Croquis y diálogos: entre arquitectos te veas

 Alberto Kalach y Fernando Fernández (editores), Croquis. Los dibujos de Carlos Mijares, Cataria/Conaculta/Contornos, México, 2015. He cultivado, de manera inconsciente, una inercial veneración por las ideas, obras, pinturas o esculturas que a primera vista parecen totalmente terminadas, pulidas, resplandecientes. Es verdad que con menos prisa muchas de ellas dejan ver sus imperfecciones en la medida en […]

Texto de 23/03/16

 Alberto Kalach y Fernando Fernández (editores), Croquis. Los dibujos de Carlos Mijares, Cataria/Conaculta/Contornos, México, 2015. He cultivado, de manera inconsciente, una inercial veneración por las ideas, obras, pinturas o esculturas que a primera vista parecen totalmente terminadas, pulidas, resplandecientes. Es verdad que con menos prisa muchas de ellas dejan ver sus imperfecciones en la medida en […]

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 Alberto Kalach y Fernando Fernández (editores), Croquis. Los dibujos de Carlos Mijares, Cataria/Conaculta/Contornos, México, 2015.

He cultivado, de manera inconsciente, una inercial veneración por las ideas, obras, pinturas o esculturas que a primera vista parecen totalmente terminadas, pulidas, resplandecientes. Es verdad que con menos prisa muchas de ellas dejan ver sus imperfecciones en la medida en que las examino con detenimiento, y entonces las relego, sin reparar en mi error, al ámbito de lo embrionario, de lo que no ha emergido con claridad y, en consecuencia, de lo deleznable. Tuve recientemente esa sensación con la lectura de una obra póstuma de Saramago. Pero no me desvío.

La fascinación por lo terminado me hacía pensar que las ideas, las maquetas, los diseños, los croquis o los mapas mentales, no son más que una prescindible parihuela para pasarnos del nebuloso mundo de la intuición al mundo de las fulgurantes obras terminadas. ¡Qué equivocado estaba! La perfección es siempre un problema de escala; en los detalles hay genialidades que se escapan al ojo poco entrenado y en una maqueta, en un croquis o en un boceto puede encontrarse el resplandor del genio.

Los croquis, dice el arquitecto Carlos Mijares Bracho, sirven para abrir y abrirte posibilidades. Al hojear sus cuadernos y ver la reproducción de sus croquis (en esta bella edición) me percato de mi incapacidad para detectar todo lo que esconde aquello que creía que estaba en trance de ser y no fue (catedrales, casas o escaleras, poco importa), y que ahora, estampado en el papel, se convierte en un obra que tiene su propia expresión. El croquis es una idea en germen que se emancipa, por así decirlo, de su teleología, y que en consecuencia vive con independencia de aquello que estaba proyectado ser. ¿Cómo no me había percatado con nitidez de ello? Estoy seguro de que lo presentía, pero con el libro Croquis. Los dibujos de Carlos Mijares, me ha quedado claro y diáfano. Por ello considero que es uno de esos libros (que ya no van siendo tantos a mi edad) que te dejan algo que cambia tu perspectiva.

El libro fue, en efecto, el último proyecto en el que trabajó Mijares antes de morir. Eso le da otra textura emocional y lo convierte en un bello legado.

Es verdad que para el común de los mortales es difícil leer en el pentagrama de los arquitectos. A la mayoría de nosotros la arquitectura nos deslumbra, pero nos es arduo comentarla e integrarla en nuestras conversaciones, ya que nuestras limitaciones de vocabulario nos arrinconan en generalidades como: “¡espectacular!”, o deambulamos por esa estulticia disfrazada de profundidad: “no sé si me gusta”, o bien recurrimos a expresiones cargadas de sentido común pero carentes de originalidad: “vi algo parecido en Roma o en Nueva York”. Tampoco tenemos el entrenamiento suficiente para decir por qué algo nos parece avasallador o espantoso. La lectura del libro me ha llevado a descubrir que no hemos, por ejemplo, logrado domesticar al concreto, y por ello esos segundos pisos que definieron por un acto de Gobierno la vocación de la Ciudad de México nos provocan sentimientos ambivalentes.

Me conmueven las expresiones que estos grandes arquitectos tienen sobre el humilde y sencillo ladrillo. Es palpitante constatar, al hilo de las conversaciones, que el más prosaico de los elementos de la construcción puede transformarse en algo sublime, de la misma manera en que el Adriano de Yourcenar se preguntaba por qué un amasijo simple y vulgar como el pan (su único alimento) podía convertirse, para las legiones romanas, en audacia y valentía.

Hay que aprender a hablar —dice Mijares— en arquitectura como podemos hablar en inglés y no del inglés. Me resulta estimulante pensar que hablar en arquitectura puede significar “construir ciudad”, es decir, edificar convivencia, sociedad. El arquitecto señala que la cultura arquitectónica urbana se perdió en México. Como disciplina y como lenguaje, la arquitectura no es solamente creación sublime para el deleite privado, sino que es la construcción de espacio público para resolver los problemas de movilidad, y es también la necesidad tan humana de encontrar belleza (¿trascendencia?) en la forma en que construimos ciudad. Las ciudades mexicanas (con alguna excepción) han perdido ese lenguaje (que claramente tuvieron en el pasado; como prueba de ello tenemos Teotihuacán o los centros coloniales de varias ciudades), y no por falta de talento (allí están las hermosas casas y los monumentos aislados e inconexos), sino por una frustrante incapacidad de pensar el espacio público más allá de la extracción de renta y una funcionalidad que castra cualquier intento de armonizar lo práctico con lo bello.

Es probable que construir ciudad sea la tarea prioritaria para las generaciones que vienen. Construir espacios públicos y vías de comunicación sin prescindir de lo bello por sistema o por prejuicios funcionales, porque eso empobrece brutalmente la vida citadina. ¿No es más afortunado aquel que puede transitar por el centro de Morelia que aquel que deambula sobre alguna de nuestras lúgubres ciudades fronterizas o por esas jóvenes (pero enfermas) conurbaciones?

Construir ciudad puede ser más útil para reducir desigualdades sociales que muchos programas clientelistas. Pero regreso al libro. Este comprende, además de los croquis, una serie de conversaciones perfectamente editadas para decantar lo esencial. En este caso nunca he tenido dudas: el diálogo entre personas entendidas —la conversación edificante y erudita— es la cumbre de la civilización humana. El diálogo es la más fructífera actividad para clarificar problemas complejos.

Las conversaciones entre Mijares, Kalach, Fernández, Ricalde, Nuño y Alcántara (contenidas en el libro) no siguen necesariamente un hilo argumental, ni tampoco todos los contertulios están en todas ellas, pero la obra no desmerece por ello.

De particular interés me resultó la charla sobre la forma en que envejecen los monumentos, las ciudades (¿y las personas?). Hay creaciones que envejecen y se transforman con dignidad. El tiempo, los elementos, la erosión les van dando una dignidad (ellos discuten el caso de Paquimé) que las hace admirables. Hay otras construcciones o ciudades que no adquieren solera con el tiempo, sino que se transforman en estructuras decrépitas. Por eso algunas envejecen noblemente y otras se vuelven carcachas. ¿Qué porcentaje del tejido urbano que esta atroz especulación fomenta tendrá alguna dignidad en los años por venir?

El libro es, en resumen, una bella obra para recordar a ese hombre que entre todos sus méritos y creaciones pensó y construyó, en alguna de sus fases, La Coyota.  ~

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