El futuro ecológico después de la pandemia

En medio de los cambios que muchos podemos apreciar en la naturaleza provocados por el confinamiento humano, Pedro Zapata nos presenta tres casos de transformaciones profundas que enfrentamos en esta situación sin precedentes: nuestra relación con la incertidumbre, el tráfico de especies silvestres y el desaforado consumo de combustibles fósiles; transformaciones que nos plantean resignificar el futuro de nuestra relación con el planeta que habitamos no sólo en lo inmediato, sino en los siguientes 10, 20 o 50 años.

Texto de 16/06/20

En medio de los cambios que muchos podemos apreciar en la naturaleza provocados por el confinamiento humano, Pedro Zapata nos presenta tres casos de transformaciones profundas que enfrentamos en esta situación sin precedentes: nuestra relación con la incertidumbre, el tráfico de especies silvestres y el desaforado consumo de combustibles fósiles; transformaciones que nos plantean resignificar el futuro de nuestra relación con el planeta que habitamos no sólo en lo inmediato, sino en los siguientes 10, 20 o 50 años.

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Un puma recorre las calles silenciosas de Santiago de Chile. En Las Vegas, una familia de gansos aprovecha las calles solitarias para pasear. En Lopburi, Tailandia, pandillas rivales de monos se enfrentan a pedradas en las plazas vacías de gente. Son tiempos extraños. Extraños y silenciosos. Tan silenciosos, de hecho, que en todo el mundo sismólogos con equipo especializado para detectar sonidos y movimientos —desde un camión que pasa por la calle hasta un terremoto— reportan un declive notable en los movimientos de la corteza terrestre1. El mundo está quieto, es fuerte la tentación de verlo así, sin gente y sin el ruido de las máquinas; sentir nostalgia de lo que podría ser. El cielo azul, el agua clara, las calles sin tráfico. Pero esa nostalgia no es productiva. El aire fresco no es consecuencia de nuestro cambio de hábitos, ni de políticas públicas atinadas; es consecuencia de ponerle una pausa obligada al mundo durante unos meses, con un costo demasiado alto: cientos de miles de muertos, millones de desempleados y una crisis económica verdaderamente global, sin precedentes en la historia moderna.

No se debe negar que hay beneficios tangibles, medibles, del freno violento que la pandemia ha significado para la economía global. Marshall Burke, de la Universidad de Stanford,2 estima que la reducción de la contaminación por partículas suspendidas menores a 2.5M (PM2.5) que durante dos meses vivió China a principios de 2020 puede haber evitado la muerte prematura de 77 mil personas, incluyendo 4 milmenores a 5 años. Tendremos que esperar para ver si estos números se confirman, pero parece sólida la aseveración de que la mejor calidad del aire va a beneficiar a algunos, sobre todo en las ciudades más contaminadas del mundo. Pero no. La pandemia de COVID-19 no es la madre Tierra reclamando lo que es suyo. Las pandemias llevan ocurriendo desde la plaga de Justiniano en el año 541 y no dejarán de hacerlo. Voy más lejos: no es culpa de nadie que esto esté ocurriendo. Si queremos insistir mucho en asignar culpas, el tiempo nos permitirá ver qué estrategia de qué gobierno resultó ser la más efectiva. Por ahora, estoy perfectamente dispuesto a aceptar que todos están haciendo lo mejor que pueden, con la poca, poquísima información disponible.

“Los resultados de nuestro
descuido nunca habían
tenido una consecuencia
tan cercana y dolorosa
para tanta gente al mismo
tiempo. Es probable que
ahora empecemos a tomar
en serio el tráfico ilegal
de especies silvestres.”

Lo que es imperativo es aprender de esto. Estudiarlo, registrar lo que funcionó y lo que no; aspirar a salir de esta crisis con una sociedad más justa, más equilibrada, más sana que la actual. Por ello vale preguntar: ¿Qué significará esto para el futuro de la humanidad, en términos de nuestra relación con el planeta que habitamos? ¿Cómo forjará el COVID-19 nuestro futuro, no en lo inmediato, sino en los siguientes 10, 20 o 50 años? Antes de especular, hay que aclarar un par de cosas. Por un lado, es importante dejar claro que la respuesta a esta pregunta depende inmensamente de cuál de los escenarios proyectados por los epidemiólogos —todos gravísimos, pero no todos catastróficos— se volverá realidad. También es importante aclarar que aquí hablo desde el campo que conozco, el del medio ambiente. Parece obvio que vendrán cambios sociales radicales en campos como la salud pública, la investigación, las prácticas laborales corporativas y muchos más de los que no conozco lo suficiente como para opinar. Con esto claro, aquí presento tres casos de transformaciones profundas que podríamos ver en los años que vienen. 

Nuestra relación con el riesgo y la incertidumbre 

Mucho se ha escrito sobre lo notoriamente malos que somos, como especie, para entender el riesgo, medirlo y actuar en consecuencia. Un ejemplo: millones de personas —incluyendo a quien escribe— sufrimos de miedo al volar en avión. Es un miedo del todo disociado de la realidad estadística, de los datos. Es un miedo que nace de la víscera. En otras palabras, que no tiene sus raíces en el riesgo real —minúsculo— de sufrir daño en un avión. Al mismo tiempo, millones de personas —también, vergonzosamente, incluyendo al que escribe, aunque no hace muchos años— fuman. Ahí sí se conocen los riesgos; están documentados y a menudo tienen caras de familiares y amigos. Sin embargo, conocer esos riesgos no parece ser suficiente para detenernos; seguimos fumando y, lo que es peor, el grupo de los fumadores crece todos los días. Fumar no es una excepción. En todo el mundo, personas informadas y por demás sensatas manejan después de haber tomado bebidas alcohólicas, juegan la lotería, hacen apuestas en eventos deportivos, etcétera. En otras palabras, de manera cotidiana toman decisiones que a simple vista tienen un riesgo altísimo y beneficios escasos. 

Este es un fenómeno especialmente frustrante para quienes nos dedicamos a la protección del medio ambiente, particularmente al momento de intentar persuadir a los tomadores de decisiones sobre la importancia de tomar acciones que combatan al cambio climático. Después de todo, combatir el cambio climático impone costos concretos hoy, a cambio de beneficios, inmensamente mayores, pero que vendrán en el futuro y que serán mucho más difusos. ¿Invertir $5 millones de dólares en la protección de cinco hectáreas en la Amazonia evitará cinco huracanes? ¿Es la sequía en un país directamente atribuible al cambio climático? Es imposible saber la respuesta exacta a preguntas como estas y, frente a esa imposibilidad, nos vemos obligados a hablar en términos difusos de escenarios, niveles de riesgo e intervalos de incertidumbre. Cualquiera que haya intentado leer un informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático sabe a qué me refiero. Este es el lenguaje de la ciencia, que rara vez ofrece certezas y está mucho más cómoda ofreciendo probabilidades. Cuando la crisis climática se enmarca en términos poéticos, con imágenes de osos polares abrazados al último trozo de hielo del ártico, es fácil ser empáticos. Pero cuando se trata de hacer sacrificios reales en nuestras propias vidas hoy —como pagar un impuesto al carbón, por ejemplo—, a cambio de beneficios probables en un futuro no determinado, la cosa se pone más difícil. 

Esto puede haber cambiado ya, o empezado a cambiar. Este encierro global, la crisis económica y la pérdida de cientos de millones de empleos en todo el mundo son todas consecuencias de decisiones humanas. No la pandemia, obviamente, sino nuestra respuesta a ella. Y, sin embargo, son decisiones que hemos tenido que tomar sin el lujo de la certeza. Me imagino a las y los líderes de estado confrontando a sus ministros de salud y preguntando: ¿por cuánto tiempo tengo que imponer estas medidas?, ¿cuánta gente va a morir?, ¿cuándo es la fecha óptima para imponer restricciones?, ¿cuál para retirarlas? Y me imagino, del otro lado, cientos o miles de profesionales de la salud y la epidemiología todos con la misma respuesta: “No sé, pero lo más probable es X”. 

Pero las decisiones se tomaron. La economía del mundo se frenó. La gente —quienes pudimos— se metió a sus casas sin una fecha definida para salir. El mundo parece haber estado listo para tomar decisiones dolorosas, aun en medio de un grado alto de incertidumbre. Quiero pensar que esto es la señal de una sociedad mejor preparada para lidiar con lo complejo y para actuar, aun en la ausencia de respuestas contundentes. Quiero pensarlo porque estamos sobre el tiempo crítico para tomar en serio el cambio climático y para tomar medidas decisivas al respecto. Estas medidas no estarán libres de costos políticos, económicos y sociales, en algunos casos altos. Bueno, altos comparados con nuestra situación actual, pero minúsculos comparados con lo que tendremos que enfrentar si se cumplen las peores predicciones de una crisis climática.

“No hay que comprar un
colmillo de elefante
para ser cómplice;
basta con comprar una
orquídea silvestre
en el mercado de
Cuemanco.”

Cerrar puertas al tráfico de animales silvestres 

Es bien conocido el apetito que existe en Asia —especialmente en China— por los productos derivados de especies “exóticas” que a menudo son también especies silvestres: colmillos de elefante, vesículas de oso, polvo de caballito de mar, cuerno de rinoceronte, vejiga de totoaba, aleta de tiburón, piel de tigre y un largo, sangriento etcétera. Esta práctica no se reduce a ese continente. En muchos países africanos existe la práctica de cazar animales silvestres para consumirlos como alimentos, sobre todo en comunidades rurales que viven en los márgenes de selvas y bosques. En ese caso, la motivación no es necesariamente la creencia de que los productos tengan propiedades esotéricas o afrodisiacas, sino el hambre. Cuando hablamos del tráfico ilegal de especies amenazadas o protegidas la imaginación evoca la figura de un tigre o de un rinoceronte, pero el problema es mucho más profundo y ubicuo. Existen redes ilícitas de recolección y tráfico de plantas silvestres como orquídeas y cactáceas. No hay que comprar un colmillo de elefante para ser cómplice; basta con comprar una orquídea silvestre en el mercado de Cuemanco. 

Esta práctica puede tener consecuencias terribles, de las que estamos viviendo sólo una. Los animales silvestres tienen muchos parásitos, bacterias y virus para los que han desarrollado defensas, pero que pueden saltar a los seres humanos. Las enfermedades transmitidas por estos organismos se denominan zoonóticas y los coronavirus —como el causante de la pandemia actual, el MERS o el SARS— son sólo un ejemplo; otros ejemplos son la salmonelosis, la enfermedad de Lyme y la rabia. Académicos de la Universidad de California en Davis recientemente publicaron un estudio3 cuya conclusión es que las especies de mamíferos silvestres que tienen más interacción con los humanos —como los animales domésticos, los primates y los murciélagos— son los que más posibilidades tienen de transmitir enfermedades a los seres humanos; posibilidades que se incrementan con actividades como la deforestación y la cacería. Reducir nuestro contacto cotidiano con estas especies, dejarlas vivir con paz y salud, seguramente reduciría la incidencia de estas enfermedades. Pero las enfermedades zoonóticas no son la única razón para preocuparse por el contacto con animales silvestres. En muchos casos, el comercio de estos animales es llevado a cabo por una red global de crimen organizado que mata, extorsiona, destruye hábitats y comercia con animales que deberían estar en su medio y no en nuestra dieta, ni adornando nuestra sala. El acto de su captura también es, con frecuencia, altamente dañino para el entorno y tiene costos altísimos aun en los individuos no capturados. Birdlife estima que hasta 75% de los individuos de guacamayas capturados en estado silvestre mueren de estrés antes de ser vendidos;4 otros animales muestran tasas similares. Lo cierto es que los resultados de nuestro descuido nunca habían tenido una consecuencia tan cercana y dolorosa para tanta gente al mismo tiempo. Por eso parece probable, o por lo menos posible, que este sea el momento para que empecemos a tomar en serio el tráfico ilegal de especies silvestres. Esto parece haber empezado con el anuncio de las autoridades chinas de su intención para redoblar los esfuerzos en contra del tráfico y consumo de especies silvestres.5 Si el gobierno chino respalda sus buenas intenciones con las acciones de las que claramente es capaz, esto podría ser el punto de inflexión. 

Una nota importante: la pesca, evidentemente, es la excepción a esta regla. El objeto entero de la pesca es la captura de animales silvestres para su consumo. Pero en ese caso, la inmensa mayor parte de la actividad se concentra en especies que conocemos y que han sido parte de la dieta humana por siglos. Aun así, es de máxima importancia priorizar las prácticas de sanidad e inocuidad en la pesca y mejorar sustancialmente el manejo pesquero, para asegurarnos de que sólo pescamos poblaciones que pueden sostener esa presión.

Hay quienes anticipan
que la crisis
económica desatada
a raíz de la pandemia
acelerará el proceso
de “desfosilización”
y que 2019 fue el año
pico de la demanda de
combustibles fósiles.

El principio del fin de los combustibles fósiles 

Se especula mucho también sobre el impacto de la desaceleración económica en el combate al cambio climático. Parece lógico esperar que una economía deprimida, con menos producción industrial y menos tráfico en las calles, en el corto plazo significará una reducción severa en la producción global de gases de efecto invernadero (GEI). ¿Pero cuánto durará? La historia nos diría que muy poco. Durante la crisis económica de 2008 y 2009 las emisiones de GEI dejaron de crecer y se redujeron más o menos 1.9%; pero al poco tiempo, en 2010, ya se habían elevado de vuelta a 5%.6 Jennifer Gordon, del Consejo Atlántico, ha descrito7 la situación actual como “insostenible en el largo plazo, y de hecho, hasta dañina para el futuro de la energía limpia y la acción climática”. Sin embargo, hay razones para pensar que esta vez puede ser diferente, y que ya nunca regresaremos a la “normalidad” en términos de combustibles fósiles. Hay quienes anticipan, incluso desde dentro de la industria de los combustibles fósiles, que la crisis económica desatada a raíz de la pandemia acelerará el proceso de “desfosilización” que ya estaba en marcha,8 y que con el tiempo quedará claro que 2019 fue el año pico de la demanda de combustibles fósiles. La declaración de bancarrota, a principios de abril, de Whiting Petroleum,9 una compañía independiente de petróleo y gas, podría ser la primera de muchas. 

Una de las evidencias que apuntan en esa dirección tiene que ver con la guerra de precios entre Rusia y Arabia Saudita a fines de marzo y principios de abril de 2020, y que recibió muy poca atención fuera de los medios especializados en energía, por coincidir con la crisis del COVID-19. Algunos analistas10 han especulado que esta coincidencia de guerra de precios petroleros y pandemia debe catalizar la transformación que necesitábamos —y que ya estaba ocurriendo— hacia una economía más diversificada, que dependa cada vez menos de los combustibles fósiles y de los caprichos autoritarios de regímenes como el ruso y el saudí. En una afortunada coincidencia, el Reino Unido e Italia —dos países que han vivido la pandemia de manera especialmente dolorosa— este año y el que viene serán sede de reuniones clave en la agenda de cambio climático. En el primer caso, la Conferencia de las Partes (cop) 26 del Acuerdo de Cambio Climático estaba agendada para noviembre de este año y ha sido pospuesta para 2021; en su fecha original hubiera celebrado el quinto aniversario del Acuerdo de París y un año de la decepcionante e itinerante cop 25, que tuvo lugar en España bajo el liderazgo de Chile, quien la rescató después de que Brasil renunciara a su papel de anfitrión. En el caso de Italia, en 2021 será sede de la reunión del G20. 

Los líderes que asistan a estas reuniones tendrán una tarea monumental. En sus manos estará la definición de políticas energéticas y de desarrollo que le darán forma al mundo de los siguientes 25 años. Como he comentado, los dos países líderes —Italia y el Reino Unido— están entre los que han sufrido heridas más grandes por la pandemia actual. Deberán ser acompañados en este encargo por Estados Unidos —con la memoria fresca de una elección que se antoja hoy más incierta que nunca— y por China, que con todo y sus mucho defectos, ha asumido en la pandemia el rol de líder global, para el que parece haberse estado preparando durante décadas. El mundo necesita el liderazgo hoy más que nunca. 

Lo que viene 

Nada de esto es una certeza, todo son especulaciones. El regreso a la normalidad puede, de hecho, ser normal. Podríamos salir de nuestras casas, quitarnos nuestros tapabocas, comer con amigos y regresar, en todo el mundo, a lo que conocemos. Podríamos retomar nuestras costumbres, llorar a nuestros muertos y, al cabo de un par de años, relegar este oscuro periodo a los libros de historia. Ojalá no sea así. Ojalá aprovechemos en todo el mundo esta negra oportunidad para construir una sociedad un poco más justa, un poco más limpia, un poco más solidaria y un poco más humana. EP 

1. Connie Lin, “Coronavirus lockdowns across the globe are actually causing the Earth to move less”, Fast Company, 2 de febrero de 2020, en fastcompany.com. 

2. Marshall Burke, “COVID-19 reduces economic activity, which reduces pollution, which saves lives”, G-FEED, 8 de marzo de 2020, en g-feed.com. 

3. Johnson CK, Hitchens PL, Pandit PS, Rushmore J, Evans TS, Young CCW, Doyle MM, “2020 Global shifts in mammalian population trends reveal key predictors of virus spillover risk”, Proc. R. Soc. B 287: 20192736. http:// dx.doi.org/10.1098/rspb.2019.2736. 

4. “The illegal parrot trade remains a problem in Latin America”, Bird Life International, en datazone.birdlife.org 

5. Lauren Frias, “China says it will ban the trade in wild animals, like bats, believed to be behind the Wuhan coronavirus, and tighten supervision on ‘wet markets’”, Business Insider, 3 de febrero de 2020, en businessinsider.com. 

6. Steve Connor, “Recession did not lower C02 emissions”, Independent, 5 de diciembre de 2011, en independent.co.uk. 

7. Jennifer T. Gordon, “The implications of the coronavirus crisis on the global energy sector and the environment”, Atlantic Council, 24 de marzo de 2020, en atlanticcouncil.org. 

8. Damian Carrington, Jillian Ambrose y Matthew Taylor, “Will the coronavirus kill the oil industry and help save the climate?”, The Guardian, 1º de abril de 2020, en theguardian.com. 9. Collin Eaton y Andrew Scurria, “Whiting Petroleum Becomes First Major Shale Bankruptcy as Oil Prices Drop”, The Wall Street Journal, 1º de abril de 2020, en wsj.com. 10. Wal van Lierop, “After COVID-19, The Oil Industry Will Not Return To ‘Normal’”, Forbes, 5 de abril de 2020, en forbes.com. 

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