El efecto Carrión en la escritura contemporánea

Quiero abordar esta breve aproximación al efecto de Ulises Carrión en la escritura contemporánea a partir de una serie de preguntas de futurismo retrospectivo o de historia conjetural: ¿Qué hubiera pasado si su radicalismo para dejar atrás la literatura no hubiera sido recibido en los años setenta con desdén y sorna por la gran mayoría […]

Texto de 24/11/16

Quiero abordar esta breve aproximación al efecto de Ulises Carrión en la escritura contemporánea a partir de una serie de preguntas de futurismo retrospectivo o de historia conjetural: ¿Qué hubiera pasado si su radicalismo para dejar atrás la literatura no hubiera sido recibido en los años setenta con desdén y sorna por la gran mayoría […]

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Quiero abordar esta breve aproximación al efecto de Ulises Carrión en la escritura contemporánea a partir de una serie de preguntas de futurismo retrospectivo o de historia conjetural: ¿Qué hubiera pasado si su radicalismo para dejar atrás la literatura no hubiera sido recibido en los años setenta con desdén y sorna por la gran mayoría de los escritores que tuvieron noticia de su obra posterior?1 ¿Qué hubiera pasado si, como el propio Ulises Carrión exclama con ese triunfalismo escéptico que tan bien recoge su dualidad combativa, muchos escritores en Hispanoamérica hubieran seguido el camino de la desescritura, de las obras-libro y de la experimentación conceptual, hasta el punto de que, en 1989, el año de su muerte, fueran legión quienes lo despidieran con la proclama de “¡Hemos ganado! ¿No es así?”. ¿Cómo sería el panorama de la escritura en la actualidad? ¿Cómo se habría modificado no sólo la noción misma de literatura, sino en general sus prácticas creativas y de difusión y distribución? ¿Cuál sería hoy la imagen imperante de lo que hace un escritor, del tipo de materiales con los que trabaja y los procedimientos que utiliza, si se hubiera avanzado más en el camino de la posliteratura y lo posnacional, si se hubiera tocado con más fuerza a las puertas del Gran Monstruo?

Como quizá se antoja demasiado pronto para detectar el alcance de las turbulencias ocasionadas por la nueva irrupción de Ulises Carrión en la escena artística internacional y, en particular, para prever las consecuencias de su impacto de meteorito —curiosamente proveniente del pasado— en las estancadas y jurásicas aguas de la literatura, lo que me propongo es realizar un rodeo por las críticas y descalificaciones con que ha sido recibida su obra en este terreno, para así, a partir de lo que resulta intranquilizador y problemático en su propuesta, sacar en claro el perfil del tipo de escritura que pudo gestarse, pero que fue bloqueado o, cuando prosperó, fue sumergido en el ridículo para favorecer, como si necesitara de más apologías, la ortodoxia literaria.2 Allí, en esa tierra de nadie de lo que está entre líneas en las objeciones contra Carrión, en la serie de estrategias que los acorazados de la literatura —no en balde los mismos que no cejan en su cruzada contra el arte contemporáneo— perciben como un peligro, es donde quizá se encuentra la pista para imaginar aquello que pudo articularse hace cuarenta años y que hoy, a juzgar por los indicios que brillan aquí y allá, por la proliferación de propuestas posliterarias que florecen al margen de la industria cultural y a la sombra de los reflectores mediáticos, por las exploraciones en la materialidad del lenguaje como ejercicio de desengaño literario, no pudo borrarse del mapa.

Este rodeo abarca poco más de cuarenta años —aunque me ocupo sólo de los extremos: de su recepción temprana y de la más actual—, pues la reacción a la vez despreciativa y asustadiza de hoy ha sido esencialmente la misma desde que Carrión publicó, en medios literarios clave de su época, algunas de sus primeras incursiones en la desescritura, algunos de los resultados inclasificables y a su manera llenos de humor y juego en su desaprendizaje de la tradición literaria. Quizás a nadie sorprenderá que buena parte de la lectura reciente de Ulises Carrión esté teñida del mismo tipo de prevenciones y reticencias con que fue leído, en su tiempo, por los escritores y poetas mexicanos, quienes no dudaron en parodiarlo e intentar neutralizarlo en las mismas páginas de la revista Plural que le había abierto las puertas.3 En un intercambio epistolar ahora célebre publicado en esa misma revista (núm. 20, 1973), Octavio Paz hacía referencia al impulso “destructivo” de Carrión, y aunque dio hospitalidad y fue receptivo al desafío que representaban sus así llamados “antitextos”, inscribiéndolos en el linaje de la búsqueda de lo absoluto de Mallarmé, en realidad nunca baja la guardia frente a ellos, los acoge con reserva y con un halo general de amenaza, de amenaza, desde luego, para la literatura.

Lo que para Paz era una provocación que llevaba la escritura a una zona problemática y desconocida, sin duda estimulante para él, hoy es algo menos que una vieja y desgastada broma que, sin embargo, hay que atender con “preocupación” y, como se haría con una bomba de la Segunda Guerra Mundial enterrada en el jardín, desactivarla cuanto antes, así sea con el no menos viejo recurso de la caricatura. El crítico Christopher Domínguez Michael, por ejemplo, en las páginas de Letras Libres,4 una revista descendiente en línea directa de Plural, no duda en tacharlo de “doctrinario” y “bobo”, empeñándose a reducir sus propuestas a meros chistes, a ocurrencias “simpáticas”, si acaso “liberadoras”, para colmo demasiado fechadas. ¿Por qué uno de los críticos literarios más pertinaces de las aventuras editoriales de Paz habría de preocuparse por los “pegotes”5 y “ocurrencias” de un posmexicano de los años setenta que, según él, un grupúsculo de “esmerados escoliastas” pretende canonizar a toda costa? ¿Por qué no dejarlas pasar con una sonrisita mordaz como quizá correspondería a un archivo de bromas un tanto empolvadas?, ¿simplemente por deber profesional? Al menos no, como ya es una terca costumbre de la crítica, ubicó de lleno este tipo de experimentación en el terreno vecino, pero inasimilable y arcano de las artes visuales (para ellos, mientras más alejado, mejor), anulando, así, de un plumazo, su pertinencia para la escritura y desentendiéndose de la fricción constante con que se vincula al campo de la literatura.

En otro extremo del espectro de la alarma, Ernesto Kavi, escritor y editor de poesía afincado en París, ubicó recientemente a Carrión como miembro de la tribu de los biblioclastas, es decir, de los destructores de libros, en este caso no mediante su quema o su persecución furibunda, sino mediante la crítica de la tradición expresiva de la literatura.6 Con un tono de inquietud que de tan exaltado se diría que roza la impostura, con la zozobra de quien se acepta anacrónico e hiperliterario, Kavi ve en Carrión a un emisario del desierto, a un emblema de la erosión que terminará por hacer que el lenguaje pierda todo su poder y su magia expresiva, para dejarnos con puros signos vacíos sobre la página, con apenas el reseco esqueleto conceptual de lo que alguna vez conformó una promesa de orden y belleza.

Hay que notar, sin embargo, en contraposición a estos temores acaso histriónicos, que la biblioclasia del arte nuevo de Carrión sería del todo sui generis, pues en ella no desaparecería el libro, sino que se multiplicaría transformado, reacio a los códigos literarios de siempre y a contracorriente de los valores de rentabilidad y espectáculo de la industria editorial. Tal es el terror un tanto desubicado de Kavi: la permanencia y aun la proliferación del libro, pero vaciado de literatura, emancipado al fin de las “palabras, palabras, palabras” hamletianas, irreconocible y no obstante familiar tras haber superado lo que Roland Barthes se figuraba insuperable: el mito literario.

Sospecho que detrás de estas réplicas más bien enfáticas, de esta auténtica artillería de desactivación, se encuentra el rechazo a la posibilidad de una posvanguardia que comprometa a la escritura. Mientras que Octavio Paz, quizás uno de sus mejores lectores de entonces, se cuidó de publicar a Carrión al lado de creaciones propias con el fin de demostrar que no estaba a la zaga en cuanto a la exploración visual y espacial de la poesía —no hay que perder de vista que las imágenes escogidas por Plural (núm. 41, 1975) para la ilustración de “El arte nuevo de hacer libros” fueron ni más ni menos que los Discos visuales de Paz y Vicente Rojo—, los literatos y críticos contemporáneos han adoptado una postura más bien de contención —cuando no abiertamente reaccionaria—, para insistir en que, en contraste con Carrión, al menos Paz recapacitó a tiempo y no se quedó en la esfera de los Topoemas; que plenamente consciente del “ocaso de la vanguardia” evitó seguir la senda radical de sus amigos los concretistas brasileños, para volver al redil de la poesía de inspiración romántica, ¡a renovar el venerable programa de Wordsworth!, evitando con ello “estancarse” y volverse “obsolescente”.

Para Domínguez Michael (aunque lo cito como un paradigma y modelo de otros críticos, editores y autodenominados “hombres de letras” que lo secundan y han dicho sentirse vindicados por sus críticas a Carrión), la posvanguardia, al menos en su vertiente conceptual, es una vía muerta, un juego que no da para más, repetitivo y poco estimulante. Y si bien cabría leer este dictum perentorio como una justificación parcial de que durante tanto tiempo hubiera escapado a su radar crítico (el manido argumento de la infalibilidad retroactiva, según el cual, “si me pasó completamente de noche es porque en realidad, como lo demuestro ahora, era bien poca cosa y no importaba demasiado”), también, en cuanto acopio de alarmas, es revelador de todo lo que el conservadurism o literario considera anatema, de todo lo que podría estar en juego en caso de que se diera carta de naturalización a estas tentativas bárbaras, inconformes, fugitivas, que hay que aplacar antes de que crezcan y pululen, así sea por medio de la petición de principio, exigiéndoles precisamente aquello de lo que descreen, confrontándolas con lo que han decidido dejar atrás o problematizar.

Es justamente la lectura a contrapelo de estos aspavientos recurrentes y esta reprobación un poco ofuscada lo que me permitirá confeccionar una radiografía inicial de cómo la crítica literaria se representa el espantajo aborrecible de la posvanguardia, entrever el esqueleto de ese forajido incómodo, de ese espíritu disidente que nunca quiso volver como hijo pródigo, de ese nómada del desierto del lenguaje que atenta contra el sistema de la literatura.

En primer lugar, habría que considerar el halo de doble traición en el que suele inscribirse a Carrión, que habría no sólo traicionado a su “casa” —la literatura—, saqueándola para emprender un camino que a la postre se volvería contra ella y la desestabilizaría (un camino en el que todavía hay palabras y textos y metáforas, pero que se desmarca del viejo arte de hacer libros), sino traición también al arraigo nacional, a una idea de literatura marcada todavía por la pertenencia a un Estado nación y a un árbol genealógico de escritores/próceres que, a través de la propia mitología más o menos escolar que construye, cada país se empeña en enaltecer y perpetuar. En segundo lugar, habría que enlistar la que quizá sea la mayor afrenta en que habría incurrido Carrión contra la que fuera su casa, la Casa de la Literatura: la desconfianza en el texto como dispositivo de expresión, el abandono de ese horizonte en última instancia romántico en que un sujeto —a veces una construcción deliberada— enuncia su visión del mundo y pone en negro sobre blanco sus estados mentales.

Si desde allí, desde las torres de vigilancia de la antigua Casa de la Literatura, se señala con dedo flamígero y se deslegitima esta serie de insurrecciones y abandonos, en sus señalamientos y sus tácticas de ataque se puede detectar el tipo de contraideario que habría podido robustecerse hace años, inspirado no sólo en Carrión y sus cómplices contra el Gran Monstruo, sino en movimientos entonces incandescentes como Fluxus, Cobra, el OuLiPo o el concretismo, movimientos por los que no había dejado de merodear el fantasma del dadaísmo y que, en una u otra medida, estaban atravesados por la estrategia poderosa y versátil, que dura ya más de un siglo, del ready-made:

a) La atracción por una figura que, en honor de Allan Kaprow (quien concibió y encarnó al “desartista”), cabría llamar el desescritor: no meramente un escritor del NO (en el sentido de Vila-Matas) o un escritor en proceso permanente de dejar de serlo, sino uno para quien la desescritura se ha convertido en la tarea artística principal.

b) El acercamiento, así sea por la puerta de atrás de la escritura, al arte contemporáneo, a sus procesos y preocupaciones y prácticas, sobre las que la literatura imperante no quiere saber nada y contra las que más bien se amuralla y a menudo escupe y vocifera.

c) La posibilidad de una escritura posliteraria, basada, entre otras cosas, en la atención a la materialidad del lenguaje y en el desmantelamiento de los fundamentos que han sustentado al sujeto expresivo.

d) Una búsqueda artística más allá de lo nacional, no sólo desde el punto de vista geopolítico o del sentido de pertenencia, sino al margen de sus modelos consagrados, que casi siempre se encarnan en una forma determinada de entender los géneros literarios.

e) Una idea de tradición no lineal ni circunscrita a un idioma o una disciplina, sino rizomática y promiscua, que permita construir el propio linaje e inventar cada quien a sus precursores.

f) La puntilla final a valores románticos como “genio” y “originalidad”, a fin de favorecer no sólo el reciclaje cultural y la recontextualización de lo ya escrito, sino también propiciar la creación colectiva y los heterónimos plurales.

Otro flanco importante hacia donde se han movilizado las críticas contra Carrión tiene que ver no tanto con el libro como objeto de un arte nuevo —de un arte más omnicomprensivo y, se diría, total, que se ocupa del texto, pero también de sus condiciones materiales y de su circulación—, sino con la red de estrategias culturales que lo incorporan y le dan sentido; esas estrategias de tipo colaborativo y un tanto errático, en donde la figura del archivo reviste una importancia capital, que se echan a andar en contra y a la sombra del Gran Monstruo, es decir, en contra de la lógica del mercado y el establishment de la industria cultural, y que a su vez ponen en entredicho la forma en que se articula el canon desde las universidades y la crítica literaria. Reducidos los experimentos conceptuales en papel a simples “dibujitos” o a “juegos tipográficos”, tachada la obra-libro como “chuchería” artesanal, la propuesta de un archivo abierto y autogestionado no podía sino equiparse con una destartalada tienda de anticuario que promueve el coleccionismo de fruslerías y tarjetas postales, mientras que la noción de estrategia cultural, en especial si la anima una preocupación política en sentido amplio y un compromiso con la acción colectiva, se confunde con un romanticismo trasnochado en que la vida se esfuerza por alcanzar penosamente el estatuto de arte, o bien con una ingenua pansofía en la que todos saltamos tomados de la mano (otra vez, Christopher Domínguez dixit). En contraste con la célebre consigna de Dan Graham: “Todos los artistas son parecidos. Sueñan con hacer algo que sea más social, más colaborativo y más real que el arte”, se diría que los literatos no quieren hacer otra cosa que literatura, literatura, literatura. Pura literatura pura.

A contraluz del espíritu que inflama estas críticas, en una suerte de imagen beligerante al otro lado del espejo de los valores que enarbolan los guardianes de la Casa de la Literatura, cabría desprender la continuación de este contraideario del desescritor, de este por fuerza esquemático ABC del desaprendizaje literario:

g) La apuesta porque la circulación y validación del arte sea una tarea intrínsecamente artística, que no tiene por qué estar en manos del monstruo bifronte del mercado o la academia.

h) Desmarcarse de las grandes corporaciones de la industria cultural y crear, en contrapartida, proyectos independientes, autogestivos y periféricos.

i) La insistencia en borrar las fronteras entre arte y vida, no tanto desde la panestetización de los objetos y espacios en que nos desenvolvemos a diario, sino a partir de la transformación de las prácticas cotidianas y las relaciones laborales.

j) La búsqueda de una vertiente posestética del arte, capaz de intervenir más allá del ámbito artístico, ya sea en la propia comunidad o el vasto territorio del acontecer humano, y de poner en evidencia y combatir el poder político y sus símbolos dominantes.

¿Es este contraideario, esta lista en negativo de estrategias, elaborado a partir de las alarmas contra Ulises Carrión, ya no digamos un programa para la escritura contemporánea, sino al menos un esbozo o comienzo de retrato? No. En primer lugar, sería desorbitado suponer que la escritura posliteraria y la desescritura que están bullendo ahora —con retardo—, en los márgenes del sistema cultural, responden únicamente a la recuperación de autores como Ulises Carrión y demás experimentalistas de la segunda mitad del siglo xx, aunque desde luego su rescate, la vitalidad inusitada que comportan para los nuevos lectores, es un buen síntoma de que el sendero de la literatura y sus divisiones genéricas se presentan, para algunos, con ese desencanto de los proyectos ya demasiado cumplidos.

En segundo lugar, la lista anterior, si alguna cohesión muestra, se debe a que en Carrión este tipo de estrategias —¿o aspiraciones?— se encontraba imbricado o formaba parte de su evolución artística, mientras que en los desescritores de la actualidad éstas no tienen necesariamente que presentarse unidas. Algunas de las figuras más conspicuas de la escritura conceptual contemporánea en los Estados Unidos, por citar un ejemplo, han despertado ámpula y controversia a últimas fechas, no tanto por los procedimientos de apropiación o recontextualización que todavía Carrión englobaba en su tiempo bajo el término de “plagio” (y que en México, Argentina y otros lugares sigue siendo un foco de tensión y de polémicas), sino básicamente porque parecen situarse muy lejos de la pretensión de combatir el poder político y sus símbolos dominantes, convirtiéndose, así sea inadvertidamente, en avales o portavoces del statu quo.

Por lo demás, haría falta estudiar con detenimiento cómo es que estas políticas de escritura posliteraria se han modificado o enriquecido gracias a las potencialidades digitales y a la presencia ubicua de internet; esclarecer hasta qué punto la Red puede ser vista como parte del Gran Monstruo y, al mismo tiempo, como una continuación a escala descomunal del arte correo que se proponía combatirlo. Se trata de una labor ardua y de gran envergadura crítica que, por ejemplo, tendría que examinar el lugar que ocupa el archivo en el horizonte del desescritor (dada la lógica de almacenaje con la que operan las computadoras, todos nos hemos convertido de alguna u otra forma en archivistas rudimentarios), así como la función contracultural de los circuitos virtuales frente al poder de las grandes corporaciones; pero un somero vistazo a la postura que adoptan a este respecto los guardianes de la literatura puede ser un buen punto de partida: son de la opinión de que Carrión e internet no congeniarían y más bien estarían enfrentados. He allí una pista promisoria que se podría explorar, desde luego, en sentido contrario…  ~

*  Texto presentado en el seminario “El arte nuevo de hacer libros. Ulises Carrión y la edición expandida”, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, el 21 de septiembre de 2016.

NOTAS 

1. Más allá de sus compañeros de ruta (Clemente Padín, Raúl Marroquín, Felipe Ehrenberg, et al., inclinados a las artes visuales o consagrados por completo a ellas), son pocos los escritores que, desde el corazón mismo de la literatura de su tiempo, supieron apreciar el giro de Carrión de abandono y de profunda desconfianza ante el lenguaje literario. Entre ellos habría que incluir, aunque con pinzas, a Octavio Paz y a Severo Sarduy.

2. Editado por J. J. Agius y Heriberto Yépez, en Tumbona Ediciones publicamos el Archivo Carrión (hasta la fecha tres volúmenes) con el fin explícito de que fuera conocido más allá de los círculos artísticos, pero sobre todo para producir una respuesta, tal vez un sacudimiento, en el medio literario contemporáneo.

3. En “Discontinuidades mexicanas”, Heriberto Yépez demuestra con lujo de detalle esta reacción que parecería ambivalente de Plural, que esconde un pitorreo de la escritura conceptual en el mismo número que le concede a Carrión un sitio central en la portada.

4. Christopher Domínguez Michael, “Ulises Carrión: ‘All work and no play makes Jack a dull boy’”, Letras libres, 13 de junio de 2016 <http://www.letraslibres.com/mexico-espana/all-work-and-no-play-makes-jack-dull-boy>.

5. Domínguez Michael, “Respuesta a Heriberto Yépez”, Letras Libres, 17 de junio de 2016 <http://www.letraslibres.com/mexico-espana/respuesta-heriberto-yepez-0>.

6. Ernesto Kavi, “El arte nuevo de hacer libros, de Ulises Carrión”, Confabulario (El Universal), 14 de julio de 2016 <http://confabulario.eluniversal.com.mx/la-bestia-ha-muerto/>.

DOPSA, S.A. DE C.V