarlos. Oblatos recuperó a su equipo entrón en un clima agitado: una redada policial sabatina de fines de los años 90 reprimió a los vendedores de autopartes robadas y a más de un inocente, entre los que estaba un empleado ferretero llamado Carlos Salcido, huérfano de madre. Pateado por la policía, el joven negó llorando saber nada de lo que estaban buscando, y volvió a casa. 

Al día siguiente, recuperándose de la golpiza, en la calle contó a sus cuates que no volvería a su trabajo. Ante el desempleo, un consuelo: sus amigos, jugadores del Oro Jalisco, le pidieron unirse a su equipo que tenía partido al día siguiente. Carlos jugó los 90 minutos. Al concluir el encuentro, el cazatalentos Ramón Candelario se acercó al contención recién debutado con “Los Mulos” para abrirle las puertas de Chivas. Salcido aceptó la propuesta. Para Carlos, tres veces mundialista, el Oro Jalisco —con el que ya nunca jugó— fue la plataforma de una carrera que tuvo sus años más gloriosos en Holanda, con el PSV Eindhoven, e Inglaterra, en el Fulham.

El conjunto, insostenible económicamente, desapareció hacia el 2000. Pero Ariel Villalobos persistió y una década después compró la franquicia del Club Deportivo Autlán, que convertido en Oro Jalisco busca hoy dejar de peregrinar en canchas que poco tienen que ver con su origen, el oriente tapatío, y recuperar la identidad con el retorno al barrio bravo en un nuevo estadio: “El punto clave del proyecto es que el Oro regrese a Oblatos y para eso falta poco”, promete Villalobos, de 37 años. 

Una tarde en que el empresario oía la radio detectó la voz del ex futbolista chileno Reinaldo Navia, que anunciaba su deseo de retirarse de las canchas e iniciar su etapa como entrenador: “En Chile fue un chavo de barrio y su apodo, Choro, significa peleonero, bravo. Representaba nuestros valores”, explica Ariel, que le ofreció dirigir a “Los Mulos”. “Sé la historia del Oro —me dijo Navia en los días en que asumió— y hay armas para que renazca y vuelva a ser lo que fue: debe jugar con maña y jugadores vivos. Se volverá un equipo ganador con coraje, encarando al rival sin inocencia”.

Nieves raspadas

Encorvada, con la bolsa de mandado en una mano y en la otra con un bastón que golpea el pavimento, Enriqueta Navarro camina junto al depósito de fierro El Parque Oro, uno de los almacenes que actualmente ocupa lo que fue el viejo estadio. 

Cuando era una adolescente se animó a lo que ninguna mujer: remendar calzado, un oficio de varones. En la zapatería Pérez Arce, rodeada de sus cinco compañeros de trabajo, oyó una tarde la voz de Joel, su patrón: “Queta, ¿vienes con nosotros a ver al Oro?”. Valiente, dijo que sí, y entre los siete cruzaron apuestas: si ganaba el Atlas, todos los rojinegros del negocio pagaban nieve raspada. Si ganaba el Oro Jalisco, los mulos hacían lo propio. “La cuestión era que la única que le iba al Oro era yo; todos los demás, al Atlas”.

—¿Qué más recuerda? 

—Caminamos al estadio, brotaban simpatizantes del Oro por donde fuera.

—¿Y quién ganó?

—¡El Oro! Como me gané seis nieves raspadas, todos mis sobrinos llegaron al día siguiente a la zapatería a disfrutarlas—, se carcajea. 

Pero ha pasado más de medio siglo de aquellos días de triunfos y nieves raspadas. Hoy, cerca de Oblatos, el partido del Oro Jalisco sigue 0-0. No hay modo de encajar ni un golecito al Necaxa.

Don Rafael Ortega, aquel hombre que veía volar ladrillos hace más de medio siglo cuando se enardecía la porra de “Los Mulos”, se enciende cuando el partido de su refundado club está por concluir. “¡Vamos, más corazón, más futbol, más entrega!”, exige a los gritos.

El viejo sabe lo que valen estos colores que “El Halcón” vistió: oro. EP

*Este reportaje fue publicado originalmente en la versión impresa de la revista Life and Style en abril del 2015.

Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V