Don Quijote, Sancho y los batanes: de lo sublime a lo ridículo (y viceversa)

Uno de los episodios más cómicos de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es, sin duda, la aventura de los batanes, que transcurre a lo largo del capítulo XX. Pero para poder entender cabalmente el extraordinario artificio humorístico y narrativo que aquí exhibe Miguel de Cervantes es necesario retroceder hasta el […]

Texto de 26/12/16

Uno de los episodios más cómicos de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es, sin duda, la aventura de los batanes, que transcurre a lo largo del capítulo XX. Pero para poder entender cabalmente el extraordinario artificio humorístico y narrativo que aquí exhibe Miguel de Cervantes es necesario retroceder hasta el […]

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Uno de los episodios más cómicos de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es, sin duda, la aventura de los batanes, que transcurre a lo largo del capítulo XX. Pero para poder entender cabalmente el extraordinario artificio humorístico y narrativo que aquí exhibe Miguel de Cervantes es necesario retroceder hasta el capítulo anterior, en el cual se plantea el elemento vertebral de ambos: la noche. Y es que los capítulos XIX y XX ocurren en una misma noche, la más oscura que se cierne sobre la cabeza de los protagonistas durante todas sus andanzas. Esta afirmación no es gratuita, ya que el narrador se ocupa de enfatizar reiteradamente dicha cualidad del ambiente. Sin embargo, la profunda oscuridad no está sola, a ella se suman otras experiencias sensoriales que se van acumulando para edificar una atmósfera atemorizante, impregnada de misterio y capaz de trastocar la percepción de los personajes e incluso la manera de enunciar del narrador. Así, ya en el capítulo XIX se lee que “Yendo, pues, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían” (parte I, capítulo 19). Hasta allí se construye la atmósfera siniestra, que de inmediato empieza a provocar reacciones en la mente de los personajes: “Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo” (I, 19). El efecto de esta noche tan tenebrosa es el de diluir la barrera entre lo posible y lo imposible, de modo que lo sobrenatural (propio de la fantasía caballeresca de don Quijote) es aceptado como posible, cosa que no sucede en el resto de la primera parte. Este paréntesis al que son arrastrados también narrador y lector será fundamental para el desarrollo de la aventura de los batanes, pues la atmósfera en la que se producen tanto ésta como la del cuerpo muerto modificará enormemente la percepción que de ellas habrá. Y así lo manifiesta el narrador, refiriéndose todavía a los encamisados: “Esta estraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo” (I, 19). Tal efecto no está restringido a los dos aventureros, sino que también afecta a otros personajes que, igual que aquéllos, penetran en el misterio de la noche y dejan atrás la certeza del día, de modo que al ser atacados por don Quijote “todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del infierno” (I, 19).

No obstante, el equívoco cómico con que concluye el capítulo XIX luego del asalto del caballero a los eclesiásticos suspende el potencial atemorizante de la atmósfera siniestra. Por ello, al iniciar el capítulo XX, el narrador volverá a precisar que “la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna” (I, 20), razón por la cual se internan en el bosque tras la pista auditiva de un cuerpo de agua. Es en este momento, inmersos como están amo y escudero en la oscuridad insondable, que aparece el enigma central del episodio, un ruido misterioso y tremebundo: “Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote” (I, 20). Esta descripción evidencia que el texto parte de la atmósfera ya fabricada para introducir también al lector bajo su cobijo y conducirlo por ese camino a través de los eventos subsecuentes.

La mayor parte de las acciones de El Quijote, sobre todo en la primera mitad, tienden a seguir el mismo procedimiento para contrastar las perspectivas, pues lo habitual es que el narrador comience por retratar una situación circunscrita a la realidad objetiva, que comparte con el lector y con la mayor parte de los personajes. Posteriormente se describe la misma situación desde la óptica imaginativa de don Quijote, lo que quiere decir que el plano realista suele ser introducido en primer lugar y sobre él se presenta la deformación caballeresca ocurrida en la mente del caballero, de manera que el resultado es una superposición de los planos, en cuyos divertidos resultados el lector puede regocijarse.

Pero en la aventura de los batanes hay una inversión de dicho procedimiento, pues la peculiar noche en la que se suscita permite la introducción del enigma, comprensible únicamente desde la perspectiva caballeresca, que parece haberse apoderado de todos los niveles de realidad por un momento.

Más adelante, el mundo caballeresco se desvanece, de suerte que ocurre una sustitución de los planos, en la que uno cancela al otro, en vez de la superposición habitual. Tal procedimiento es, además del trazo estructural de la narración, el exitoso artificio generador de comicidad de este capítulo, pues involucra a los dos protagonistas en un juego de mentalidades y contexto que los hace ir de la dignidad al ridículo (don Quijote) y viceversa (Sancho) al momento de ocurrir la sustitución de los planos.

Sumidos en la atmósfera siniestra de la noche oscura que ha suspendido temporalmente el universo realista, tanto don Quijote como Sancho son asaltados por el temor, que se convierte en un elemento clave debido a que revela en buena medida los valores y la idiosincrasia de cada uno de ellos, así como la manera en que interpretan el mundo. Asegura el narrador que “Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban” (I, 20). Ante tal escenario, el miedo invade a ambos personajes y éstos reaccionan de modos diferentes, dependiendo de su manera de comprender el miedo y el significado que para ellos tiene esa emoción en relación con el mundo. Rápidamente don Quijote pronuncia un discurso al modo caballeresco sobre los valores de la caballería andante y la misión de enfrentar los peligros, cualesquiera que éstos sean. Y se encarga de recalcar —no sea que el hecho vaya a pasar inadvertido— la composición de la atmósfera en la que se encuentran inmersos: “Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua […] las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte” (I, 20), tras lo cual expresa la manera en que el temor funciona en su código caballeresco: “Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo” (I, 20), con lo que aclara que se trata de una emoción que funge como aliciente para el sujeto, pues le señala los peligros que ha de encarar para elevar su fama.

En cambio, la reacción de Sancho Panza es mucho menos solemne, pues se convierte en un desplante que incluye llanto y temblores. Esto se debe a que para Sancho, el miedo es un indicador de lo que, por cuestiones pragmáticas, se ha de evadir con tal de mantenerse a salvo. El peligro que pueden correr lo inquieta enormemente y por ello trata de disuadir a su amo de acometer semejante aventura, arguyendo que “ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más que yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en él” (I, 20), razonamiento que es perfectamente compatible con el modo práctico de pensar de Sancho —mucho más propio de un labrador que de un hidalgo— pero que es inconcebible desde la visión caballeresca que don Quijote no sólo pretende representar, sino realmente encarnar.

La discrepancia entre las dos maneras de reaccionar ante la situación deriva en un conflicto entre las intenciones de ambos personajes. En este caso, el contexto predominante, que es el fantástico desde que la noche ha anulado la “realidad objetiva”, hace de la actitud adoptada por don Quijote una dignificación de su figura, mientras que la de su escudero queda ridiculizada por no corresponder adecuadamente a dicho contexto. Los valores del caballero son los únicos coherentes aquí, los del labrador no tienen cabida y más bien parecen una actitud innoble, llena de cobardía. Sin importarle ello, Sancho intenta evitar el acometimiento de la aventura por parte de don Quijote, e incluso se aprovecha de un elemento que para el caballero había fungido antes como conciliador del plano caballeresco con el realista: la magia. Puesto que se encuentran en el plano fantástico, el escudero se ve obligado a utilizar una herramienta propia de ese mundo para condicionar el comportamiento de su compañero, cuyo caballo inmoviliza discretamente, fingiendo un hechizo que no le permite moverse. Así, don Quijote es persuadido truculentamente y se ve obligado a esperar al lado de Sancho hasta que se rompa el encantamiento que le impide acometer valerosamente el peligro.

Esto da pie a uno de los momentos más humorísticos de la historia, que es cuando a Sancho le sobrevienen unas imperiosas ganas de evacuar. Para hacer el recuento de este suceso, el narrador postula las varias hipótesis que podrían haber provocado en el fiel escudero tan inoportuno deseo y da un veredicto sobre lo que es más probable. Que estos detalles escatológicos sean objeto de estudio y de un trabajo de reconstrucción histórica con aspiraciones de rigor es otra de las estrategias humorísticas que refuerzan a las que se han ido tejiendo a lo largo del capítulo. A esto se suma el juego de interpretaciones que se establece entre el escudero y el caballero, pues mientras para el primero el incidente es, como para el narrador, una cuestión fisiológica de lo más natural, para el segundo se trata de una expresión del pánico que invade el corazón de su compañero. Es decir que, además de ser objeto de estudio para el historiador que reconstruye la historia de El Caballero de la Triste Figura, la evacuación de Sancho también tiene una interpretación en el plano realista y otra en el plano caballeresco, así como también es motivo de análisis para nosotros, los lectores. Irónicamente, también nosotros nos podemos detener a repasar con seriedad (¿con seriedad?) el incidente escatológico. Pero no por mucho tiempo, pues la aventura sigue llamando a don Quijote y su desenlace ya se aproxima.

Al disiparse las tinieblas, rápidamente se desdibuja la atmósfera siniestra que había abierto la posibilidad de lo sobrenatural y que había traído con ello el mundo fantástico de las caballerías a la realidad. No pasa mucho tiempo hasta que también el enigma de los ruidos queda resuelto de manera desfavorable para las aspiraciones de don Quijote. Cuando se revela que la causa del estruendo son unos batanes, se termina de desarmar la atmósfera creada a principios del capítulo XIX y ocurre la sustitución de los planos de realidad, de donde se deriva una inversión de los valores y de los focos generadores de la comicidad. Sancho queda reivindicado en su actitud por la actualización del contexto predominante, mientras que don Quijote queda ridiculizado debido a la anulación del contexto en función del cual había actuado. La actitud del labrador, que parecía cobarde e indigna, se revela pragmática y sensata; mientras que la de su amo, que aparentaba ser animosa y sublime, se descubre ridícula y delirante. Y como no existe la superposición de los planos, la locura del caballero no opera al descubrir el engaño de los batanes, por lo cual tampoco es posible (ni necesario) justificar la conciliación por medio de la magia. Don Quijote no tiene más que admitir el error y se avergüenza de ello, y es hasta que mira el rostro de Sancho tratando de contener las carcajadas que él también suelta a reír. La inversión de los generadores de humorismo en este episodio es tan efectiva, que incluso don Quijote se ve obligado a reconocer el carácter cómico de la aventura, aunque con ciertas reservas: “No niego yo —respondió don Quijote— que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas” (I, 20). Así, el noble caballero trata de suprimir el vergonzoso episodio del recuento de sus valerosas hazañas aprovechando la falta de testigos que presenciaran lo ocurrido durante aquella noche; no obstante, dicha aspiración queda frustrada —para fortuna de los lectores— por la mediación de Cide Hamete Benengeli, quien se encarga de pormenorizar la cómica aventura.

Es en el juego de perspectivas individuales que interactúan en una constante tensión de subjetividades discordantes donde radica una de las principales estrategias de generación de comicidad a las que recurre Cervantes a lo largo de las páginas de El Quijote. La discrepancia entre la percepción del mundo que tienen distintos personajes (particularmente la percepción distorsionada de don Quijote) y lo que el narrador acepta como realidad objetiva se presta para un sinfín de equívocos que derivan en situaciones cómicas, sin que por ello se atente de manera frontal contra la verosimilitud del mundo construido y caracterizado como objetivo. Así se van hilando las aventuras del caballero andante y su fiel escudero, entre extrañas victorias y desastrosos desatinos dignos —aunque no únicamente— de risa.

Por donde se le mire, el episodio de los batanes es uno de los más intrincados artificios narrativos de la obra, todo lo cual se pone al servicio de diferentes estrategias humorísticas destinadas a surtir efecto tanto en los personajes como en el lector. Asimismo, invierte el patrón seguido por la mayor parte de las aventuras de los protagonistas para construir una secuencia de enorme potencial cómico, incluso para el irascible caballero. Es por ello que el capítulo XX de la primera parte de El Quijote habla “De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha” (I, 20), título tan intrincado como el entramado narrativo dispuesto para su efectivo recuento, a pesar de los deseos del propio don Quijote.  ~

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ROLANDO GÓMEZ ROLDÁN estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y es miembro de la Mesa de Traducciones del Periódico de Poesía de la misma institución. Actualmente realiza una tesis en torno al narcocorrido.

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