Drama en series: Breaking Bad o el arte de la fuga

El ser humano es un adicto: cuando bebé, al pecho materno; cuando niño, a los dulces y juguetes; ya más grande, las adicciones se hacen más grandes: sexo, cigarro, alcohol, comida, deportes, televisión, videojuegos, internet, dinero, trabajo, poder, etcétera. Parecen no tener fin. Más que una conducta, se trata de un auténtico dasein, de una manera […]

Texto de 24/10/16

El ser humano es un adicto: cuando bebé, al pecho materno; cuando niño, a los dulces y juguetes; ya más grande, las adicciones se hacen más grandes: sexo, cigarro, alcohol, comida, deportes, televisión, videojuegos, internet, dinero, trabajo, poder, etcétera. Parecen no tener fin. Más que una conducta, se trata de un auténtico dasein, de una manera […]

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El ser humano es un adicto: cuando bebé, al pecho materno; cuando niño, a los dulces y juguetes; ya más grande, las adicciones se hacen más grandes: sexo, cigarro, alcohol, comida, deportes, televisión, videojuegos, internet, dinero, trabajo, poder, etcétera. Parecen no tener fin. Más que una conducta, se trata de un auténtico dasein, de una manera de ser/estar en el mundo, universal e inevitable. Todos, de alguna u otra manera, somos adictos. La adicción es un acto compulsivo que busca alivio o recompensa; las hay virtuosas (leer, coleccionar, hacer dieta) y negativas (tomar café, fumar, ir de compras), aunque para la filosofía yóguica jamás la palabra virtud y adicción pueden ir de la mano, porque toda adicción es una esclavitud (incluso la adicción al yoga), y la meta de una vida es conquistar la propia libertad, aun cuando para muchos esto no es más que una ilusión porque somos adictos por naturaleza y, como tales, sólo podemos superar la adicción poniendo otra en su lugar, cuestión que está en el corazón mismo de Breaking Bad.

De todas las adicciones que conocemos, la más reciente es la adicción a las series de televisión. Buenas o malas, todas buscan lo mismo: un clic en el botón de “siguiente capítulo” una y otra vez, hasta el aislamiento y el desvelo. Quizá por ello, una de las mejores series jamás escritas trate sobre el mundo de las drogas, y no es casualidad que sea obra de un adicto a las series: Vince Gilligan (1967). Breaking Bad es lo que en la jerga televisiva se conoce como un spin-off: en el principio hay otra serie célebre y exitosa, Los expedientes secretos X, que cuenta las vicisitudes de dos agentes del fbi, hombre y mujer, encargados de investigar casos paranormales, conspiraciones y fenómenos extraterrestres; él, creyente; ella, escéptica. Tras consumir la primera temporada de dicho programa, Vince se dio cuenta de que podía producir la droga él mismo (sabía cómo hacerlo: lo había aprendido en la prestigiosa escuela de cine de la Universidad de Nueva York) y escribió un capítulo que mandó a la Fox. Tamaña audacia le cambió la vida: el guión se convirtió en el episodio 2 de la segunda temporada, Vince fue incorporado al equipo y terminó escribiendo veintiséis episodios más; como si fuera poco, se encargó de la producción ejecutiva y supervisión de un total de ciento veintiocho episodios. La droga se agotó en el 2002 y el joven adicto extrajo de uno de los tantos episodios elaborados (el segundo de la temporada 6, “Drive”) la idea para Breaking Bad.

“Drive” es la historia del señor Crump, un antisemita con una inexplicable enfermedad terminal que lo obliga a desplazarse por las carreteras a gran velocidad para evitar un violento derrame cerebral. El papel del señor Crump exigía algo muy difícil: un actor capaz de ser desagradable y compasivo a la vez. Ese actor fue Bryan Cranston, quien luego encarnaría, en Breaking Bad, al profesor de química Mr. White. En “Drive”, Cranston humanizó la lucha angustiosa de un ser antipático que atrasa lo más posible su cita con la muerte, y al hacerlo, tomó forma (en la mente de Vince) una idea audaz y original: una serie en donde el protagonista se vuelve antagonista. Desagradable/compasivo fue el contraste original de Breaking Bad. Sin embargo, el paso fundamental para llegar a la historia que Vince buscaba fue conectar ese contraste con una antítesis, porque sin antítesis no puede haber historia.

Una antítesis es un todo uniforme creado por dos hechos divergentes; los hechos que difieren se expresan por medio de oraciones, mientras que el contraste que deriva de la antítesis se expresa sólo con un par de palabras (ya sea un sustantivo o un adjetivo). En el caso de Breaking Bad, el contraste desagradable/compasivo fue conectado con la antítesis: una persona buena se convierte en una persona mala.

La persona buena tiene que inspirar compasión; la persona mala tiene que inspirar rechazo; y las dos tienen que ser la misma persona. Vince había dado con el esqueleto de la historia. Los músculos y la piel llegaron cuando, bromeando con un colega guionista, dijeron que si algún día llegaban a quedarse sin trabajo armarían un laboratorio de metanfetaminas dentro de una casa rodante y viajarían por todo el país haciendo montañas de dinero.

Breaking Bad es la historia de Walter “Walt” White, frustrado profesor de química de una prepa en Albuquerque (Nuevo México) que al cumplir cincuenta años, y con un diagnóstico de cáncer de pulmón, se pone a cocinar metanfetaminas para asegurar el futuro de su familia antes de dejar este mundo. Breaking Bad es también la obra maestra de Vince Gilligan, quien, al cumplir cuarenta años, se puso a cocinar la serie perfecta. Las primeras dos temporadas son, desde el punto de vista narrativo y estético, impecables y fascinantes.

Breaking Bad significa “volviéndose malo”. Como se aprecia, en el título está la premisa: convertir a Mr. Chips en Scarface (la metáfora no es mía, sino del propio Gilligan). Este proceso de transformación se cuenta en los primeros trece episodios de una manera pausada y vertiginosa a la vez, porque el alto y altamente variado contraste es el adn de esta historia: sano/enfermo, dormido/despierto, miserable/próspero, humillado/arrogante, idéntico/opuesto, activo/inactivo, gracioso/terrible, dolido/indolente, potente/impotente, erótico/tanático, legal/ilegal, normal/anormal, soltar/aferrar… La lista se queda corta; los hay en tal cantidad que el estado de tensión resulta permanente. En esta seguidilla de contrastes hay uno en particular que podemos identificar como el contraste fundamental (compasivo/desagradable sería el contraste original); y digo fundamental porque se convierte en el eje dramático de la historia, en su conflicto central: verdad contra mentira.

El disminuido Walt, el otrora joven químico que colaboró en una investigación que obtuvo el Premio Nobel, cuyos hallazgos científicos hicieron rico a su antiguo colega y amigo (que además se quedó con su novia); el ahora acabado Walt encuentra una poderosa razón para vivir justo cuando está llamado a morir: no dejar a su familia en la ruina (tiene un hijo con discapacidad y una mujer ya madura con un embarazo inesperado). La causa altruista, la misión de vida, detona en Walt una energía inédita: se trata de un hombre que vuelve a ser hombre. Y gana toda nuestra simpatía. Que el recurso sea cocinar drogas de alto calibre obedece a un estado de necesidad: este personaje no es un delincuente, no es un codicioso, no es un altanero, simplemente es un hombre que, teniendo cáncer de pulmón, por primera vez está sano, porque la verdadera enfermedad de un ser humano es la mediocridad. Con su acto de rebeldía, Walt White parece más bien Walt Whitman, el poeta que cantó a sí mismo credos y escuelas en suspenso y abrazó todo lo que pudo alcanzar. Sin embargo, lo que este Walt quiere alcanzar es una cantidad mafiosa de dinero y, post mortem, hacerla llegar a su deudos.

Ahora bien, una cosa es la meta del personaje y otra muy distinta el motivo que lo empuja. Entre una y otra, en este caso, resulta haber una contradicción total, porque buscando proteger a su familia, el profesor de química termina destruyéndola. Y es en este punto donde reside el “breaking” de Breaking Bad: el motivo de Walt no es asegurar el futuro de su familia, sino probarse a sí mismo, demostrarse que está hecho para algo y ser el mejor en ese algo, que resultó ser un complejo y temido criminal: Heisenberg (el nombre lo toma del físico alemán que descubrió el principio de incertidumbre en la física cuántica). El discreto e inofensivo profesor de química descubre que es muy bueno siendo malo; y lo disfruta.

Todo esto sucede, se desarrolla y concluye en los primeros trece episodios (aclaro que el episodio 13 equivale al capítulo 6 de la temporada 2, por culpa de una huelga de guionistas que dejó trunca la primera temporada en el capítulo 7). Tempranamente (si tomamos en cuenta que hablamos de un total de cinco temporadas), en el capítulo 5 de la segunda temporada Walt incita al crimen a su exalumno Jesse (su partner a lo largo de toda la historia), y dentro de la casa rodante laboratorio, vestido con un traje especial que lo protege de ácidos y tóxicos, resulta un villano hecho y derecho. El profesor no demora mucho en decidir qué camino tomar. Lo que sigue a partir de ese momento, más que historia resulta ser peripecia, dosis y sobredosis: un mentiroso en fuga permanente. La fuga, en términos musicales, es el dominio del contrapunto (en el caso de Breaking Bad, del contraste). En una fuga, nota contra nota, las ideas se superponen, reiteran, aumentan, disminuyen, avanzan, regresan, fragmentan y fusionan en una espiral envolvente que se reproduce a sí misma pudiendo no acabar nunca, tal como una droga.

Breaking Bad es el arte de la fuga por definición, y para muestra, un botón: en el capítulo 8 de la segunda temporada, Gilligan dio con un nuevo personaje, un abogado exestafador llamado Saul Goodman, que le permitió cocinar un nuevo spin-offBetter Call Saul. El primer episodio fue visto por casi siete millones de espectadores, hasta ese momento el mayor estreno en la televisión por cable de Estados Unidos: adicción pura.  ~

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