Un cuento.
Es un deber de hermanos, un acto de sangre, pensé, y gasté mis ahorros para ir a visitarlo.
—Me da un chingo de gusto verte, güey —dijo cuando nos vimos.
Habíamos pasado meses sin estar en contacto hasta un día que me llamó por teléfono: estaba saliendo con una chica. “Qué bien”, respondí, pero él no dijo más, como si esperara otra respuesta de mi parte. Para aliviar el silencio dije que lo visitaría y colgamos. Un mes después mi avión descendió entre las montañas blancas que rodean Salt Lake City.
Salimos de la autopista y entramos en la ciudad. Era la primera vez que veía la nieve y me pareció distinta a lo que tenía pensado: fría e indiferente. Llegamos a casa de su madre –Santiago era, en realidad, mi medio hermano– y cruzamos un pasillo hasta un pequeño departamento detrás de la propiedad.
La nieve mojó mi pantalón y mis pies. Dentro encontré el cliché del caos: platos sucios y ropa tirada por todos lados. Suspendidas en el tiempo, fotos de su ex y sus hijas nos miraban sonrientes desde un librero. Me quité los tenis y los puse a secar al lado de la calefacción.
—No traje ropa para este frío.
—No hay pedo, ¿de qué número calzas?
—Nueve.
—Pruébate éstas.
Me lanzó un par de botas que me quedaron chicas. Nos sentamos en el sofá y prendió la televisión.
—¿Quieres una cerveza?
—Ahorita no. ¿No quieres que vayamos a saludar a tu mamá?
—Nel, al rato.
La mamá de Santiago había sido la primera esposa de nuestro padre. Se divorciaron y entonces el viejo conoció a mi madre.
—Eres bien chingón, güey —dijo, sin ningún motivo.
—Mejor sí quiero esa cerveza.
Me paré y sentí los pies apretados dentro de las botas. Tomé un par de chelas del refri y regresé a la sala.
—¿Cómo vas? —pregunté.
—Bien, aunque quiero regresarme a Atlanta, aquí está bien culero.
—¿Por qué no te vas ya?
—Estoy esperando que me regresen una lana de los impuestos. Además, todavía tengo que ir a firmar cada mes con la policía.
Santiago estaba en libertad condicional. Miré por la ventana hacia la casa de su madre.
—¿Comes con ellos? —dije, señalándola.
—A veces.
Su madre se había vuelto a casar y vivía ahí con su esposo. Mi otra media hermana, Gabriela, también vivía a unos minutos de ahí. No llevaban una buena relación.
—¿Vamos a ver a Gaby?
—¿A la monjita? Hazlo tú, si quieres. ¿Tienes hambre?
—Un poco.
Se levantó y tomó un par de tuppers del refrigerador que luego metió en el horno.
—Ahorita vas a probar lo chingón.
El microondas sonó como la turbina de un avión.
—¿Te vas el lunes?
—Sí, solo pude venir para el finde. ¿Has estado en contacto con tus hijas?
—No. No está el horno pa bollos con Gina.
—¿Por qué?
—Su nuevo esposo no quiere que hablemos.
Regresó al sofá y se quedó callado, mirando las fotografías en el librero frente a él. La alarma del microondas sonó y Santiago se puso de pie.
—Vas a ver qué noodles tan rifados.
Sacó la comida del horno y la sirvió en dos platos hondos.
—El viejo siempre nos llevaba a la comida china, pero nunca…
—Ese cabrón —dijo, interrumpiéndome—. ¿Te acuerdas cuando tomé su vochito a escondidas y nos fuimos a dar la vuelta? Andabas bien espantado.
No lo recordaba, pero mentí. Los fideos estaban muy picantes.
—Fue culero que no creciéramos juntos, pero no tenemos que repetir los mismos errores. Tú eres mi carnal, podemos vernos más.
Asentí.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Pedí el día en la chamba. Vamos a salir a cotorrear.
Esa noche caminamos una hora entre la nieve para llegar a un bar. Dentro colgamos los abrigos en el perchero y nos sacudimos la humedad de las piernas. Había dos personas en la barra y un puñado de mesas ocupadas. Los cantineros tenían el pelo largo y uno de ellos usaba una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes.
Santiago pidió dos cervezas y se puso a platicar con uno de ellos. Tomé asiento en una mesa al fondo y me quedé mirándolo a la distancia con cierto desapego, como si fuera la escena de una película que uno comienza a ver a la mitad.
—Masticas bien el inglés —dije, cuando regresó a la mesa.
—Cuando estaba en Atlanta me metí a un curso. Hay raza acá que lleva un chingo y no habla ni madres. Cuando papá vino me dijo que le daba orgullo que lo hablara tan bien.
Papá había muerto dos años atrás. Ambos recordábamos ese momento, aunque por razones distintas: Santiago, por no haber podido haber pasado más tiempo con él y yo porque la última vez que hablamos nos peleamos.
—Estoy saliendo con una chava –me dijo.
—¿La misma de antes?
—No. Otra. Ésta es… ¿cómo decirlo? Diferente.
Antes de continuar se paró a pedir otras cervezas.
—¿Cómo que diferente? —le pregunté cuando regresó.
—No es una chava convencional.
—¿Es gringa?
—Sí.
No quiso decir más. En vez de esto revolvimos los mismos recuerdos de antes, memorias cambiantes ya fuera porque uno de los dos corregía al otro o porque alguno añadía algún detalle que no estaba dentro del relato. Lo hacíamos para tratar de recuperar algo de nosotros, aunque al final siempre terminábamos en los mismos callejones sin salida, las mismas tres o cuatro historias que compartíamos. El resto eran silencios o reclamos a nuestros padres. La historia del vochito, sin embargo, era exclusiva de Santiago. Ese día, me dijo, yo estaba sentado en el asiento del copiloto sin dejar de temblar. Había tomado las llaves del coche para que diéramos una vuelta. Mi padre lo descubrió, discutieron y, después de eso, Santiago no volvió más.
A la una de la mañana anunciaron la última ronda. Salimos del bar y caminamos de regreso a casa. Hacía frío, pero no había vuelto a nevar. El cielo estaba abierto, iluminado por la luz de la ciudad. Santiago sacó una botella de whiskey de su mochila y me la dio. Le di un trago.
—La noche termina temprano, ¿eh?
—En Utah todo termina temprano.
—¿Alguna vez tomaste con mi papá?
—Cuando me visitó en Atlanta fuimos a un putero.
No quise saber más. Le pasé la botella y le dio un largo trago. No sé en qué momento comenzó a llorar. Escuché sus sollozos entre el sonido sordo de nuestros pies arrastrándose por la nieve. Tardamos poco más de una hora en volver a casa. Mientras lo ayudaba a subir las escaleras sentí su aliento espeso como brea.
Lo dejé tirado en la cama, con la ropa puesta. Desde el sofá lo escuché balbucear pedazos de arrepentimientos. A la mañana siguiente desperté con dolor de cabeza. Había nevado y en el pasillo ya no se veían las pisadas de la noche anterior. Me serví un café y me quedé contemplando el patio blanco: lucía como si nunca hubiéramos pasado por ahí. La imagen me brindó tranquilidad. Al poco tiempo Santiago despertó. Tomó una cerveza y me ofreció otra, pero negué con la cabeza. Comimos unos burritos y me preguntó qué quería hacer el resto del día. Él tendría que ir a trabajar al restaurante. Pensé en visitar a mi hermana y pasar la tarde con mis sobrinos, pero el dolor de cabeza era insoportable.
—No lo sé. Tal vez me quede en casa.
—Como veas.
Después de desayunar me volví a dormir y desperté por la tarde. Santiago regresaría alrededor de las cinco, lo que me dejaba tres horas para ir a ver a Gabriela. Exploré la casa: había algunas películas y revistas pornográficas. En el librero volví a ver las fotografías de Santiago con su ex familia y decidí ponerlas boca abajo para evitar que las viera en sus borracheras.
Lavé los trastes y arreglé un poco la casa. Tomé una cerveza y comencé a leer una revista, pero no me pude concentrar: mis pensamientos me llevaron a ese supuesto viaje en el Volkswagen. Por más que lo intentaba no podía recordarlo, al grado que comencé a pensar que todo era falso, el mero invento de un borracho.
Decidí salir, pero me lo encontré en el pasillo.
—Me dejaron salir antes. ¿A dónde ibas?
—Con Gaby.
Tomé las bolsas que traía en las manos y regresamos a casa. Eran paquetes del restaurante y dos six de cerveza. Santiago entró al baño y yo metí la comida en el horno.
—¿Quieres ver una película? —grité encima del ruido.
—Ok.
Puse Kill Bill y nos sentamos a comer frente a la pantalla.
—Pinche mamada —dijo riendo en una parte de la película—. Es súper fake.
Terminamos de cenar y nos preparamos para salir. Santiago me prestó ropa térmica, pero en la calle el frío me entumeció por completo.
—¿A dónde vamos?
—Al centro. Es el único lugar decente esta noche.
Éramos las únicas personas en la parada de autobús. Éramos, también, las únicas personas en el colectivo. El recorrido fue largo, serpenteante. Mientras Santiago miraba su celular observé cómo la nieve se había acumulado en prácticamente cada rincón de la ciudad. Aceras, buzones, jardines, todo había desaparecido bajo el manto frío de la nieve.
Bajamos después de casi una hora. Era una locura estar afuera con tanto frío, últimos hombres en la tierra a la búsqueda de un bar.
—Papá… —dijo cuando nos sentamos en uno, pero se interrumpió y dio un trago a su cerveza. Había poca gente y yo sentía los pies hinchados de caminar con esos zapatos que me quedaban pequeños. Miré hacia la puerta: dos chicas habían entrado. Dejaron sus abrigos en una de las perchas y se sentaron al otro extremo de la barra. Una tenía un pantalón de mezclilla apretadísimo, la otra un tatuaje enorme en el brazo derecho.
—Más o menos así es mi vieja —dijo Santiago cuando las vio.
—¿Qué vieja?
—Con la que estoy saliendo. ¿Te dije ayer, no?
—Ah, sí. La que no es convencional.
Se quedó callado. Tal vez pensó que me estaba burlando. Comencé a hablar y platicamos de otras cosas: de Gaby, de los mormones, de la policía, de su madre, de mi madre y de nuestro padre. Apuramos las cervezas y salimos a otro bar.
—Algo me pasa cuando estoy con ella —dijo en el camino.
—¿Con quién?
—La chica con la que salgo. Es difícil de explicar.
—¿Qué te pasa? ¿Se te baja la peda?
Me miró con los ojos vidriosos.
—No. A veces… veo cosas.
—¿Qué cosas?
—Cuando estamos cogiendo, veo… cosas. Cosas que no conozco. Cosas importantes. Cosas que he olvidado. Cosas que pasarán. Cosas que podrían pasar. Cosas.
—Delirium tremens.
Se molestó, pero no me importó. Llegamos al bar y continuamos bebiendo hasta que se puso temperamental. “Eres bien chingón, ¿no?”, decía una y otra vez escupiendo las palabras en mi rostro.
—Ya, güey, no estés chingando —respondí, molesto.
Recordé su aliento de la noche anterior y pensé que tendría que ayudarlo a subir las escaleras de nuevo.
—¿Qué? ¿Te da pena que te diga que eres bien chingón? ¿Te da pena que te vean con tu hermano? ¿Con un borracho?
Tomé el abrigo y salí del bar. Pensé en caminar a un hotel y arreglármelas por mi cuenta. Tenía mi cartera y mi pasaporte, lo suficiente para poder regresar a México. En el depa no había más que ropa. Santiago salió cuando estaba evaluando esa posibilidad. Sacó su celular e hizo dos llamadas en inglés. Minutos después llegó un taxi y nos subimos en él. Ninguno dijo nada durante el trayecto. Pensé que regresaríamos a casa y que no me hablaría hasta el día siguiente en que tendría que llevarme al aeropuerto, pero noté que íbamos en una dirección distinta a la de su casa.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
No me contestó. Dio varias indicaciones y el taxi se detuvo en medio de una calle desconocida. Pagó y bajamos del taxi. Sacó la botella de whiskey de la noche anterior y le dio un trago. Luego me la pasó. Caminamos hacia una casa con la luz del porche encendida. Una mujer abrió la puerta. Era rubia, con una mirada azul eléctrico bajo cejas negras. Tenía el pelo corto, a la altura de los hombros. Vestía jeans y un suéter color vino con una bandera de los Estados Unidos en el pecho.
Entramos. Ella y Santiago hablaron unos minutos en la cocina. La casa era bastante ordinaria, casi daba la impresión de pertenecer a alguien mucho más viejo, alguien acostumbrado a poner plástico encima de los sillones o cuadros de niños tristes en las paredes. Santiago regresó a la sala y me dio una palmada en el hombro. Luego salió por la puerta. Quise alcanzarlo, pero la mujer me detuvo.
—Wait.
—¿Qué? No hablo inglés.
—Que esperes. Déjalo solo. Necesita estar solo.
Tenía un acento muy marcado, pero hablaba español bastante bien. Me tomó de la mano y me sentó en la sala. Puso música y trajo un par de botellas de cerveza de la cocina.
—Tengo que ir con mi hermano —dije, pero me sujetó de la mano para evitar que me fuera. Su mirada me tranquilizó. Estaba borracho, pero no tan borracho como para olvidar que Santiago había salido por esa puerta. ¿Qué iba a pasar? Tal vez perdería el vuelo o tendría que llamar a Gabriela para que me llevara al aeropuerto antes de que se fuera a la iglesia.
—Tranquilízate —dijo la chica—. Estás muy tenso.
—¿Yo? Para nada. Estoy bien, solo que…
—¿Solo que qué?
—Solo que nada. Santiago. Eso, nada más.
Di otro trago a mi cerveza.
—¿De dónde conoces a Santiago? —pregunté.
—Nos conocimos en un bar. Me dijo que fueron ahí hoy.
—Seguro sí, hay dos bares en todo Salt Lake City. ¿Te molesta si me quito los zapatos? Me están matando.
Sonrió. Tomé otro trago y me quité las botas.
—¿Santiago va a regresar? —pregunté. Me sentía comprometido a dirigir la plática ya que ella no hacía más que mirarme.
No contestó. Dejó la botella en la mesa y se sentó sobre mí. Abrió mi chamarra y puso sus manos frías en mi pecho.
—Me gustas —dijo—. Te pareces a tu hermano.
Me quedé callado. Ella me besó y yo me apuré a quitarle los calzones y hundir mi cara en su sexo. Tenía un tatuaje desde la pantorrilla hasta el muslo. Miré hacia la ventana para asegurarme que Santiago no estaba ahí, mirándome. Estaba temblando. Pensé que era por el frío y toqué la calefacción al lado nuestro.
—Está prendida. Todo está bien —respondió.
Me sumergí en ella y me olvidé de Santiago. Rodamos por el piso y ella se puso encima de mí. Tomó mi pene y se lo metió dentro. Sentí un escalofrío. Cerré los ojos y entonces lo vi.
Santiago me despertó como una sombra.
—Chaparro –dijo–, ¿quieres ir a dar una vuelta?.
—Sí. ¿A dónde?
—Shuu, tú tranquilo.
Me puso una sudadera y me calzó los tenis. “No hagas ruido”, me pidió antes de bajar las escaleras. En la cocina tomó las llaves del coche y una cerveza. Abrió la puerta, tratando de no hacer ruido, y salimos a la calle. El coche era un vocho verde, del mismo color que tenían los taxis del DF. Santiago abrió la cerveza con un encendedor y la puso entre sus piernas. Después encendió el motor y metió primera. El coche se apagó, pero lo encendió de nuevo y volvió a intentarlo. “¿Por dónde vamos?”, me preguntó, pero no supe qué contestar. Tenía frío.
Eran las dos de la mañana y los faros del Volkswagen cortaban la noche en dos, iluminando lugares que solo había visto de día. Santiago terminó la cerveza y la aventó por la ventana. El ruido del vidrio roto sonó como un breve quejido. Cuando regresamos a casa las luces estaban prendidas. Mamá y papá estaban gritando.
—Relájate, jefe, si la pasamos bien, ¿verdad que nos la pasamos bien, chaparro?. —¡Yo no quería ir! –respondí, lleno de miedo.
Mis padres me mandaron a mi cuarto, pero entre las sábanas todavía podía escucharlos.
Tuve un orgasmo largo y lento.
Abrí los ojos y aquellos gritos se perdieron como un mal sueño.
Ella se paró y caminó al baño. Escuché el sonido de la regadera y me puse de pie, desconcertado. Por un momento no supe qué hacer. Entonces me vestí, tomé mi abrigo y salí de ahí. El frío me golpeó sin misericordia.
Decidí caminar por donde habíamos llegado, esperando encontrar un taxi que pudiera llevarme al aeropuerto.
—¡Güey! ¿Lo viste? ¿Lo viste, güey?
Santiago gritó desde la escalinata de una casa. Se acercó corriendo con la botella de whiskey vacía.
—¿Lo viste? ¿Lo viste? —dijo jadeando.
Tomé la botella de su mano y la aventé al centro de la calle.
—¿Lo viste? —volvió a preguntar.
Me quedé callado, mirando el punto donde la botella había sido salvada por la nieve. EP
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