El mar Negro

Presentamos un adelanto del libro El mar negro. Del siglo de Pericles a la actualidad, de Neal Ascherson, periodista y escritor escocés, autor de varios estudios históricos. Por esta obra mereció el Saltire Award en 1995 y el Los Angeles Times Book Prize for History en 1996. Agradecemos a Editorial Planeta el habernos proporcionado este material. La traducción es de María Luz García de la Hoz.

Texto de 24/08/16

Presentamos un adelanto del libro El mar negro. Del siglo de Pericles a la actualidad, de Neal Ascherson, periodista y escritor escocés, autor de varios estudios históricos. Por esta obra mereció el Saltire Award en 1995 y el Los Angeles Times Book Prize for History en 1996. Agradecemos a Editorial Planeta el habernos proporcionado este material. La traducción es de María Luz García de la Hoz.

Tiempo de lectura: 12 minutos

La muerte de las formas contemporáneas del orden

social debiera exaltar en vez de turbar el alma. Pero

lo que aflige es que el mundo que desaparece no

deja heredero, sino una viuda embarazada. Lloverá

mucho entre la muerte de uno y el nacimiento

del otro, habrá una larga noche de caos y desolación.

Alejandro Herzen, Desde la otra orilla

Mi padre la vio comenzar en el mar Negro. Y setenta años más tarde, en el mar Negro, yo vi el comienzo de su fin.

La victoria definitiva de la revolución rusa sobre sus enemigos se produjo en Novorossisk en marzo de 1920, cuando los barcos de guerra británicos zarparon con el derrotado ejército blanco del general Denikin. Mi padre era entonces guardiamarina, un muchacho de dieciocho años que en aquellos instantes y durante el resto de su vida comprendió el significado de lo que vio.

La revolución siguió su curso, tal como lo habían seguido las revoluciones inglesa y francesa en sus respectivos siglos, y en el verano de 1991 ya no era más que un fantasma viejo y frágil. Muchos dicen que la revolución ya estaba muerta desde hacía tiempo, que pereció cuando Lenin sustituyó el poder directo de los trabajadores por el Partido Bolchevique, o cuando Stalin fomentó el despegue económico mediante el terror en 1928. Pero yo pienso que mientras Mijaíl Gorbachev estaba aún en el Kremlin y soñaba con un leninismo limpio y moderno capaz de transformar la Unión Soviética en una democracia socialista, las últimas brasas seguían calientes entre las cenizas. En el verano de 1991, de manera súbita y definitiva, las brasas se apagaron y el fuego se extinguió. El círculo de la revolución rusa —no como proyecto, sino como fenómeno, como figura trazada en el papel del tiempo— se había cerrado.

Este final me lo anunció una luz que brilló entre las tinieblas de la península de Crimea, una luz cuyo significado tardé días y meses en comprender. Vi la luz durante unos segundos tan solo, por la ventanilla de un autocar que volvía por la carretera costera de Sebastopol a Yalta, después de una larga jornada entre las ruinas griegas de Quersoneso. Yo era el único pasajero que aún estaba despierto. A mi alrededor dormían eruditos italianos, franceses, catalanes y estadounidenses, que oscilaron ligeramente en los respectivos asientos cuando el vehículo comenzó a subir hacia el túnel que atraviesa la cordillera que se vuelca sobre el cabo Sarich. La luna se había puesto. El mar Negro era invisible, pero la pared blanca de las montañas brillaba todavía por encima de nosotros, a la izquierda. Por debajo estaba el pequeño complejo turístico de Foros, donde veraneaban Mijaíl Gorbachev y su familia, en una villa reservada en exclusiva para el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.

En el desvío hacia Foros había un enjambre de luces. En el cruce esperaba una ambulancia con los faros encendidos y la luz giratoria del techo lanzando destellos azules. Pero no había ningún accidente a la vista, ningún vehículo siniestrado, ninguna víctima. En los segundos que tardamos en pasar vi hombres de pie, en actitud de espera. Cuando volvimos a sumergirnos en las tinieblas, me pregunté qué ocurriría. Era la noche del 18 de agosto de 1991.

Lo que había visto era el farol de los conspiradores, la lumbre transportada en la noche por hombres que en teoría querían revitalizar la revolución y salvar a la Unión Soviética. En cambio, lo que produjeron con aquel fuego fue un incendio que destruyó todo lo que respetaban. Cinco meses más tarde, el Partido Comunista de la Unión Soviética —el “Partido de Lenin”— se había abolido, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se había venido abajo y el imperio continental de los zares que yacía bajo la Unión Soviética se había reducido a una Rusia que solo contaba ya con unos cuantos postigos —unos cuantos kilómetros de costa— que daban al Báltico y al mar Negro. Al principio, durante los días que siguieron al secuestro de Gorbachev en Foros, dio la sensación de que la llama de la conjura ardía con fuerza y convicción, y el país, aterrorizado, guardaba silencio. Pero entonces empezaron a salir hombres y mujeres a las calles de Moscú y Leningrado para enfrentarse a los tanques con las manos vacías. Soplaron y la llama se volvió contra los conspiradores, hasta que no solo consumió a los conjurados sino también a los fosilizados palacios, las cárceles y las fortalezas de la revolución, que se alzaban detrás de ellos.

En Yalta, a la mañana siguiente, el personal del hotel, el conductor del autobús y el intérprete ucraniano desviaban la mirada. El televisor del salón, que había funcionado la víspera, estaba estropeado.

Desconcertados, subimos al autobús para dirigirnos a Bakhchiserai, la antigua capital de los tártaros de Crimea, y cuando habíamos recorrido ya unos kilómetros el guía nos lo contó. El señor Gorbachev se había puesto enfermo de repente. Para desempeñar sus funciones se había nombrado un Comité de Salvación Nacional compuesto por Gennadi Yanayev, el vicepresidente, Vladímir Kryuchkov, director de la kgb, y el general Dimitri Yazov, ministro de Defensa. Se había hecho una proclama en la que se señalaban ciertos errores y distorsiones cometidos en la aplicación de la perestroika. Creían que se había decretado el estado de excepción, por lo menos en la república rusa, ya que no en Ucrania (a la que pertenecía Crimea).

Recordé entonces la ambulancia que vigilaba el cruce próximo a Foros y a los hombres que estaban allí. ¿Una enfermedad? Nadie se lo creía. Pero todos los que íbamos en el autobús y todos con los que nos íbamos a encontrar creíamos en la fuerza de lo sucedido y, al margen del carácter de nuestros sentimientos personales, respetábamos esa fuerza. El intervalo de libertad, ese fracaso experimentado de apertura y democracia que se llamó glasnost, se había acabado. Nadie en toda Crimea, ni los funcionarios de Simferopol, que es la capital de la provincia, ni las multitudes que partían de madrugada para bañarse en las platas de Yalta, creía que el golpe pudiera fracasar o encontrar resistencia. Los periódicos de Crimea publicaron solo las divagadoras proclamas del comité, sin ningún comentario. La radio del autobús también se había estropeado.

Me retrepé en el asiento y me puse a pensar. ¿Estarían cerrados los aeropuertos? Éramos delegados del Congreso Internacional de Bizantinología que acababa de celebrarse en Moscú y estábamos a punto de terminar una gira poscongresual por lugares históricos de Crimea. El grupo más numeroso del autobús lo componían historiadores, archiveros y periodistas de Génova. Se habían llevado a la familia para contemplar los restos del imperio medieval que su ciudad había fundado en las costas septentrionales del mar Negro. Y si al principio estaban animados, luego se pusieron eufóricos. Vivir acontecimientos auténticamente bárbaros al borde del mundo conocido parecía otra forma de seguir los pasos de sus antepasados.

El autobús pasó por el pequeño centro histórico de Alushta, que estaba en la playa, y dobló hacia el interior, hacia el puerto de montaña que conducía a Simferopol. Me esforzaba por imaginar el pánico que habría en el mundo exterior, las comidas canceladas y los cónclaves de urgencia de la otan en Bruselas, las solemnes multitudes que estarían concentrándose en las capitales bálticas para recibir con palos y canciones el regreso de los tanques soviéticos. Puede que también hubiera manifestaciones en algunas ciudades rusas; algún joven entusiasta trataría de quemarse vivo en la Plaza Roja. Pero el golpe —como acto de fuerza— me parecía irreversible. Había visto algo parecido diez años antes, en 1981, cuando se declaró la ley marcial en la Polonia comunista. Aquella operación no había tenido vuelta de hoja. Y pensaba que esta tampoco la tendría.

En aquel momento del verano de 1991, la Unión Soviética todavía abarcaba el norte de Eurasia, desde el Pacífico hasta el Báltico. El mundo exterior seguía creyendo casi ciegamente en el empuje reformista de Mijaíl Gorbachev, y unos cuantos extranjeros pensaban ya, o querían pensar, que el ambicioso programa de reformas estructurales de la perestroika de Gorbachev no había servido para nada. No sabían que los partidarios personales que tenía entre la oligarquía que gobernaba la Unión Soviética habían desaparecido de la escena del curso del año anterior, ni que el Partido Comunista —el único instrumento ejecutivo que resultaba eficaz en el país— se negaba ya a seguir adelante con los cambios políticos que estaban desmantelando su monopolio de poder, ni que los jefes del ejército y la policía amenazaban a desobedecer las órdenes del partido y a actuar por cuenta propia, ni que el pueblo ruso había dejado de respetar, incluso de querer, a Gorbachev.

Como la semana anterior me la había pasado hablando con amigos rusos y con corresponsales extranjeros en Moscú, empecé a darme cuenta de la seriedad del fracaso de Gorbachev. La fase del comunismo reformado y liberalizador había concluido. Y la ilusión de que el Kremlin, por simple decreto de ley, pudiera materializar la democracia pluralista y la economía de mercado se había pulverizado igualmente. Pero al mismo tiempo comprendí que aquel golpe de Estado moscovita no iba a solucionar nada. Es verdad que el camino hacia delante estaba bloqueado. Pero el camino hacia atrás que ofrecían Gennadi Yanayev y sus colegas de conspiración —una vuelta a la tiranía política y a la reconquista imperial— tampoco conducía a ninguna parte. A largo plazo, los conspiradores se habían limitado a poner más vertical la pendiente por la que el Estado soviético se precipitaba en el caos y la decadencia. Pero yo estaba convencido de que a corto plazo habían triunfado y de que la masa los seguiría.

En el palacio de los kanes tártaros de Bakhchiserai —odiado y eclipsado— vi que me miraba una mujer rusa a cargo de un grupo de estudiantes. Sus ojos eran negros y su mirada fue intensa; detuvo a las muchachas dándoles tirones en las rubias trenzas, como si fueran la alarma de un tren; y se me acercó. “Esta mañana”, dijo, “he pensado en dos cosas. Primero en mi hijo, que está en Alemania; y no volveré a verlo. Luego pensé que no hay vodka en las tiendas, o sea que no hay forma de olvidar lo que está pasando. ¿Es usted británico? ¿Por qué no nos hace un favor y exporta nuestro abultado excedente de fascistas?”.

Junto a nosotros, una fuente con un ojo de mármol derramaba lágrimas de agua fresca, lamentándose por una esclava que murió sin poder amar al kan tártaro. Alejandro Pushkin, conmovido por la leyenda, puso una rosa en la pila de la fuente, y todavía hoy ponen en ella rosas frescas para los turistas. Todos los rusos que nos rodeaban desviaban la mirada con turbación. No entendían lo que decíamos, pero identificaban nuestro tono de voz: y era peligroso. Las vacaciones habían terminado aquella mañana a causa de las noticias de la radio y habían vuelto el periodo de cautela. Solo las estudiantes nos miraban directamente, con sus redondos ojos azules, la cabeza ladeada, indiferentes como los pájaros.

Crimea es un gran diamante pardo. Está conectada con el continente por unas cuantas lenguas de tierra, por una calzada de tierra natural en Perekop (al oeste) y por caminos acuáticos que cruzan las lagunas saladas de Sivash (al norte y al este). Crimea tiene para la historia tres zonas: mente, cuerpo y espíritu.

La zona de la mente es la costa, la cadena de poblaciones coloniales y puertos que jalonean el litoral del mar Negro. Durante casi tres mil años, interrumpidos por conflagraciones y oscuridad, los habitantes de estos lugares han llevado cuentas, leído y escrito libros, aplicado medidas urbanísticas con ayuda de la geometría, discutido asuntos literarios y políticos de alguna lejana metrópoli, se han encarcelado unos a otros, se han repartido terrenos para construir templos religiosos incompatibles, han adelantado el pago de la remesa de esclavos de la temporada siguiente…

Los griegos de Jonia llegaron a esta costa en algún momento del siglo viii a. C. y, al pie de sus cabos escarpados y cubiertos de bosque, fundaron puestos comerciales —muy parecidos a las “factorías” europeas de la costa guineana de dos mil años después— que se transformaron en ciudades amuralladas y luego en ciudades marítimas. Los imperios romano y bizantino heredaron estas colonias. Más tarde, en la Edad Media, los venecianos y los genoveses, autorizados por los últimos emperadores bizantinos, revitalizaron la zona de la mente, extendieron el comercio por el mar Negro y fundaron ciudades propias.

A comienzos del siglo xiii, Chingiz (“Gengis”) Kan unificó los pueblos mongoles del Asia mesooriental y los lanzó a la conquista del mundo que los rodeaba. Cayó China y la caballería mongola se dirigió al oeste y en el curso de unos años de conquista no solo de las ciudades de Asía central, sino también de las tierras que hoy son Afganistán, Cachemira e Irán. Pero solo en 1240-1241, diez años después de la muerte de Chingiz, un ejército mongol capitaneado por Batu consiguió llegar a Rusia y a Europa oriental (donde se les llamó “tártaros”, confundiéndolos con la tribu que había sido antaño poderosa en Asia central y a la que el mismo Chingiz había exterminado). La caballería de Batu acabó retirándose de Europa sin haber hecho ningún esfuerzo serio por perpetuar la conquista, y se instaló en el Volga. Tras la muerte de Batu, acaecida en 1255, la “Horda de Oro”, nombre por el que acabó conociéndose esa parte occidental del imperio tártaro-mongol, se quedó allí tres siglos. Desde la capital del Volga, la Horda dominaba al mismo tiempo la estepa septentrional del mar Negro y la península de Crimea.

Hubo periodos en que la Horda incendió y saqueó ciudades de la costa crimeana. Pero la presencia mongola también llevó prosperidad a lugares. Una sola autoridad gobernaba entonces la llanura euroasiática, desde la frontera china hasta lo que actualmente es Hungría. Con las estepas tranquilas, pudo florecer el comercio a gran escala. Se crearon rutas comerciales —las Rutas de la Seda— que llegaban de China al mar Negro por tierra y de ahí por mar al Mediterráneo. Una ruta discurría hacia el oeste por el Volga inferior y terminaba en la colonia veneciana de Tana, en el mar de Azov. Más tarde, en el siglo xv, se creó otra ruta de la seda que conectaba las provincias persas del imperio mongol con Trebisonda, en el mar Negro.

Todo este tráfico intercontinental terminó bruscamente en 1453, cuando los turcos tomaron Constantinopla y destruyeron los restos del imperio bizantino en el litoral del mar Negro, que quedó cerrado a los viajeros occidentales. Casi todas las ciudades de la costa se abandonaron y sus ruinas acabaron cubiertas por tierra roja y seca y las malas hierbas de estepa crimeana. La costa de Crimea empezó a renacer cuando el imperio ruso llegó al mar Negro, ya en el siglo xviii, y el renacimiento adoptó una variedad de formas urbanas de nuevo cuño. Quersoneso se reconstruyó como base naval de Sebastopol, Yalta como lugar de veraneo, Kaffa como puerto de Feodosia.

La zona del cuerpo es la estepa que se extiende al otro lado de las montañas costeras. Es una especie de penillanura con lomas verdigrises, trapezoidal y erosionada. Su pellejo es un manto seco bordado con hierbas de olor penetrante y, cuando se corta el pellejo, la tierra brota y se va con el viento oriental.

El viento que azota la costa suele llegar del mar Negro, aunque a veces bajan súbitos vendavales de las montañas. Pero en el interior, al otro lado de las montañas, el viento llega siempre de Asia, a través de los cinco kilómetros de tierra de antaño llana y verde que separa Europa de los pastos de montaña del Asia central donde los pueblos nómadas comenzaban la migración. Los griegos arcaicos cruzaron todo un desierto de agua para alcanzar Crimea y en ir del Bósforo al sur de Rusia tardaron seguramente un mes o más. Pero los nómadas que llegaban a estas costas cruzaban un océano de hierba, avanzaban muy despacio con los carromatos, el ganado y los caballos y tardaban meses y años en alcanzar los montes de Crimea y el mar.

Los escitas estaban ya en la estepa de Crimea o en las llanuras interiores cuando llegaron los primeros griegos, en el siglo viii. Durante la época que le siguió, de colonización griega, el empuje de la migración de Asia central hacia occidente fue débil, y pasaron otros quinientos años hasta que los escitas reanudaron el viaje a occidente y en su lugar se aposentaron los sármatas. Luego, durante los primeros siglos de la era cristiana, la presión migratoria de los pueblos nómadas se condensó. Tras los sármatas llegaron los godos del norte, y luego mortíferos hunos, y más tarde los jázaros, que formaron a la orilla del mar Negro en el siglo viii d. C. un imperio estepario de corta estabilidad. Entre los siglos xi y xiii la estepa estuvo en poder de nómadas que hablaban turco (y que se llamaban de múltiples maneras: kipchak, cumanos, polovtsy…) y que fueron derrotados o empujados hacia el oeste por los tártaros-mongoles de la Horda de Oro.

La capital de la Horda de Oro estaba muy lejos del mar Negro, en Saray, en el Volga central. La Horda fue siempre una sociedad sin ataduras y no tardó en fragmentarse, y en el siglo xv una rama meridional de la Horda fundó un reino independiente en las llanuras de Crimea, se dedicó a la agricultura y a la ganadería intensivas y abandonó poco a poco la antigua vida de pastoreo. Era el kanato tártaro de Crimea, la “Tartaria de Crimea”. Tras unos siglos de calma relativa, el imperio otomano, que ya se había apoderado de Constantinopla, llegó a la costa septentrional del mar Negro y a la península de la misma. Para los tártaros crimeanos, que habían abrazado el islam en el siglo xiv, el dominio turco representó más un cambio de lealtad que un desplazamiento, el kanato sobrevivió hasta que Catalina la Grande lo incorporó al imperio ruso en 1783.

Para que la mente y el cuerpo de Crimea crearan riqueza juntos hacían falta dos cosas: mercaderes en la costa con acceso seguro a los mercados del Mediterráneo y de más allá, y una situación política estable en la estepa. A veces había agitación en las grandes llanuras; las rutas comerciales se cerraban, cultivar trigo fuera de las murallas se volvía peligroso, y de vez en cuando se saqueaban e incendiaban ciudades coloniales. Pero hubo paz durante largos periodos, sobre todo durante la época de los escitas. Los colonos griegos y los caudillos escitas de la costa cultivaban trigo para explotarlo. De los bosques del norte llegaban pieles, cera, miel y esclavos con destino a los mercados griegos de la costa, y salvo en periodos excepcionales los escitas permitieron que estas caravanas viajasen libremente por sus tierras despejadas. Con los beneficios del grano y los esclavos, que alimentaron y proporcionaron mano de obra a los mundos helénicos y romanos, los mercaderes griegos y los príncipes escitas del interior se hicieron riquísimos.

Los escitas, y luego los sármatas y los godos, empleaban esta riqueza de manera ostentosa. Se ponían gemas y objetos de oro, que les hacían por encargo personal los artesanos griegos de las ciudades coloniales y sus aprendices autóctonos. Y se llevaban sus tesoros a la tumba, para que quedaran sepultados bajo altos túmulos, entre los caballos, los siervos y las mujeres sacrificados.

Si viajamos por la estepa de Crimea en dirección este, llegamos al último monte del trapezoide y el sueño se hunde bajo nuestros pies. Estamos en lo alto de esta última montaña, con la cara azotada por un viento furioso e incesante, y miramos más allá del mar de Azov, hacia la infinita llanura parda que comienza allí, cruza un continente, deja atrás la punta septentrional del mar Caspio y llega hasta el lago Baikal. No hay horizonte. Solo una larga franja de sombra, que es la noche que se aproxima.

En este monte están los cimientos de una torre de piedra. Cuando los tártaro-mongoles de la Horda de Oro llegaron a caballo por las marismas del mar de Azov y penetraron en la península de Crimea, vieron esta torre y la llamaron kerim, fortaleza. Levantaron el primer campamento al pie de la torre, en Eski Kerim o Krim —“fortaleza vieja”—, palabra que probablemente fue la que dio origen a Crimea. Los tártaros se trasladaron de Eski Krim a Bakhchiserai, y construyeron el palacio del kanato independiente en un valle feraz donde se oía el rumor de las olas y el canto de los ruiseñores.  ~

* Fragmento del libro El mar Negro. Del siglo de Pericles a la actualidad, de Neal Ascherson (Colección Tiempo de Memoria 2016), publicado con autorización de Tusquets Editores México.

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