Drama en series: La cosa extraña de Stranger Things

Sobre un cielo estrellado una leyenda nos ubica: Indiana, 1983. A orillas de un río vemos la imponente figura del Laboratorio Nacional de Hawkins, del Departamento de Energía de Estados Unidos. La cámara avanza por el interior de un pasillo hacia una puerta metálica. El silencio pesa. La puerta se abre de golpe: suena una […]

Texto de 26/12/16

Sobre un cielo estrellado una leyenda nos ubica: Indiana, 1983. A orillas de un río vemos la imponente figura del Laboratorio Nacional de Hawkins, del Departamento de Energía de Estados Unidos. La cámara avanza por el interior de un pasillo hacia una puerta metálica. El silencio pesa. La puerta se abre de golpe: suena una […]

Tiempo de lectura: 5 minutos

Sobre un cielo estrellado una leyenda nos ubica: Indiana, 1983. A orillas de un río vemos la imponente figura del Laboratorio Nacional de Hawkins, del Departamento de Energía de Estados Unidos. La cámara avanza por el interior de un pasillo hacia una puerta metálica. El silencio pesa. La puerta se abre de golpe: suena una chicharra, un científico escapa, está en peligro. Aterrorizado, corre por los pasillos, alcanza un elevador de grandes dimensiones, entra, aprieta un botón, las puertas se cierran (lentamente), algo cruje desde arriba: una criatura perfora el techo del elevador y devora al científico (no tan lentamente). Es el prólogo de Stranger Things. No podía ser de otra manera, porque la serie fue concebida como explícito homenaje al cine de los ochenta, y el género más emblemático de la década fue, sin lugar a dudas, el terror. La década de 1980 empezó con dos clásicos que marcaron época: Alien, el octavo pasajero (de Ridley Scott, 1979) y El resplandor (de Stanley Kubrick, 1980). El terror es el arte del sobresalto, y durante ese periodo se hizo con maestría porque el sobresalto fue la realidad de la década: empezó con el asesinato de John Lennon (1980), el atentado al papa (1981) y la aparición del sida (1981). En el medio del camino, los sobresaltos tuvieron rango de apocalipsis: el terremoto en la Ciudad de México (1985), el agujero en la capa de ozono (1985), el accidente termonuclear en Chernóbil (1986) y la explosión del transbordador espacial Challenger (1986). Por suerte, no hay película de terror que no tenga un final tranquilo, y la década concluyó con un estudiante chino que detuvo los tanques en Tiananmen (1989), aparecieron Los Simpson (1989), cayó el muro de Berlín (1989), regresó la democracia a Chile (1990) y empezó la conquista del genoma humano (1990); la película del momento era Danza con lobos (1990): el susto había pasado. Sin embargo, fue al final de la década cuando el espíritu de los ochenta, maduro y para nada agónico, se despidió con dos obras maestras: Twin Peaks (1990-91) y El silencio de los inocentes (1991). ¿En qué consistió ese espíritu? ¿De qué estaba hecho?

Si hubiera que decirlo con un eslogan publicitario, propondría: “Algo acecha”. Desde afuera, en forma de bestia, o desde dentro, en forma de locura, ya sea en esta dimensión o en otra, en los ochenta algo siempre acecha. Y cuando lo que acecha ataca, lo destruye todo. Evitar la destrucción se volvió el propósito, el espíritu, el leitmotiv de la década. Y de eso trata Stranger Things.

Screaming Things hubiera sido mejor título, porque los personajes de la serie viven todo el tiempo en el grito. Aquí, las cosas extrañas no son extrañas, son espantosas: monstruos devoradores, experimentos con niños, dimensiones paralelas, fuerzas psíquicas, bosques tenebrosos, acantilados silenciosos, casas solitarias, hijos desaparecidos; todo, junto y comprimido, en ocho episodios que a veces parecen Poltergeist, otras, E.T., a veces Alien, el octavo pasajero Cuenta conmigo; a veces Carrie (película de los setenta, pero culto de los ochenta) o Pesadilla en Elm Street.

Stranger Things es un desfile de motivos y escenarios ya vistos, hecho a modo para que la acción no se detenga. No hay desarrollo dramático de los personajes sino pasarela de eventos. Los actores son excelentes, la ambientación es perfecta, pero no hay historia. Historia es el conjunto de eventos que conducen a un personaje a tomar una decisión (enfrentar un dilema). Cuando a uno lo rodean monstruos y un laboratorio frente a casa destruye el mundo, no hay mucho espacio para el dilema. Sólo hay lugar para personajes arquetípicos, de esta manera los dilemas vienen resueltos de antemano: preadolescentes nerds, una mamá desesperada, un sheriff deprimido, una niña con poderes telequinéticos, un científico sin escrúpulos, avanzan de manera predecible por situaciones dramáticas, sin historia. Para que haya una situación dramática bastan tres cosas: conflictos, contrastes y una coincidencia dramática. El conflicto es el choque entre dos acciones opuestas (en Stranger Things: Atacar vs. Defender, Ignorar vs. Descubrir), el contraste es la tensión que generan dos hechos divergentes (en este caso: Razón/Locura, Niños/Adultos, Buenos/Malos, Fantasía/Realidad, Nerds/Héroes), y la coincidencia dramática resulta del encuentro de dos hechos independientes que quedan atrapados en una relación de causa/efecto (en este caso: un laboratorio experimenta con niños justo cuando unos niños experimentan con un juego).

Toda historia, grande o pequeña, necesita una sólida situación dramática para poder incubar, desarrollar y progresar. Hay situaciones dramáticas básicas (un partido de futbol o una pelea de box) y situaciones dramáticas complejas (una discusión familiar). Simple o compleja, si la situación dramática no está bien planteada, la historia no tendrá apoyo. Es el tablero del juego. El problema de Stranger Things es que la historia se redujo al tablero, a pura situación dramática. La imagen del tablero no es casual, porque los autores de la serie, los gemelos Matt y Ross Duffer (1984), usaron un juego de mesa como motivo central para construir este drama. El juego se llama Dungeons & Dragons (célebre en los ochenta); en él, cada jugador representa un personaje que tiene que avanzar por un camino incierto y heroico hacia la inmortalidad. El juego precisa un voluminoso manual de instrucciones (con títulos como “La fortaleza en la frontera”, “El palacio de la princesa de plata”, “La ciudad perdida”; de hecho, la serie maneja un estilo parecido).

La primera escena de Stranger Things muestra a cuatro preadolescentes en el momento climático del juego; todavía no saben que la fantasía se verá superada por la realidad: muy cerca hay un laboratorio secreto lleno de gente perversa de donde escapan monstruos que se desplazan en una dimensión paralela conectada a la nuestra. El contraste Realidad/Fantasía nutre al conflicto Razón vs. Locura y sostiene los primeros episodios cuando el personaje interpretado por Winona Ryder es tratado como una pobre trastornada. Este conflicto no dura mucho: rápidamente queda claro que la locura gana, que las bestias son reales, que la pesadilla es de carne y hueso. No queda más remedio que enfrentarla, ir hacia ella, pasar por ella: pero pasar por algo no es lo mismo que padecerlo.

En Stranger Things las dificultades crecen y se complican, pero una vez que pasó el susto, los personajes siguen siendo los mismos, sólo han pasado al siguiente nivel: como fichas de un tablero. Y en esto reside la cosa extraña que hay en Stranger Things: que más que una serie dramática, se trata de una serie temática: un ensamble de motivos por los que podemos pasar, tal como en un parque de entretenimiento pasamos de un mundo a otro. En “Stranger World” nos suben a un carrito que nos lleva, de sobresalto en sobresalto, a lo largo de los lugares comunes del cine de terror de los ochenta. Deberíamos sentir miedo, pero al final lo que sentimos es nostalgia.

Los ochenta no sólo fueron escalofriantes. En una suerte de contrapunto a la brutalidad, también fueron naíf. Con inocencia y candor despojaron de malicia a la realidad, la volvieron aceptable. En los ochenta el terror aceptable fue “Thriller”, de Michael Jackson; el extraterrestre aceptable fue E.T.; la amenaza de destrucción aceptable fue Rambo; la dimensión desconocida aceptable fue Volver al futuro. Ideas naíf que se convirtieron en clásicos (para dar unos pocos ejemplos).

Crear algo naíf exige una “ignorancia” en curso que simplifique las cosas, que vuelva sencillo lo complejo, tal como hacen los niños (cosa que es muy compleja): lo naíf, para ser naíf, tiene que estar conectado con una infancia. Es por eso que en los ochenta proliferaron las aventuras de niños y adolescentes. Y es la razón por la que los gemelos Matt y Ross Duffer eligieron un grupo de chicos nerds como protagonistas, capaces de escapar en sus bicicletas de criaturas diabólicas, fuerzas de seguridad o el peligro que sea. El verdadero peligro que corre una historia naíf (de terror) es que las cosas terribles que pasen en ella no incidan en los personajes; porque una cosa es ser inocente y otra distinta es ser indolente. En Stranger Things matan al único amigo del sheriff y el sheriffcomo si nada; el preadolescente Mike pierde a su primer amor y pocas horas después cuenta alegremente sus aventuras, como si nada. En la última escena de la temporada, Will, el niño desaparecido y rescatado, escupe una especie de sanguijuela y luego cena alegremente con su mamá y su hermano, como si nada. El como si nada no es naíf ni tiene que ver con el espíritu de los ochenta. Se trata de un manejo trivial y banal de personajes y situaciones que debilitan el impacto de la historia y el futuro de la serie. Sin embargo, los gemelos Duffer lograron que los productores dieran el visto bueno (les costó un poco) para desarrollar la segunda temporada. El futuro es incierto, Stranger Things II acecha.  ~

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