La regulación del cannabis en México está en marcha; mucho se ha discutido sobre sus consecuencias socioeconómicas. Sin embargo, ¿se ha pensado en su impacto ambiental? En este texto, Leonardo Medina explica por qué considerar al medio ambiente debe ser un pilar de esta política pública. #HablemosDeDrogasEstePaís
El medio ambiente y la regulación del cannabis
La regulación del cannabis en México está en marcha; mucho se ha discutido sobre sus consecuencias socioeconómicas. Sin embargo, ¿se ha pensado en su impacto ambiental? En este texto, Leonardo Medina explica por qué considerar al medio ambiente debe ser un pilar de esta política pública. #HablemosDeDrogasEstePaís
Texto de Leonardo Medina 06/04/22
La reciente Ley para la Regulación del Cannabis en México ha generado exaltados debates sobre si sus impactos sociales y económicos serán, en el balance, favorables o perjudiciales. Mientras hay quienes ponen en duda la capacidad de la Ley para disminuir el poder corrosivo de los carteles del narcotráfico, otros argumentan por hacer valer el potencial del cannabis como mecanismo para enfrentar el desfavorable panorama actual de la economía nacional.
Muchos han sido los enfoques de crítica y elogio entre la opinión pública: los posibles impactos de la Ley a la salud de la población; su ambigüedad en materia de despenalización; la capacidad de nuestras instituciones para impedir el abuso y la extorsión; la prerrogativa en el mercado para la inversión extranjera, y la desidia del Congreso por la justicia social.
Sin embargo, el debate político ha descuidado, en gran medida, otra fuente notable de controversia derivada a partir del uso generalizado de la marihuana: el impacto medioambiental y las oportunidades asociadas con la adopción de prácticas sostenibles en su cultivo a escala comercial.
Sin importar la posición individual respecto a la liberalización del cannabis, nadie negará que el impacto ambiental de su cultivo debe ser considerado en el marco de regulación. Descuidar la integración del medio ambiente en el diseño de políticas de cultivo y comercialización representa una oportunidad perdida para reducir y mitigar el daño ambiental, así como para materializar los diversos beneficios que el sector encarna en términos de desarrollo social.
Cuando se integra la dimensión ambiental en el debate de marihuana en otros países, con frecuencia, el argumento se reduce a que la legalización promoverá la producción en contextos controlados y eficientes; esto minimiza los impactos ambientales y, por consiguiente, su relevancia para el diseño de la política pública. Lo anterior es absurdamente reductivo y no es ni necesariamente cierto, como ha demostrado la regulación del sector en California, y tampoco es congruente en el contexto mexicano.
Como todas las formas de agricultura, el cultivo de cannabis tiene implicaciones para los recursos naturales que deberían formar parte del debate político actual y futuro. Si bien es cierto que el impacto ambiental del cannabis es menor —en términos absolutos— que el de otros cultivos cuya siembra se extiende a lo largo del territorio, los impactos relativos de su producción son problemáticos y proporcionalmente notables.
Lo anterior es debido a la importante cantidad de agua y nutrientes que la planta exige y su cultivo en ecosistemas sensibles, aunado a las condiciones particulares de liberalización que el sector presenta. Lo más probable es que luego de mucho tiempo tras su liberalización, el producto de procedencia ilegal y el cosechado, según la normativa, coexistan en el mercado; esto implica que la regulación destinada a mitigar los daños medioambientales del cannabis será más difícil de aplicar que en el de otras actividades agrícolas. Un enfoque prioritario del componente medio ambiental en la Ley sería una táctica efectiva, como mínimo inaugural, de compensar el largo silencio de la política de droga en México respecto a su impacto en el medio ambiente.
La necesidad de integrar mecanismos que mermen el impacto ambiental del cannabis en la política de regulación no sólo es evidente, sino que un debate en derredor sería redundante. Esta necesidad concierne a todos los sectores económicos. Sin embargo, es importante, además, concebir el cultivo legal de marihuana como una oportunidad excepcional para promover, en paralelo, el desarrollo social y la transición del sector agropecuario hacia la sostenibilidad. Particularmente porque, bien implementada, esta transición conlleva numerosos beneficios para el bienestar de la población y puede combatir, al mismo tiempo, la brecha de cohesión social producto de la guerra contra la delincuencia organizada.
La protección del medio ambiente debería, en principio, redundar en el interés a largo plazo de una comunidad y, en teoría, podría utilizarse como catalizador para fomentar la estabilidad social. De hecho, evaluados desde un enfoque en la prevención de la violencia, los programas para la gestión sostenible de recursos naturales y la adaptación al cambio climático han logrado abordar con éxito los factores de tensión económica, política y social que conducen a la fragilidad e inestabilidad, así como de apoyar a las comunidades en la lucha contra las causas subyacentes de la violencia.
Imaginemos que, en la producción legal de marihuana, en toda la cadena productiva prevalece la participación económica de las comunidades marginales y aquellas afectadas por la violencia. Supongamos que el marco de regulación se diseña con especial énfasis en su bienestar y evita limitarse a la promesa de “atención prioritaria”, como lo indica la ley federal aprobada. Imaginemos, también, que la expedición de licencias de cultivo a comunidades conlleva la asesoría para incorporar principios de agricultura regenerativa, permitiendo así preservar la biodiversidad, enriquecer los suelos, mejorar la disponibilidad y calidad de agua, potenciar los servicios ecosistémicos y capturar carbono en el suelo y biomasa, contribuyendo a revertir el cambio climático.
¿Podría este sistema fomentar la construcción de paz en México?
Son varios los medios teóricos con los que una producción de cannabis sostenible y socialmente justa podría vincularse a la consolidación de paz; iniciando por el desarrollo participativo de estrategias para que la actividad apoye los medios de vida y el crecimiento económico de poblaciones afectadas por la violencia. La correcta gestión de ingresos por recursos naturales de alto valor, como el cannabis, puede asegurar las necesidades básicas de la población, contribuir al desarrollo de capacidades para el empleo y financiar la provisión de servicios públicos o proyectos de infraestructura.
El acompañamiento comunitario, por parte de las autoridades en todos los niveles de gobierno, puede fortalecer la capacidad institucional tanto para la gestión de los recursos naturales, como la prevención de la violencia. El cultivo sostenible y justo de cannabis requiere establecer reglas, normas y prácticas que permitan promover la gestión colaborativa de recursos naturales, fortalecer el reconocimiento y la participación de los grupos sociales marginados, establecer o reforzar los canales de comunicación y resolución de conflictos, y suscitar la integración entre el Estado y la sociedad.
Será necesaria también la generación de confianza y cooperación entre grupos conflictivos. La experiencia de otros países, como Colombia, evidencia que la gestión sostenible de la tierra, bajo contextos de conflicto, conlleva la oportunidad de proveer alternativas a individuos participantes en la dinámica de violencia. Por ejemplo, a través de su integración en distintos puntos de la cadena productiva de cannabis. La interdependencia económica entre múltiples actores en conflicto puede fomentar una cultura de paz y confianza.
Por último, la participación comunitaria en los sistemas agrícolas regenerativos que promuevan principios de justicia social implica la integración de múltiples formas de conocimiento y capacidades; en consecuencia, se fomentarán así la educación y la conciencia ambiental y social. La incorporación de conocimientos indígenas y de otros grupos en la gestión de recursos naturales, por ejemplo, se reconoce como una herramienta para promover la inclusión social y la equidad, mejorar la sostenibilidad y fomentar capacidades de todos los actores involucrados.
La evidencia es clara: el fomento de la agricultura sostenible aunada a estrategias de desarrollo integral puede contribuir a la estabilidad social en zonas donde predomina un alto índice de violencia. Este potencial viene además en muy diversas formas y es ajustable a cada contexto local. Los ejemplos abundan en la literatura e incluyen, entre muchos más, prácticas agroecológicas organizadas colectivamente en Zimbabue, intervenciones para el fortalecimiento de la resiliencia ante el cambio climático en zonas rurales de Guatemala, el uso sostenible de la tierra mediante el equilibrio de valores económicos, sociales y ambientales en Colombia y la generación de capacidades para la resolución de conflictos a través de la gestión ambiental en Chipre.
La construcción de paz por medio de la conservación ambiental gira principalmente en torno al empoderamiento comunitario para identificar soluciones eficaces y apropiadas para cada contexto. No hay que ignorar, por tanto, que las intervenciones mal diseñadas para la gestión sostenible de recursos naturales pueden exacerbar la desigualdad social, disminuir el bienestar de algunos grupos y, en ocasiones, contribuir al auge de violencia. Para los objetivos aquí planteados, esto implica la necesidad de intervenciones sensibles a la dinámica de violencia en cada localidad, las cuales deberán tomar en cuenta la percepción de las personas sobre sus necesidades de desarrollo, así como su visión autoarticulada del concepto “sostenibilidad” y estrategias para la construcción de paz.La regulación efectiva del cannabis puede minimizar el impacto ambiental del cultivo, de por sí trascendental, y experimentar además con un nuevo modelo de desarrollo integral; uno alineado a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas y a la muy ansiada cultura de paz en México. Para eso, sin embargo, debemos estimar el medio ambiente como un pilar prioritario de la política. EP
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