Desde Brooklyn, Naief Yehya describe el panorama que la pandemia del COVID-19 despliega en eua y, con el estilo directo que lo caracteriza, plantea algunas especulaciones sobre lo que nos espera en los escenarios económico, político y del contacto humano, basadas en su aguda lectura de la civilización contemporánea.
El punto y seguido o el punto y aparte de la sociedad humana
Desde Brooklyn, Naief Yehya describe el panorama que la pandemia del COVID-19 despliega en eua y, con el estilo directo que lo caracteriza, plantea algunas especulaciones sobre lo que nos espera en los escenarios económico, político y del contacto humano, basadas en su aguda lectura de la civilización contemporánea.
Texto de Naief Yehya 04/06/20
Brooklyn, Nueva York. Cuando escribo esto se cumple un mes desde que comencé este encierro. No es mucho y es todo el tiempo del mundo. Podemos llamarlo cuarentena, enclaustramiento, confinamiento o, como le dicen por acá, Shelter in place, santuario en casa. Las reglas en Nueva York, hasta ahora, permiten a los ciudadanos cierta libertad de movimiento. Se puede salir a hacer ejercicio solitario, pasear perros e ir de compras (únicamente están abiertos los supermercados, las vinaterías, las farmacias, las ferreterías y las tiendas de alimentos). No es necesario tener papeles para circular al estilo de los formatos de Attestation de Déplacement Dérogatoire que se requieren en Francia para pisar la calle. Aquí todo mundo puede salir quince veces al día a comprar papel higiénico si le da la gana, nadie está vigilando. Probablemente por eso, el 8 de mayo Nueva York sumaba ya 20,828 muertes registradas por el virus (más aquellos que han fallecido en sus hogares y a los que no se les hizo la prueba), para ocupar el cuarto lugar general en muertes, después de Italia, España y Francia. Aún así, la mayoría de la gente está recluida. El efecto de las calles vacías es impactante en Brooklyn, pero no hay comparación con la impresión que causa circular por la desolación del área de Times Square o de Wall Street en Manhattan. Podríamos imaginar que es una urbe muerta o una ruina abandonada, pero los habitantes de la metrópolis están agazapados en sus santuarios, seguramente pensando en lo que nos espera al terminar esta reclusión. Aquí algunas de mis especulaciones:
Economía
Al miedo de la infección, la paranoia de caer gravemente enfermo y tener que buscar ayuda médica en un tiempo en que los hospitales están rebasados y en que solamente se pueden encargar de los casos más desesperados, se suma la inseguridad económica. Los desempleos masivos en un país que casi no ofrece protección laboral vienen tras una racha impresionante de logros financieros que comenzó con Obama y por simple inercia continuó bajo Trump y sus recortes fiscales para las grandes corporaciones. Hasta el momento, cerca de 33 millones de trabajadores recientemente despedidos han reclamado los beneficios del seguro de desempleo, con lo que el sistema ha quedado saturado. Fueron aprobados fondos de asistencia y préstamos con bajos intereses para pequeñas y grandes empresas, así como para ciudadanos; esto no será suficiente para reactivar la viabilidad de la mayoría de los negocios, enriquecerá más a los más privilegiados y dejará en ruinas a la economía. Muchos han comparado la situación actual —las largas filas para adquirir productos básicos, el riesgo a que las líneas de suministro se fracturen, la proliferación de acaparadores y el mercado negro— con la economía soviética. La situación en Estados Unidos es muy distinta de aquella debido a la inmensa diversidad de sus líneas de suministro, lo cual en teoría debería proteger a los consumidores de racionamientos y escasez; sin embargo, la economía en el país más rico del mundo cuelga ahora de dos hilos: de la salud de quienes cultivan, cosechan, producen, distribuyen y entregan a domicilio los alimentos —los trabajadores peor pagados, desprotegidos y marginados, en gran medida inmigrantes e indocumentados— y del outsourcing, la producción subcontratada a varios países, en particular a China, que deja al país vulnerable a perder suministros de productos esenciales para sobrevivir una epidemia. Por décadas el modelo en que las empresas negaban a sus empleados garantías, antigüedad y salarios justos tuvo como resultado el enriquecimiento de las corporaciones y un diluvio de productos baratos; desde frutas exóticas hasta alta tecnología desechable. El COVID-19 probablemente anuncia la extinción de ese modelo.
Política
Podemos ser ilusos e imaginar que un virus traerá el colapso de las formas de capitalismo más voraz, de sus métodos de opresión más devastadores y de su ambición mercenaria. Pero la realidad es que las condiciones que aparecen con más naturalidad tras una epidemia apuntan hacia más autoritarismo y corrupción. Nada mejor que el miedo y la paranoia para manipular y doblegar voluntades. Una amenaza invisible ofrece a los poderosos la oportunidad de suprimir los derechos más elementales.
Lo que viene es un mundo de miedo al contagio que hará ver a la cultura del post 9-11 como desparpajada y liberal. Al peligro del terrorismo internacional le hemos de sumar el riesgo viral. La reacción de algunos países como Corea del Sur, China, Taiwán, Israel y Singapur ha sido recurrir a los sistemas de rastreo y vigilancia masiva de la población para controlar la epidemia. Para esto, los gobiernos suman a sus capacidades de espionaje los recursos comerciales que explotan las características intrínsecas de nuestros dispositivos portátiles, algoritmos de inteligencia artificial y procesamiento masivo de datos en la “nube”. Se usa la información de localización de los teléfonos celulares para saber dónde se encuentra todo mundo e impedir que la gente salga a la calle. De manera semejante, las cámaras de vigilancia en espacios públicos, corporativos y privados que cuentan con procesamiento de rostros e identificación facial se usan como celadores de la cuarentena. En estos países y otros más se emplean aplicaciones para rastrear y, más importante aún, predecir —al identificar comportamientos y hábitos— los movimientos de los ciudadanos y detectar posibles interacciones con personas infectadas, a las que se les informa del riesgo que corren y se les pide recluirse para evitar posibles contagios.
Los sistemas de que se vale el capitalismo de vigilancia, como lo ha llamado Shoshana Zuboff, así como la tecnología de espionaje civil y militar podrían realmente usarse ahora para protegernos del virus. Obviamente, es muy difícil creer en las buenas intenciones —especialmente a largo plazo— de las agencias, corporaciones y dependencias oficiales que históricamente han explotado la información personal que recogen, como puso en evidencia Edward Snowden. Los poderes que los gobiernos se atribuyen durante una emergencia son parte esencial de lo que Naomi Klein ha llamado la doctrina del shock o de la conmoción. Para proteger la privacidad sería fundamental, primero que nada, imponer límites temporales a la información recolectada, prohibir que se empleara por sistemas y personal no relacionados con la salud pública, impedir que se pudiera compartir entre agencias y corporaciones sin una finalidad específica y exigir que se demuestre que los beneficios de la vigilancia sean mayores que sus costos —morales, laborales, de libertad de expresión, de acceso a servicios de salud— para las personas, como propone la Electronic Frontier Foundation. Lamentablemente, defender nuestros derechos requiere de una población informada, consciente de las implicaciones de perder su privacidad y dispuesta a luchar por defender sus derechos. Si esto en tiempos normales es raro, en un momento de encierro, en que hemos renunciado a la libertad de desplazarnos es prácticamente inimaginable.
La epidemia está aún muy lejos de terminar y podemos ya constatar cómo se utiliza en beneficio de intereses conservadores. Un ejemplo fue lo sucedido en las recientes elecciones en Wisconsin, donde los republicanos se negaron a suspender las elecciones o a hacerlas por correo; en cambio cerraron la mayoría de las casillas y dejaron abiertas tan sólo unas cuantas, donde la gente tuvo que formarse por horas y por lo menos 67 personas resultaron contagiadas con el virus.
El contacto humano
Europa ha sobrevivido numerosas epidemias devastadoras desde la antigüedad. Eso nos hace preguntarnos ¿cómo hicieron para preservar el calor de los abrazos, de estrecharse las manos y besarse las mejillas? ¿Cómo se rescata la cercanía humana tras el miedo del contacto? El rey Enrique vi de Inglaterra prohibió los besos en 1439, con la intención de detener la epidemia de peste que devastaba el reino. Es difícil saber hasta qué punto entendía que el contacto humano era responsable de la transmisión —los primeros descubrimientos de vida microscópica tuvieron lugar en 1665— pero su intuición fue acertada y sus efectos duraderos. Anthony Fauci, el director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de eua, anunció que era tiempo de olvidarse de la práctica de darnos la mano. Esto no cae tan mal a los pueblos victorianos y a quienes se han formado en el estoicismo puritano, pero otros lo padeceremos más. Paradójicamente, nuestras tecnologías de comunicación e información nos ha venido preparando para la doctrina del distanciamiento social desde finales del siglo pasado, especialmente desde la aparición del iPhone en 2007. Internet sigue funcionando como si nada —a pesar del demencial aumento en la demanda— en un mundo sin cines, ni vuelos, ni restaurantes, ni clubes nocturnos, ni bares, ni trabajos “no esenciales”. La mediósfera nos ofrece satisfacciones de todos tipos y una permanente estimulación del egoísmo. Nada más apropiado que la selfie como símbolo de la pandemia.
Se nos insiste que la epidemia no discrimina, que el virus es ciego y apolítico, sin embargo la mayoría de las víctimas son los desposeídos y marginados de siempre, quienes deben salir a trabajar sin protección, los que no pueden darse el lujo de distanciarse. Generaciones de desigualdad pasan la factura. Cierto, algunas celebridades anunciaron haber contraído la enfermedad, pero tienen acceso a las pruebas, la atención y la paciencia, sin las preocupaciones monetarias. Para quienes gozan de una buena situación económica y de salud este es el apocalipsis cómodo, la utopía de la distopía, el gozoso fin del mundo en cámara lenta en que uno lee, hace pilates, bebe sin parar, aprende nuevas recetas en YouTube, toma clases con los grandes genios, explora los rincones extravagantes del catálogo de Netflix, ordena comida una vez más y sigue bebiendo hasta caer dormido, para volver a empezar al día siguiente. Si el infierno son los otros, como dijo Sartre, no hay duda de que algunos han llegado al paraíso por vía viral. En el mejor de los casos, el retorno a las actividades cotidianas y a la esfera pública requiere de un largo proceso y de numerosas renuncias pero ¿qué tal si no hay regreso? O si no se puede regresar a un mundo que ha desaparecido. ¿Es completamente disparatado imaginar que ha llegado el fin de la sociedad humana como ha existido desde la edad de piedra? También parecía un disparate imaginar que una “gripe engendrada en una sopa de murciélago” arrasaría la economía, la cultura, los deportes organizados y hasta el contacto humano en el siglo XXI. EP
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