El coronavirus y la mejor sinfónica del mundo

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Texto de 29/07/20

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 6 minutos

El ayuno deportivo de la cuarentena, ese vacío de la soledad del soltero que reforzaba una frase que mi cabeza repetía, “no hay ningún partido que ver”, me condujo a lo insólito una noche de abril: saqué las palomitas del horno de microondas, me tiré en la cama, me acurruqué bajo las frazadas y abrí en la pantalla completa de mi iPhone la transmisión en vivo con la que Twitter me estaba sorprendiendo: los Monos Rakuten de la ciudad de Taoyuan jugaban contra los Guardians Fubon de  Xīn Táiběi.

Un pitcher de la liga taiwanesa de béisbol lanzaba una y otra vez hacia home sin que el bateador hiciera swing, y la cuenta se extendió a tres bolas, dos strikes. Como la toma se mantenía cerrada, no alcanzaba a ver lo que rodeaba a los dos jugadores y el umpire. De pronto, el madero impactó la pelota, que voló desde el plato sobre el montículo, cruzó por los aires la segunda base y viajó hasta el fondo del jardín central. No hubo home run, ni el esférico chocó contra la barda y detonó una jugada espectacular, ni el outfielder tuvo que lanzarse como un cóndor para hacer la atrapada. No, la bola fue directamente a la manopla, pero había sido tal su elevación que pude atestiguar la desolación macabra de ese estadio vacío, sin un solo taiwanés gozando las acciones de su liga. La toma abierta me había ensombrecido los ojos con esas butacas asoladas por el virus planetario, repetidas por miles en su inutilidad desocupada bajo la penumbra de la noche de una pequeña isla asiática con 23 millones de habitantes en cuarentena por el coronavirus.

Habituado en aquel otro mundo lejano a sentarme contento ante las transmisiones de mis Dodgers cada vez más aliados a los fracasos pero siempre con tribunas pletóricas y esperanzadas barnizadas de azul, me dije, “No puedo ver esto. No voy a tolerar ni un out más”.

No me interesaba el beisbol taiwanés, no tenía idea quiénes eran esos Monos ni tampoco los Guardians, y observarlos en medio de esa estremecedora ausencia de gente, sin gritos, banderas, trompetas ni aliento me iba a resultar dañino, me iba a enfermar el alma y confirmaría que este mundo que nos está regalando el destino es bastante miserable, por más que uno tome webinars, haga Zoom con cuates, tenga largas llamadas telefónicas con viejos amigos, lea las novelas que nunca antes o repase el mejor cine de la historia en Netflix.

Cayó el out y el jardinero regresó la bola al pitcher. Apagué el celular para cerrar los ojos y dormir. 

En días de COVID-19, mi relación con el deporte agonizaba. Un día, el diario argentino Olé ofreció a sus lectores la transmisión de futbol bielorruso, y aunque estuve tentado a sintonizar un partido de esa liga, la única que entonces se mantenía en activo junto con la nicaragüense porque las demás habían sido suspendidas, rápido me autoconvencí que no podría. Por un instante lo intenté: “Tu abuelo —me dije— nació en la ciudad polaca de Biała Podlaska, justo en la frontera con Bielorrusia: es buena oportunidad para explorar algo de tu origen”. No fue suficiente esa ramita de mi árbol genealógico: imaginarme frente a mi computadora de escritorio durante dos horas viendo otras tribunas vacías de un sitio tan exótico como ese país europeo, y en el césped de en medio unos jugadores-piedra que supongo han heredado la gris rigidez del futbol ruso, me persuadieron de hacer cualquier otra cosa.

Mi pandemia deportiva me seguía  trayendo tristezas. Nos enteramos que el Morelia, un equipo viejo y popular que yo asociaba a la entrañable Tota Carbajal desaparecía porque el irracional capitalismo que odia la historia y la identidad había decido convertirlo en los plásticos y prefabricados morados del Mazatlán FC. Y luego la alegría por el retorno de mi Atlante a la tierra que lo vio nacer y lo quiere, la Ciudad de México, se opacó cuando nos confirmaron que será parte de ese adefesio tormentoso que será la Liga de Expansión, en la que aunque juegue como el Barcelona de Guardiola no podrá volver a Primera División porque no existe el ascenso. No sé cómo me voy a sentir el día que vaya al Estadio Azulgrana, que por cierto me queda junto a casa, cuando con la certeza de que no habrá premio si salimos campeones vea a mis Potros en medio de esa porra plagada de viejos, todos sabios, cierto, pero sin el regocijo de la juventud: la mudanza a una ciudad tan distante de nuestras raíces como la millonaria y frívola Cancún, que siempre nos mostraba gradas vacías, terminó por matar la posibilidad de que los niños adopten nuestros colores (ahora que lo pienso, después de cuatro meses confinados sería una fortuna ir al estadio y  ver a mi equipo entre mi porra sin temor al contagio, sea la liga que sea).

Y así iba, con la inspiración deportiva y futbolera extinguiéndose como una llamita tímida que nada puede hacer contra el aire implacable que aloja el virus, hasta que empezó a salir el sol a mediados de mayo: en Alemania el futbol volvería. 

Yo jamás había seguido la Bundesliga. Atacado por lo más amargo de los lugares comunes, pensaba “qué fríos los alemanes”, y ni en mi mañana más alocada de la otra vida en libertad se me ocurría  perder tres minutos en un Friburgo Vs Mainz 05 o un Fortuna Düsseldorf Vs Wolfsbug. Me vencían los más falsos prejuicios: siempre gana el Bayern Munich: cómo es posible que cuando la pelota entra al arco en vez de llenarse la boca con el redondo grito de “goooooool” los aficionados digan “Thoooooor”; los futbolistas juegan partidos de lógica científica, sin arte, como si fueran biólogos en un laboratorio y la pelota fuera un mechero de Bunsen y no ese milagro redondo, simple e impredecible.

Pero el sábado 26 de mayo yo estaba ahí, frente a la pantalla, quizá solamente porque el confinamiento nos regala días interminables y a la agenda diaria en soledad hay que acumularle actividades para que las horas pasen más rápido y se nos olvide un poco que estamos instalados en una espesa eternidad a la que no se le ve salida, por más que los amigos que nos digan: “ya va a pasar”.

Tendré mucho que agradecerle a ese Dortmund-Schalke 04. Sí, yo estaba viendo un Dortmund-Schalke 04 y aún no lo creo. No hay discusión, abstraerse de la nueva realidad es imposible: los jugadores de banca estaban en la tribuna con cubrebocas, los festejos de los goles entre jugadores para ese entonces eran sin tocarse (algo tan raro como hacer el amor sin piel), al audio natural del partido con esos férreos gritos teutones le faltaba la temperatura humana de las hinchadas: ese murmurar cálido de la gente cuando no pasa nada, el fuego auditivo cuando una pelota roza el poste y la catarsis (aunque sea alemana) del gol; el coraje a todo pulmón cuando los fans reclaman al árbitro.

No es lo mismo, claro, pero esa rutina futbolera que se repetía cada semana me hacía preguntarme “¿qué partido pasan hoy?” y averiguar en Internet, para llegada la hora poner papitas en la mesa, abrirme no una cerveza de trigo Erdinger de Baviera sino una Barrilito —la única a la venta entonces, misterios del desabasto COVID—, más modesta pero que me sabía como el néctar más adictivo. Los partidos a puerta cerrada comenzaron a tener encanto: aunque no les entendiera nada, me gustaba el intercambio de gritos salvajes entre futbolistas. Pero hubo un descubrimiento aún mejor: el chasquido de la pelota cuando la impacta el botín, una especie de espectáculo percusivo que va dando forma ese chas-chas-chas repetitivo con modulaciones diferentes, según el golpe: fuerte como el estallido de un petardo en un tiro a gol a más de 100 kms/h, de terciopelo con un pase preciso al costado, brutal cuando dos jugadores disputan el balón y chocan. Por primera vez el futbol también se podía oír hasta en lo más ligero de su intimidad, y entonces nos acurrucábamos en el sofá las horas que fuera necesarias para ver y oír el espectáculo alemán, un partido tras otro, yo y mi gato Bialy, al que también en nuestro encierro se le desarrolló el gusto por la Bundesliga.

El gusto por la Bundesliga pero sobre todo por el Bayern Munich, que sí, lo gana todo, pero cuyo futbol es música con un virtuoso solista alemán, Müller, al que lo acompañan con increíble brillo el canadiense Davies, el francés Coman, el croata Perišić, el austriaco Alaba, el español Javi Martínez, y la sangre africana de Boateng y Gnabry.

Caí rendido ante la maravillosa seducción de la mejor sinfónica del mundo, que en el 2020 me había salvado de la pandemia. EP

*Este texto es parte del libro A balón parado sobre futbol en tiempos de coronavirus, en el que participaron con ensayos, cuentos y crónicas Felipe Morales, Antonio Rosique, David Faitelson, Heriberto Murrieta, Alberto Lati, Carlos Guerrero, José Antonio Cortés y otros periodistas deportivos. Lo puedes descargar gratis aquí.

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