Entre la sumisión y la rebeldía: Responsabilidades de los gobiernos locales
En ningún sistema federal la relación entre niveles de gobierno transcurre sin conflictos, pero en México no hemos logrado que los gobiernos estatales conserven su autonomía sin aplastar a sus contrapesos democráticos. Hoy, la nueva administración federal enfrenta a una mayoría de gobiernos estatales de partido diferente al suyo, aunque cuenta con mayorías en ambas cámaras y en las legislaturas estatales.
En ningún sistema federal la relación entre niveles de gobierno transcurre sin conflictos, pero en México no hemos logrado que los gobiernos estatales conserven su autonomía sin aplastar a sus contrapesos democráticos. Hoy, la nueva administración federal enfrenta a una mayoría de gobiernos estatales de partido diferente al suyo, aunque cuenta con mayorías en ambas cámaras y en las legislaturas estatales.
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Un problema añejo
En
la novela Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, cuya
acción se ubica a mediados del siglo xix, ante la ola de asaltos violentos que
sufre la diligencia México-Veracruz, el gobierno federal exige al estatal que
atienda el problema. El estado se rehúsa con el argumento de que el camino
real, donde ocurren los asaltos, es jurisdicción federal. No así, responde la
federación, los cerros adyacentes de donde salen y a donde huyen los bandidos.
Ante la esgrimida falta de recursos del estado, el gobierno federal crea un
cuerpo especial de policía, desgraciadamente al mando del tornero Evaristo,
precisamente el jefe de la banda. Liberados de la necesidad de asaltar, los
nuevos “policías” se dedican a extorsionar, ya no a algunas diligencias, sino a
todas las que pasan por ahí. Pronto, Evaristo y su banda están involucrados en
una operación mayor de crimen organizado, dirigida por un miembro del Estado
Mayor Presidencial, alias “Relumbrón”, que opera en el centro-sur del país y cuenta
con fraude inmobiliario, lavado de dinero, juego, prostitución, secuestro,
falsificación de moneda y asaltos especializados, por ejemplo a los ingenios de
Morelos. Los estados no pueden hacer frente al dinero y poder de fuego de
bandas que, para colmo, reciben protección federal.
Si
suena deprimentemente familiar, es porque seguimos sin resolver una situación
que se encuentra en el origen de la transformación de una célula criminal en
una industria: la inexistencia de una relación funcional, no basada en la
rebeldía o la sumisión, entre los gobiernos estatales y la federación. Un
apunte histórico adicional: en su magistral Juárez y Díaz, Laurens B. Perry describe con detalle el dilema central de
la administración Juárez, desde la guerra de Reforma, pasando por la
Intervención Francesa, hasta la República Restaurada. En el caos de los
conflictos armados los gobernadores tuvieron que hacerse de recursos
financieros, hombres y armas, si querían sobrevivir al constante cambio de
fortuna de los bandos en pugna. Había elecciones, pero no había las menores
condiciones para que se desarrollaran partidos políticos aglutinadores de
intereses y opiniones, en un entorno de funcionamiento rutinario de la
administración, los servicios públicos y la vida productiva. Aquí, y desde
luego en la primacía rotunda de lo local sobre lo nacional, en un país apenas
en proceso de formar su identidad, poco alfabetizado y carente de tecnologías
modernas de comunicaciones, reside el dilema: si Juárez dejaba que la dinámica
local fluyera “libremente”, sin intromisión del centro, los caciques locales
(de los cuales eran jefes los gobernadores fuertes) imponían condiciones y para
todo efecto práctico torcían las elecciones en su favor. Esto tendía a producir
gobiernos rebeldes o, como se dice hoy, notablemente “empoderados”. Para que
esto no ocurriera, por lo menos no del todo, Juárez se veía obligado a imponer
candidatos elegidos por él y respaldados de manera claramente extralegal con
recursos de la federación. Así, traicionaba su intención de centrarse en el
imperio de la ley como atributo central de la república y daba argumentos a sus
enemigos, que lo caracterizaban de centralizador y de perpetuarse en el poder.
Porfirio Díaz “resolvió” el problema sin límites
legales y sin rubores, fortaleciendo a los “jefes políticos” que le reportaban
directamente e imponiendo una paz, desde luego no desdeñable y de hecho ansiada
tras décadas de desorden, pero basada en buena medida en la represión, más que
en la solución más o menos democrática de los conflictos. Por supuesto, Díaz no
resolvió el problema de fondo, ni es seguro que hubiera podido, sino que lo
mantuvo latente. Bajo la permanencia y la osificación de las élites políticas
centralizadoras, se empolló el huevo de la serpiente de un estallido mayúsculo
y casi repentino de lo local, que llamamos Revolución Mexicana; el colapso
institucional total de un sistema normativo, formal e informal, sin vías de
evolución gradual y pacífica ni de mecanismos ordenados para la rotación de
élites.
Los gobiernos priístas mantuvieron y refinaron
la política de Díaz. El control central de los gobiernos estatales favoreció la
ejecución de proyectos a gran escala y la creación de instituciones nacionales
con un mínimo de fricciones en ese frente. Todavía Carlos Salinas, durante cuya
administración el PRI perdió por primera vez una gubernatura, retuvo amplios
poderes de hecho para forzar la renuncia de gobernadores problemáticos. Esta
posibilidad terminó con Ernesto Zedillo, quien fue incapaz de lograr que Roberto
Madrazo renunciara a la gubernatura de Tabasco, en un sexenio en el que además
se “devolvieron” facultades relevantes a los estados, como el ejercicio del
presupuesto magisterial.
De ahí en adelante, los gobernadores han
disfrutado de un amplio margen de autonomía frente al gobierno federal. No
absoluta, desde luego, porque aún son excesivamente dependientes de
transferencias federales, muchas de las cuales están supuestamente
“etiquetadas” y cuya recepción involucra frecuentes fricciones. Sí muy amplia,
porque el presidente no ha tenido mayorías en el Congreso de la Unión y porque
los gobernadores sí hacen lo que los presidentes recientes no han podido:
controlar, con frecuencia por la vía de la corrupción, a sus contrapesos
legislativo y judicial, y tristemente muchas veces a los medios de comunicación
y organizaciones sociales, con un ingrediente añadido de intimidación y a veces
violencia.
¿Dónde está el origen profundo de este problema? En ningún sistema federal la relación entre ambos niveles de gobierno transcurre sin conflictos frecuentes y a veces serios. Es de esperarse y las leyes prevén canales legales e institucionales para procesar dichas diferencias. El problema en México es que no ha sido posible encontrar un modelo generalizado de relación en el que gobiernos estatales, en particular de oposición, mantengan sus espacios de autonomía sin avasallar, a su vez, a los contrapesos democráticos internos. Ámbitos como la seguridad pública, el arreglo fiscal y el medio ambiente muestran con crudeza que la oscilación entre sumisión y libertinaje ha resultado perjudicial para la población.
El reto 2019 – 2024
La administración federal entrante se enfrenta a
un reto inédito: una mayoría abrumadora de gobiernos estatales de partido
diferente al suyo. Pero, también por primera vez tras la Revolución, una
mayoría de gobernadores de oposición tienen delante un gobierno federal con
amplias mayorías en ambas cámaras e incluso en las legislaturas estatales.
Al comienzo de la administración de Andrés Manuel López Obrador, de 32 entidades federativas 13 son gobernadas por el PRI, 10 por el PAN, cuatro por Morena, dos por el PRD, una por el PES, una por MC y un independiente. Es decir, en principio el presidente sólo tiene cuatro gobernadores de su partido (cinco si añadimos a Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos postulado por el pes en el marco político de la alianza para su candidatura). En el caso de los dos del PRD, que de alguna manera podría ser considerado cercano ideológicamente a Morena, uno de ellos ha sostenido un enfrentamiento con la federación por una causa tan grave como los bloqueos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación a las vías ferroviarias en Michoacán. En cuanto a los congresos locales, Morena y sus aliados tienen mayoría absoluta en 16 entidades y en tres más están a tres votos o menos de alcanzarla, como se muestra en la siguiente tabla.
En las legislaturas estatales sólo 10
gobernadores cuentan mayoría absoluta o están muy cerca de alcanzarla. De
ellos, cinco son de oposición, todos panistas excepto el de Jalisco, que sólo
logra la mayoría si su partido mc se alía con el pan. Ningún priísta. Por
supuesto, los gobernadores han tenido muchos recursos para cooptar adversarios
y sacar adelante las cuentas públicas y otras piezas legislativas, pero la
importante presencia de Morena y sus aliados en prácticamente todas las
legislaturas estatales augura un futuro menos promisorio. Adicionalmente, de
los gobernadores de oposición con mayoría local el de Baja California concluye
su mandato en octubre de 2019.
Estamos, pues, frente a un escenario en el que,
por lo menos en la primera mitad del sexenio, los impulsos centralizadores que
ha venido mostrando la administración tendrán muchas posibilidades de avanzar.
De hecho, es muy probable que de alguna manera los resultados electorales
reflejen el apoyo de muchos votantes a dichos impulsos. Hay buenas razones para
ello: con las excepciones que se quieran, el experimento federalista mexicano
ha sido un fracaso que pone en tela de juicio algunos supuestos de la teoría
democrática. En efecto, durante décadas se afirmó, con argumentos sólidos, que
la fuerte centralización del país inhibía el desarrollo democrático al alejar
demasiado de los ciudadanos el proceso de toma de decisiones. Por lo tanto,
dejar más libre el juego político y la gobernación en el nivel local
incentivaría una mayor participación, no sólo electoral, sino ciudadana en
general.
En principio, así fue. Las distintas regiones
comenzaron a manifestar sus propias dinámicas políticas, los partidos perdieron
y ganaron elecciones sin mayores problemas en la transmisión del poder y la
alternancia se volvió costumbre en casi todo el territorio. Tristemente, el
ejercicio de los recursos y las prácticas cotidianas no necesariamente fueron
mejores que en la época de centralización. La corrupción, la violencia de
Estado y la incompetencia no estuvieron ausentes, ni mucho menos, pero el
presidente de la república fungía como juez del desempeño y, cuando éste
rebasaba lo políticamente aceptable, podía poner remedio expedito, así fuera
cosmético. El PRI también vigilaba que hubiera una cierta rotación de grupos en
el poder a nivel local, para dar salida a inquietudes y ambiciones.
Tras la pérdida de la figura presidencial
rectora y de la uniformidad partidista, con el pretexto de la soberanía
estatal, leyes de coordinación fiscal laxas y prácticas discrecionales, más el
despilfarro de excedentes petroleros en la época de precios altos, los
gobernadores abandonaron (desde luego, con algunas excepciones) cualquier asomo
de práctica democrática y se dedicaron a los negocios, invitando a partidarios
y opositores en pactos, expresos o tácitos, de impunidad. También se dejó de
lado todo pudor: en Coahuila un hermano sucedió a otro. El mal ejemplo de
Vicente Fox y Martha Sahagún cundió y comenzó la práctica de impulsar a
cónyuges como sucesores: los grupos en el poder intentaban a toda costa
perpetuarse, en perjuicio de la rotación que solía existir, sin idealizar el
pasado en ese o en cualquier otro rubro.
Más allá de los efectos que puedan haber tenido
los notables avances tecnológicos de las últimas décadas (dispositivos para un
transporte más limpio, trámites por internet, cámaras de seguridad accesibles y
similares), no parece que la calidad de los gobiernos se haya incrementado y en
muchos casos ha empeorado. Rebasaría el espacio de este artículo hacer un
estudio comparativo de los índices de desempeño en áreas específicas de
competencia estatal y municipal, pero el comportamiento de la seguridad pública
puede bastar para mostrar el deterioro. Si acaso, puede decirse que la apertura
económica y comercial dejó claras las capacidades de cada estado: aquellos
ubicados estratégicamente, con clases empresariales más abiertas a la
modernidad y a los retos, e incluso con gobernadores avispados y ágiles,
lograron capitalizar las oportunidades, sobre todo el TLCAN, y crear círculos
virtuosos que esbozaremos más adelante.
Aun así, ni eso los salvó del rápido deterioro de la seguridad y en muchos casos la prosperidad atrajo a grupos criminales insaciables y despiadados. El caso de Guanajuato es paradigmático: de 2009 a 2014, la tasa de crecimiento medio anual de su PIB fue de 5.5%, superior a la media nacional de 3.3% y al 3.1% estatal del quinquenio anterior pero, como muestra la gráfica de The Economist que se incluye a continuación, la tasa de homicidios subió inmediatamente después. En Colima, un crecimiento promedio de 3.7% de 2005 a 2011 fue seguido por un alza en la tasa de homicidios, hasta convertirse en la más alta del país en octubre de 2018: 58.84 por cada cien mil habitantes.
Décadas de presidencialismo parecen haber dejado
una idea entre muchas personas, de que el presidente puede resolver muchos más
problemas de los que en realidad puede y de que el experimento democrático y
federalista no ha servido para mejorar la calidad de vida. Incluso entre clases
medias y altas el anhelo de alguien que “ponga orden” parece haberse
manifestado en la mayoría de que dispone la actual administración. Ese es el
mandato de los electores, en un proceso que difícilmente puede ser tachado de
no auténtico y libre. El problema es que un regreso a la centralización aguda
no va a resolver los problemas que no resolvió durante décadas, menos ahora que
la gente se ha acostumbrado a opinar e intervenir en los asuntos locales con
mucha más libertad que en el pasado. Es un falso dilema el que plantea la
dicotomía centralismo-buen gobierno vs. federalismo-mal gobierno. No tiene por
qué ser ni fue siempre así y podemos encontrar ejemplos de ello actualmente,
pero indudablemente, en general, la idea de que lo local se gobierna mejor
desde lo local deja muchas dudas en muchos lados.
Dado que la centralización no es deseable ni, en
todo caso, se alcanzará sin fuertes resistencias que pueden resultar en
conflictos altamente destructivos (y ojalá el caso de los bloqueos en Michoacán
no se repita), pero que tampoco la “federalización” ha funcionado bien, es
imprescindible empezar a aportar ideas para la construcción de una relación
funcional, adaptable y dinámica entre los gobiernos municipales, estatales y el
federal, en el que cada orden de gobierno atienda los asuntos que, por su
escala y ubicación, estaría mejor preparado para atender. Hubiera sido deseable
que esto ocurriera cuando los gobiernos federales tenían menor vocación
centralizadora, por ejemplo en el largo periodo de bonanza petrolera, pero no
se hizo y ahora, si los gobiernos estatales de oposición no quieren ser
arrasados por esta ola, tendrán que hacerlo contra reloj y con muchos
obstáculos de por medio.
Los varios Méxicos
Antes de presentar cualquier propuesta general
que señale soluciones, es necesario tomar en cuenta que las entidades
federativas de distintas regiones parten de un conjunto de problemas muy diferentes,
y podemos agruparlas en dos regiones separadas por la presencia, o no, de un
círculo virtuoso: inversión extranjera, mercados laborales formales, nivel
educativo, innovación y conectividad (física e informática), se encadenan para
generar tasas de crecimiento que triplican el promedio de los estados donde no
existe esta cadena, y que consecuentemente tienen tasas de pobreza mucho
menores.
Desde luego, en cada una de estas dos regiones y
en cada entidad existen fuertes disparidades: no es lo mismo la zona
metropolitana de Querétaro que la Sierra Gorda, ni la Comarca Lagunera que las
sierras de Durango y el desierto de Coahuila. En la región sur Quintana Roo es
la excepción en muchos indicadores, pero es indispensable apuntar que los
buenos números de este estado no parecen ser sustentables a largo plazo, dado
que su estrategia de desarrollo ha sido depredadora de los propios recursos
naturales y socioculturales que la hacen atractiva para el turismo, en
particular el extranjero, su principal fuente de inversión, ingresos y empleo.
Así, la presencia o ausencia de este círculo
virtuoso explica en buena medida (si no es que fundamentalmente) el grado de
desarrollo actual y potencial de cada estado. ¿De dónde surge ese
encadenamiento de factores que resulta en tasas de crecimiento altas y
sostenidas? Todo parece indicar que de la mayor o menor participación de cada
estado en los mercados formales e internacionales o, dicho de otro modo, el
país está dividido en una zona TLCAN (ahora TMEC) y una zona (auto) excluida
del mismo. Las relaciones causa-efecto entre los distintos factores son
complejas, pero la correlación con la vinculación de las economías locales con
estos mercados es clara.
En efecto, los estados “integrados” reciben más
inversión extranjera directa, que busca aprovechar las ventajas arancelarias y
similares de los tratados de libre comercio; su sector laboral formal es mucho
más amplio porque es muy difícil participar en los mercados internacionales
desde la informalidad; su ingreso laboral, es decir el que proviene
exclusivamente del trabajo excluyendo remesas y transferencias, es mucho mayor
porque las empresas ligadas al comercio internacional pagan mejor, lo que se
traduce en tasas de pobreza general y extrema menores; la productividad del
trabajo es mayor por la misma razón, con excepción de Tabasco y Campeche por la
declinante presencia de la actividad petrolera; la duración y calidad de la
educación es mayor, otra vez porque las empresas integradas exigen mejor
preparación; se generan más patentes y otras innovaciones y la conexión a
internet es mayor, porque así lo demanda, también, la actividad internacional.
Desde luego, esto no quiere decir que todas, y
ni siquiera la mayoría, de las empresas de la región norte-centro tengan algo
que ver con el comercio internacional: basta con que un número suficiente lo
hagan para que la mayor formalidad (y por tanto prestaciones sociales), nivel
educativo y masa salarial impacten favorablemente a las actividades no
comercializables a nivel internacional, como el comercio local y los servicios,
aunque cabe apuntar que incluso estos últimos pueden beneficiarse de la
apertura y de la relativa mayor movilidad de personas, como lo atestiguan el
éxito del sector privado médico en la zona fronteriza y las zonas que reciben
migrantes de ingreso medio-alto (Ensenada, San Miguel de Allende, Ajijic). Dado
este diagnóstico, la solución a la pobreza y la desigualdad entre regiones
parece simple: hay que integrar a las entidades aisladas a los mercados
internacionales. Incluso si esto fuera posible de un plumazo, las condiciones
externas lo dificultarán en el corto y mediano plazos: los flujos de comercio
internacional se vienen frenando a nivel global, el proteccionismo regresa por
sus fueros en muchas regiones, entre ellas Estados Unidos, nuestro principal
mercado de exportación e importación, pero sobre todo hay dos conjuntos de
factores internos cruciales, uno estructural y otro político.
El
primero tiene que ver con condiciones físicas y con la oportunidad, el timing.
Las entidades que se integraron lo hicieron en un momento en que había mucha
menor preocupación social por los efectos socioambientales del desarrollo
industrial tradicional y en regiones que ya de por sí estaban mejor preparadas
en términos de mentalidad, geografía e infraestructura. La composición étnica,
la orografía, la ubicación y la fragilidad de los ecosistemas hacen más difícil
conectar a Oaxaca y a Chiapas que a Guanajuato o Aguascalientes. Eso no quiere
decir, de ninguna manera, que los estados con fuerte presencia indígena estén
condenados a la pobreza, sino que las habilidades de negociación, el diseño de
las inversiones y la llegada de capital foráneo tienen que ser manejadas con
persuasión y originalidad a partir de voluntad política y sensibilidad. De
hecho, los propios factores socioambientales de la región sur —y de todo el
país, por cierto— deben dejar de ser vistos como freno al crecimiento, dado que
son activos cruciales para alcanzar un modelo de desarrollo mucho más
sustentable y justo. Esto, desde luego, exige creatividad y regulación
inteligente.
Aquí entra el segundo factor, que nos regresa a
las posibilidades de una relación sana entre estados y federación: por las
razones que sean, la presente administración federal no está convencida de las
bondades de la integración comercial internacional, por mucho que haya apoyado
la continuidad de la zona de libre comercio de América del Norte. Lejos de
tener un plan para ir liberando a estados como Campeche y Tabasco de la
dependencia petrolera, la intención parece ser precisamente reforzarla y,
aunque la agenda ambiental brille por su ausencia en los planes del nuevo
gobierno, muchos grupos de izquierda sí la tienen como prioridad, lo que puede
dificultar el avance de proyectos como el Tren Maya o el Corredor Transístmico,
por muchas razones más que atendibles.
Una posible agenda
Si las condiciones externas dificultarán la
opción anterior de integración, si casi todos los gobernadores se encuentran en
una situación política precaria y si el gobierno federal suma un impulso
centralizador a una falta de convicción sobre la necesidad de mayor apertura e
integración, ¿qué deben hacer los gobernadores para mantener espacios de
autonomía que redunden en beneficios para sus gobernados? Hay un conjunto de
opciones, algunas obvias, que podrían apuntar hacia una estrategia efectiva.
1. Gobiernos locales honestos. Como se ha dicho,
la centralización de la toma de decisiones y el ejercicio de los recursos
—encarnado ahora en la propuesta de los súperdelegados federales,
representantes únicos del gobierno federal que estarían a cargo del ejercicio
directo de las transferencias federales que forman la gran mayoría de los
recursos estatales— tiene apoyo popular y razones para existir que surgen de la
enorme y despiadada corrupción de la generalidad de los gobernadores recientes.
La burra no era arisca. Tomará tiempo, pues ya se sabe que perder la confianza
es fácil y recuperarla es difícil, pero si los gobernadores quieren tener
margen de maniobra, apoyo de sus conciudadanos y, eventualmente, más recursos,
es indispensable que los votantes comiencen a percibir de inmediato por lo
menos la voluntad seria de gobernar con mínimos de honradez y transparencia. A
su vez, los gobernadores requieren un respiro: en buena medida la corrupción,
tanto en lo municipal como en lo estatal, proviene de una arraigada concepción
patrimonialista del poder político, es decir, que la primera obligación de un
gobernante es favorecer a parientes, amigos y simpatizantes con dinero, ya sea
en forma de empleos, contratos, subsidios y otras prebendas. Apenas se instalan
en sus oficinas, gobernadores y alcaldes comienzan a recibir presiones de todo
tipo para el nuevo reparto del pastel. Mucho tiene que ver en esto el pésimo
diseño y la peor observancia, de las leyes electorales, que convierten las
candidaturas en subastas cuyo costo hay que pagar a los grupos de poder
locales. A reserva de que se reforme la legislación electoral, los gobernadores
locales deben resistir estas presiones, sumarse a los mecanismos ya existentes
de transparencia y contraloría social y aguantar el vendaval de reproches de
allegados, por medio de alianzas reales con organismos empresariales,
organizaciones de la sociedad civil, la ciudadanía en general, y de una
política de comunicación efectiva para este efecto, tanto en los medios
convencionales como en las redes sociales, informando en vez de hacer
propaganda hueca.
2. Esfuerzo recaudatorio. La tabla que se presenta a continuación, elaborada por el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria A.C., pinta una situación compatible con la caracterización anterior de las dos macrorregiones de México. Como en el dilema del huevo y la gallina, es difícil encontrar el origen del enredo y más bien se trata de otro círculo, virtuoso o vicioso. Los ocho estados con mayor recaudación per cápita de impuestos y derechos locales están en la zona Norte-Centro: CDMX, Nuevo León, Querétaro, Baja California Sur, Baja California, Quintana Roo (la consabida excepción), Chihuahua y Coahuila; los ocho peores están en la zona Sur: Guerrero, Oaxaca, Hidalgo, Michoacán, Chiapas, Veracruz, Tlaxcala y Tabasco. En recaudación por agua y predial la situación es casi idéntica. Seguir dependiendo de las buenas relaciones con el gobierno federal para recibir aportaciones y participaciones no parece ser una estrategia viable para los gobernantes locales, a menos que estén dispuestos a ceder prácticamente en todo. Es imposible e indeseable que los estados se liberen del todo de estas transferencias, pero tampoco es aceptable la corrupción e impunidad que han prevalecido en el ejercicio de los recursos de toda índole. Claramente, los gobernadores y alcaldes deben hacer un esfuerzo mucho mayor por recaudar internamente, pero esto sólo será posible si los recursos regresan, tangiblemente, como beneficios a la población. Si ello es así, habrá mejores argumentos en contra de intromisiones, posiblemente anticonstitucionales, de los delegados federales. Si no, será muy difícil que tengan apoyo popular para mantener su autonomía presupuestal.
3. Democracia local y rendición de cuentas. La
teoría democrática predecía que una mayor cercanía en el ejercicio de gobierno
redundaría en una mayor y mejor respuesta a necesidades locales, pero esto no
ocurrió porque todos los partidos (con excepción de algunos militantes, escasos
e ignorados o reprimidos) se sumaron al reparto de contratos y privilegios. Los
gobernadores corruptos estuvieron más que contentos de repartir negocios a
cambio de impunidad, con lo cual la propia alternancia se convirtió en una
farsa. Anulado el papel equilibrador de congresos locales y poderes judiciales,
otros contrapesos como los medios de comunicación y las organizaciones civiles
sufrieron, en el mejor de los casos el desprecio y, en el peor, la represión
violenta de los gobiernos y sus aliados y beneficiarios. La valentía con que en
la prensa nacional se denuncian abusos y corruptelas, adquiere verdadero
carácter de heroísmo y martirologio en muchas entidades. Desde luego, la precondición
para que los gobernadores renuncien a los pactos de impunidad es que el
ejercicio del Poder Ejecutivo local se ciña a las leyes y a la ética, lo cual
parece imposible en el caso de algunos gobernadores que se acercan al final de
sus mandatos, improbable en el de quienes ya le vendieron su administración a
los participantes en dichos pactos y solamente deseable en el caso de
administraciones entrantes. Aquí entra en juego el papel de las dirigencias
nacionales de los partidos políticos que, en beneficio de su propia
supervivencia, deberían exigir a sus representantes en los poderes locales
generar las condiciones para que los votantes apoyen sus intentos de preservar
la autonomía. Desgraciadamente, el estado lamentable y fragmentado en que se
encuentran dichos partidos de oposición les resta autoridad política, pero es
indispensable que hagan de este tema una bandera prioritaria.
4. Alianzas locales. En sustitución de los
pactos tácitos de impunidad, los gobernadores deberían impulsar pactos explícitos
en contra de la misma, principalmente con los alcaldes, pero también con
organismos empresariales, de la sociedad civil y medios de comunicación. Otra
opción es concertar convenios de colaboración con organismos nacionales e
internacionales, que funjan como vigilantes auxiliares de su cumplimiento.
Salvo en el caso de verdaderos sociópatas, parece obvio que es mucho mejor una
vida posterior al gobierno en que los exfuncionarios gocen de prestigio y
libertad, que vivir a salto de mata o refugiados en el cinismo y la negación.
Nada hace pensar que un ejercicio de gobierno honesto y eficaz vaya a redundar
después en pobreza y olvido. Todo lo contrario. Un subproducto altamente
deseable de estas alianzas podría ser el desarrollo metropolitano armónico. Crecientemente,
las aglomeraciones urbanas abarcan más de un municipio, en algunos casos
pertenecientes a más de un estado, como el caso de La Laguna y el Valle de
México. Los costos de transacción asociados a las fricciones entre
demarcaciones son muy altos, incluso en vidas: cambios de transporte al cruzar
fronteras, falta de cooperación entre policías, planes de desarrollo urbano
incompatibles, ruptura de conectividades y otros problemas deberían resolverse
mediante alianzas de este tipo.
5.
Alianzas entre gobernantes. Para los gobernadores de oposición, el
enfrentamiento solitario contra la federación seguramente será poco productivo.
Espacios como la Conferencia Nacional de Gobernadores, las distintas
asociaciones entre municipios (que lamentablemente corren a lo largo de líneas
partidistas cada vez más tenues) y otras ad
hoc,
referidas por ejemplo a ecosistemas comunes, cuencas hidrológicas, zonas
metropolitanas, identidades étnicas, zonas turísticas, etcétera, podrían
permitir sumar fuerzas en favor de la gobernación local.
6. Oposición inteligente y flexible. La peor
estrategia, seguramente, consiste en resistir al gobierno federal por principio
y vivir en un permanente estado de confrontación. El punto de partida debe ser
la cooperación en el marco de las leyes y los respectivos ámbitos que éstas
delimitan. Facilitar que las autoridades federales ejerzan sus funciones con
garantías y respetando las leyes locales, es fundamental para exigir lo propio.
7.
Seguridad pública. Finalmente, el tema más complicado. No hay espacio aquí para
profundizar sobre la situación de las policías municipales y estatales, pero
gran cantidad de estudios han revelado con contundencia el estado de desastre
en que se encuentran. El primer paso consiste en derribar el mito dominante de
los últimos doce años: que el problema principal al que se enfrentan los
ciudadanos es el crimen organizado. Salvo en regiones muy específicas, lo
contrario parece mucho más cierto: los ciudadanos padecen una situación
terrorífica de crimen desorganizado. La solución, desde luego, no está en
organizarlo, sino en prevenirlo y perseguirlo. Por regla general las personas
sufren mucho más por delitos del fuero común que del federal (que además, con
las leyes sobre crimen organizado, ha adquirido jurisdicciones imposibles de
atender): robos con y sin violencia, violaciones y acoso sexual, amenazas,
extorsiones y homicidios, fraudes en pequeña escala, lesiones, etcétera, son el
pan de cada día para muchas familias. Ni la Guardia Nacional ni ninguna Liga de
la Justicia los salvará. Pretender que soldados o policías federales anden
correteando rateros y asaltantes de microbuses y tiendas de conveniencia es un
despropósito. ¿Cómo construir policías locales decentes? Esta es, tal vez, la
pregunta más urgente por responder en México hoy. Contamos con especialistas
que han estudiado el fenómeno a fondo y que deben ser escuchados. Esto nunca
será posible si los gobiernos y las élites locales no renuncian a los pactos de
impunidad. Los recursos se generan, el personal se forma, las estrategias se
adoptan y adaptan. Si los gobiernos locales no hacen su parte, por riesgoso y
difícil que sea, el gobierno federal y las fuerzas armadas se verán obligadas a
sustituir su papel, con los resultados ya vistos. Está claro que el camino luce
complejo, pero ni el gobierno federal podrá jamás resolver los problemas
locales, ni las autoridades locales podrán ejercer sus funciones si no empiezan
por examinar atentamente estos rubros. EP
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