El purgatorio oligocrático. Entrevista con Ricardo Raphael

Uno de los tantos lastres que sigue arrastrando el país pese al proceso de democratización es el de las élites económicas. No solo han acrecentado su poder: lo han legitimado y lo ostentan. Son protagonistas de una cultura del privilegio que, merced a la corrupción y la impunidad, agrava problemas como la desigualdad y la discriminación. La figura que encarna esta suerte de régimen moral es la del mirrey, al que Ricardo Raphael define como “el sujeto que mayor privilegio obtuvo con el cambio de época”. Su libro Mirreynato: La otra desigualdad (Temas de hoy, México, 2014) analiza a fondo este fenómeno.

Texto de 23/03/16

Uno de los tantos lastres que sigue arrastrando el país pese al proceso de democratización es el de las élites económicas. No solo han acrecentado su poder: lo han legitimado y lo ostentan. Son protagonistas de una cultura del privilegio que, merced a la corrupción y la impunidad, agrava problemas como la desigualdad y la discriminación. La figura que encarna esta suerte de régimen moral es la del mirrey, al que Ricardo Raphael define como “el sujeto que mayor privilegio obtuvo con el cambio de época”. Su libro Mirreynato: La otra desigualdad (Temas de hoy, México, 2014) analiza a fondo este fenómeno.

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Ariel Ruiz Mondragón: ¿Por qué publicar hoy un libro como el suyo? Al final del volumen usted escribe que busca “mostrar un retrato de una época y una generación donde algunos de nuestros vicios más envilecidos decidieron hacer erupción al mismo tiempo”.

Ricardo Raphael: Es un libro que pretende dar a conocer algo que suponemos que no ha sido informado y discutido suficientemente. Tengo muchos años, desde la academia y también desde el periodismo, de dedicar mi tiempo al estudio de la desigualdad y la discriminación. Me tocó participar en un par de reportes, uno de 2001 y otro de 2010, y he dado clases sobre esos temas, por lo que conozco más o menos los argumentos. Pero siempre se queda uno con la sensación de que esas conversaciones están encerradas en el claustro académico o en el conocimiento de muy pocos.

Tras esa acumulación de datos, libros, argumentos e ideas, me surgió la necesidad de compartir con la comunidad a la que pertenezco mis hallazgos, observaciones y reflexiones. Mirreynato es una versión para un público amplio del trabajo que me ha tocado hacer. No basta el propósito: también hay que tener los puentes de comunicación con los distintos públicos. Soy un curioso observador de la prensa nacional, de las revistas de sociales y espectáculos, de la política (que ahora es más espectáculo que política), en fin. Ahora lo que hago es colocar una serie de episodios de nuestra época como un fresco, y una vez que los pongo al servicio del lector, explico de dónde vienen: el episodio de las “ladies de Polanco”, del señor Miguel Sacal, de la “lady Profeco”, del “Niño Verde”, las fotos de club social, la revista Quién, etcétera.

En esa exploración he descubierto que en realidad todas esas piezas son síntomas, como la roncha del sarampión, y que en concreto ese personaje, el “mirrey”, que en sí mismo no dice mucho, puesto en su contexto nos explica un régimen. Por eso bauticé el libro Mirreynato: un régimen moral que ha beneficiado a estos personajes y que, de alguna manera, relata o exhibe los días tristes, violentos y desiguales que nos ha tocado vivir. Son retratos de una generación.

Usted anota que las élites económicas han escapado a un escrutinio riguroso. Pero lo curioso es que al mismo tiempo los mirreyes son un síntoma vergonzoso de la ostentación. ¿Por qué al mismo tiempo que las élites escapan a la vigilancia se da esta ostentación?

Se lo explico con una frase del libro: en los años ochenta y noventa, muchos personajes de estirpe corrupta, de fortuna hecha al amparo del poder, habrían logrado la portada de la revista Proceso; hoy es la revista de sociales la que les da portada. Pasamos de un régimen en el que los corruptos eran exhibidos en Proceso a otro donde los corruptos son exhibidos en las revistas de sociales. Ese es el fenómeno; pero no le estoy respondiendo el por qué, ya que cuesta trabajo hacerlo. Me parece que en el pasado el rico y ostentoso buscaba ejercer su veleidad, su frivolidad, lejos del ojo público. Se subía a su carro último modelo para recorrer la freeway 10 en Estados Unidos, para visitar Miami, para ir a Nueva York, pero no se subía a su BMW último modelo para embarrárselo en la cara a la población miserable de una colonia pobre. Eso es lo que ha cambiado: estamos en una época en la que la exhibición, la ostentación, se nos ha vuelto indispensable. Esto, por dos motivos: primero, ocurrió una competencia en redes sociales para ver quién tenía más; segundo, ostentar paga: eres bien visto porque vives en una época en la que nadie te va a juzgar por cómo obtuviste el dinero para esa ostentación. Simplemente por traer ropa de marca y una bolsa de moda, y tener una casa fastuosa la gente te va a respetar; inmediatamente se construye un halo de impunidad en el que la consecuencia de tus actos se va a mitigar. Estamos en una época en la que la ostentación vale la pena porque es directamente proporcional a la impunidad: mientras más ostentas, más impune eres.

¿Qué cambió de 1998 a la fecha? Se descubrió que la ostentación te da un escudo de impunidad. Te protege frente a ese infierno que son los pobres, los miserables de los primeros pisos de la construcción social.

Su tesis principal es que el mirrey es el sujeto que mayor privilegio obtuvo con el cambio de época. ¿Qué pasó con nuestro proceso democratizador, que dio lugar a este personaje rico, privilegiado, discriminador?

Mi versión optimista de los hechos es la que ofrece la Biblia: entre el infierno y el cielo hay un lugar que se llama purgatorio. Eso es el Mirreynato. Somos una democracia, ya no vivimos en el régimen de partido único. Entonces, ¿dónde vivimos? En esta especie de régimen amoral que yo bautizo “mirreynato” porque ha beneficiado sobre todo a los mirreyes.

El régimen anterior desigualaba por autoritario. ¿Cómo es que ahora, cuando el poder se ha multiplicado y los poderes locales y nacional se han dispersado entre varios partidos, se mantiene una suerte de aristocracia? Voy a ser más justo: de oligocracia —los peores, los que se sacaron el premio de la lotería, los que cada elección plebiscitan su poder, van a las urnas y le dicen a la gente “vota por mí para que me garantices mi poder, mi impunidad, mi corrupción”. ¡Y allí vamos y votamos para garantizarlos!

El dinero se volvió pieza clave del nuevo régimen porque te permite tener impunidad, enriquecerte, ganar elecciones y que nadie te persiga: todo junto. Cuando una democracia basa el ejercicio plural de la voluntad ciudadana en quién tiene dinero y quién no lo tiene para ganar los cargos de elección, para conquistar el poder, deja de ser una democracia y se vuelve una oligocracia plebiscitaria, que es lo que estamos viviendo.

Cabe decir que mucho del dinero que se utiliza para ganar el poder no proviene del esfuerzo empresarial, innovador, inteligente, industrioso, sino del hurto del erario, de la corrupción de los recursos que eran públicos y se volvieron privados; es decir, buena parte de la política democrática se está financiando con dinero de los contribuyentes que se volvió privado y que regresó a lo público por la vía de las campañas.

Eso es lo que está pasado: es el purgatorio mirreinal, y explica muchos otros elementos del sistema. Pero yo creo que, sobre todo, la corrupción explica por qué no dimos el paso del sistema de partido único al democrático. Ese purgatorio se debe, principalmente, a la corrupción.

Usted afirma que el mirreynato es “la etapa superior del alemanismo”. ¿Por qué en el México actual se ha llegado a estos niveles de corrupción y de impunidad cuando, evidentemente, del alemanismo para acá se han fundado diversas instituciones cuya función ha sido (o debería ser) combatir la corrupción y la impunidad?

El alemanismo era un régimen muy parecido a este, pero en un país chiquito, porque la población era mucho menor, no había fuentes tan grandes de petróleo, la riqueza mexicana no era tanta y estábamos en la cola de los países desarrollados. Ahora somos la economía número 13 del mundo, el pastel es grandísimo y la impunidad y la corrupción han hecho enormes los defectitos del alemanismo. Allí está parte de la explicación de por qué el “corruptito” es ahora un “corruptote”, pasando por estadios intermedios, como fue, por ejemplo, el hankgonzalismo.

En esa lógica cabe ver la transición. Yo tengo la impresión (no es una hipótesis científica) de que lo que ocurrió en medio es que si bien ha habido una presión social muy fuerte para que haya transparencia, pluralidad y rendición de cuentas, del lado de la oferta, es decir, de quien gobierna, todavía hay mucho poder para esquivar el rayo láser de la transparencia, la luz que iluminaría el castillo opaco, la rendición puntual y responsable de cuentas.

Muchos gobernantes han logrado hasta ahora esquivar este impulso igualador ciudadanizante. No sé hasta dónde lo logren, pero puede ser que parte del enojo que vemos se deba a que aún salen bien librados. No obstante, hay un empuje social que terminará arrasando con este purgatorio mirreinal. Lo creo sinceramente, aunque no sé cuánto tiempo tarde; supongo que el tiempo dependerá de cuánta energía haya del lado ciudadano para enfrentar estos elementos asimétricos discriminadores y desigualadores.

El problema es que parte de la demanda también está influida por el mirreynato. Es decir, los ciudadanos también gozamos o caemos en la ostentación y con eso nos protegemos del otro: hacemos la fiesta de 15 años en el pueblo para presumirle a los otros, a los que no tienen para hacer una celebración con mil invitados.

Si la impunidad nos beneficia, no nos quejamos de ella. La corrupción, si nos salpica, no nos enoja tanto. Para marcar distancias discriminamos a la mujer, al indígena, etcétera. No nos importa hacer cosas chuecas o estar en el narcotráfico si ello nos puede llevar a los pisos de arriba.

El empuje social que puede transformar al mirreynato también está influido por sus valores. ¿Qué podríamos hacer? Yo no estoy pidiendo que tomemos la Bastilla ni que le cortemos la cabeza a Luis XVI, sino que revisemos al mirrey que todos llevamos dentro y a ese sí le cortemos la cabeza, porque entonces sí vamos a tener un empuje social capaz de derrocar al régimen al que hago referencia.

Alguna vez se creyó que el Estado podía cumplir un papel igualador. ¿Por qué han fracasado las instituciones en esta labor? Su origen es una revolución social…

El Estado mexicano tiene dueño. Cuando se fundó, el rey vendía los puestos de juez, de notario, de alcalde, y quienes llegaban a esos puestos lo asumían como parte de su patrimonio (como hoy lo hacen los notarios; en la Ciudad de México hay concursos, pero en el resto del país es “abro una notaría y ese es mi negocio, mi patente de corso”). La pregunta puntual es: ¿cómo llegamos, en pleno siglo XXI, a que el general al que le entregan una zona militar, el presidente municipal, el diputado, el juez, el secretario de Estado, asuman ese cargo como parte de su patrimonio?

El fenómeno de la lady Profeco es impecable: la Procuraduría Federal del Consumidor era patrimonio de la familia, y la hija o el papá podían dar instrucciones. Está clarísimo que seguimos con la privatización. El Estado tendría que ser parte de lo público, no de lo privado (por cierto, esa es la definición de corrupción: cuando un bien público es privatizado arbitrariamente; cuando pones a la Policía, al Ejército o al juez al servicio de lo privado, se produce la corrupción).

Regresamos al alemanismo, que es el momento en que el régimen de la Revolución, que se pretendía igualador, cambia de bando. Entonces se legitima que el presidente que va a concesionar por primera vez la televisión se quede con la televisora, y se le aplauda esto. Está el caso de Mario Vázquez Raña: su primer socio en los soles fue el presidente Luis Echeverría. Eso es muy raro; hay algo allí que no está bien, y nadie lo dijo. Es más: cuando el panismo llegó al poder a nivel federal y el perredismo lo alcanzó en el df, reprodujeron ese mal; es decir, algo que solo era de los priistas resultó de toda la clase política porque la principal fuente de ingresos de este país, el principal método de ascenso, es robar del arca pública, y esto es aceptado.

No hemos roto con la Colonia: la hemos reinventado una y otra vez. No sé si me equivoque, pero quiero suponer que esta degeneración será la última. Este libro quiere mostrar que ahora no es el virreinato, sino el mirreynato, y que es posible derrocarlo si lo vemos de frente.

Usted destaca que esto tiene mucho que ver con las lógicas de la economía de mercado. Señala, por ejemplo, que el Ministerio Público era un instrumento de control político, o que a las autoridades se les hace difícil aumentar los salarios mínimos. ¿Por qué no se toman estas decisiones políticas, para lo cual se pone de pretexto la productividad, la eficiencia económica, etcétera?

Porque hay discursos, como el de la corte, el de palacio, que buscan mantener el poder de quien los pronuncia, que ofrecen narrativas no solamente completas sino invulnerables, al menos en apariencia. Por ejemplo: “No me subas los impuestos porque no estoy dispuesto a pagar las casas de los políticos”. Y los políticos dicen: “Entonces yo no reformo las leyes para combatir la corrupción”. Y ese es el arreglo de los que viven en el penthouse. Ese discurso es impecable, nada más que mientras tanto, abajo, la inversión en educación, salud, infraestructura y capital humano sigue siendo precaria. Y, claro, como los poderosos están protegidos por este discurso, son invulnerables.

El tema del salario mínimo es escandaloso: está probado que una persona bien pagada es más productiva que una que no lo es; primero págale bien, para que luego sea productiva. Lo contrario no existe. Sin embargo, tienen la desfachatez de denunciar como demagogo el incremento de salarios. Es el discurso de la élite. ¿Cuándo cambia eso? Cuando hay personajes que no provienen del penthouse, que ascienden política, social o económicamente y empiezan a tomar decisiones. El problema principal es que la representación política en México sigue siendo mediada y definida desde el penthouse. No hay representación indígena; la representación de las mujeres ha crecido en la Cámara de Diputados, pero no está en las regidurías, en las presidencias municipales, en los congresos locales. El sureste mexicano no tiene el mismo poder político que el noreste o el noroeste mexicanos. Esta democracia no ha repartido la representación como se debe. Algo falló, los partidos, incluso los de izquierda, se dedicaron a proteger al penthouse. Allí estamos atorados; necesitamos cambiar la representación en el penthouse, por lo menos en el político. Así cambiaría el discurso, y entonces empezaríamos a ver la caída del mirreynato. Algo ha cambiado del 2000 para acá, tengo que decirlo: lo suficiente como para salir del infierno, pero no lo suficiente como para salir del purgatorio.

En México sigue habiendo, como usted dice, una cultura del privilegio: las grandes empresas no se distinguen por la innovación, las fortunas no se deben a la creatividad y la invención, sino a las relaciones con el poder. ¿Qué costos ha tenido esto para el país?

El esfuerzo humano es la principal energía de una unidad económica. Alguien pone el capital, pero este no va a ninguna parte si no hay una voluntad humana que lo mueva para que produzca más riqueza. Capital y recursos humanos se vuelven clave. Si añadimos además un poco de tecnología, generamos riqueza. Es decir, el esfuerzo es pieza clave para producir riqueza. ¿Qué ocurre en una economía en la que se prescinde del esfuerzo? Sin esfuerzo no hay intencionalidad y la economía crece poco. Los dueños del capital se protegen para no perderlo, el recurso humano se desperdicia y terminamos en una economía mediocre. Ese es el caso mexicano.

El día que empezamos a despreciar la cultura del esfuerzo dejamos de producir la riqueza que merecemos. Este país puede ser Inglaterra o Alemania, lo dice todo mundo; en 2025 podríamos estar allí, siempre y cuando la cultura premiada sea la del esfuerzo, no la del privilegio. ¿Por qué se dio la Revolución francesa? Porque la burguesía, que estaba en ese momento esforzándose, se enojaba mucho porque los señores nobles y feudales no hacían prácticamente nada. Derrocaron a la monarquía y a la nobleza justamente para poner en el centro a la cultura del esfuerzo.

Al final del libro, usted habla de las aspiraciones del país. Dice que no son una ingenuidad sino un halo de esperanza. Menciona denominadores comunes para la comunidad y la convergencia.

Este es un libro de diagnóstico. Los libros de diagnóstico no hablan de las cosas buenas, y lo lamento mucho. Me hubiera gustado hacer un segundo tomo de las cosas buenas mexicanas; aquí no están. El último capítulo sí adelanta por dónde: por la reconstrucción de la confianza. La hemos perdido, si bien todos los días uno se topa con mexicanos muy valiosos.

Pero hay una cosa que no alcanzo a responderme: ¿por qué, con tantos mexicanos valiosos, este país no ha podido sumar todo su talento y convertirse en lo que tiene que ser? Por desconfianza. Sabemos que el otro es valioso, pero al mismo tiempo tememos que sea el infierno. Yo apuesto por que construyamos el diálogo de otra manera. Cito a Sartre: el día que dejemos de pensar que el infierno es el otro y que más bien lo traemos dentro —entender que el mirrey somos nosotros—, podremos derrocarlo y construir una relación de confianza que nos ofrezca una comunidad mejor. Allí dejo sembrada la esperanza.

Tanto gobernantes como gobernados, tanto ricos, como pobres y clase media, necesitamos vernos con dignidad y con respeto. Eso implicaría reducir el miedo que nos tenemos.

Este libro es un diálogo que lo que quiere es abrir la conversación —quizá de manera un poco radical, porque va precisamente a las raíces del problema— pero, sobre todo, es un libro que quiere conversar. No da recetas. Aprovecha los oídos y la palabra de muchos para salir del purgatorio. 

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