En Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Miriam Mabel Martínez hace un recuento de un taller de tejido impartido en la Central de Abasto donde la pregunta central es quién enseña a quien.
Crónicas: El tejido diario de frutas y verduras mejora la salud (segunda parte)
En Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Miriam Mabel Martínez hace un recuento de un taller de tejido impartido en la Central de Abasto donde la pregunta central es quién enseña a quien.
Texto de Miriam Mabel Martínez 10/01/19
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Asumir nuestra posición de extranjeras fue un paso necesario para el proyecto. Entender que no somos iguales, que no se trata de puritanismos ni de clasismo ni de buena ondez, ni de discriminación, sino de asumir la identidad propia para ser capaz de mirarnos en las coincidencias. No se trata de ser “empático” ni condescendiente, se trata de enriquecernos en esas diferencias. Hasta ese momento, nuestros alumnos nos veían ajenas porque lo éramos, no era nuestro lugar y debíamos aprender a estar, a dejar atrás esa ajenidad, o por lo menos intentarlo. Si alguien marcaba las “diferencias” éramos nosotras, que llevábamos nuestro café en termos de alta tecnología en lugar de tomar café soluble de carrito, que insistíamos en llamarle crochet al gancho, macizo al palito o granny square a los cuadros de casitas; nosotras, que llegábamos de visita para enseñar lo que ya sabían. Nosotras, que sin hablar con nuestros modos y accesorios señalábamos de la ciudad de dónde veníamos, una en la que la gentrificación simula un primer mundo de ficción, en la que las mujeres son profesionistas, feministas y activistas, en el que las labores del hogar se comparten, los hijos van a clases extraescolares y las mascotas degustan croquetas que fabrican cacas perfectas, una ciudad vanguardista donde la bicicleta ya no es un medio de transporte sino una acción ecologista-progre, un ámbito donde los perros no muerden a los niños ni los dueños amedrentan las víctimas –como le sucedió a Mari–; donde las fiebres no dejan secuelas de por vida a los bebés ni las mujeres se quedan en casa para esperar a su hombre por temor a ser golpeadas no obedecer; donde no son abusadas de niñas y son condenadas a la vergüenza o a la calle, o en donde no hay que huir de la violencia y buscar comida en la basura, como Maru quien tuvo que pepenar para darle de comer a sus hijos, o donde la prevención nos alerta de enfermedades repentinas como la que mató a Vero.
Las diferencias estaban siempre en la mesa, en las formas de hablar, en las preocupaciones, en los celulares, en la lista del mandado. Tal como lo mencionó Gloria el día que me quejé de que no me pagaban un trabajo: “Yo pensaba que a ustedes eso no les pasaba”, comentó extrañada, era evidente que ese retraso no se reflejaba de manera tan clara. Para ella no tener dinero implicaba no tener para comer. Tuvo que mudarse a casa de su cuñada, más allá de Chalco, porque a su esposo no le alcanzó para la renta, a la cual le estaba vetado contribuir porque para eso están los hombres: para proveer. A ella le correspondía hacer hogar, esta devoción la condujo a la Central en busca de comida más barata no sólo para ella, sino para armar despensas y compartirlas con sus vecinas. Y entre la búsqueda nos encontró y tejió un par de fresas. Ella y su tocaya, que trabajaba en la oficina, fueron de las poquísimas que se sumaron a la causa sin saber tejer. No sé ahora teje, ni si logró entrever, como Maru y Vero, la independencia económica que ofrece el tejido; lo que si sé es que en esos días de desasosiego, de mudanzas, de tristezas, halló en nuestro grupo un remanso a su angustia. Si algo tiene el tejido es que acompaña y a la vez nos reta y nos saca del ensimismamiento, como la capa con cachucha en una sola pieza de Maru, cuya técnica me inspiró a tejer un mamey gigante parecido a una vagina.
No es que se borraran las diferencias sociales, económicas, culturales o ideológicas, es que se mezclaban con las coincidencias. Vero y yo nos declaramos fanáticas del color rosa; con la señora Gloria compartí ese gusto culposo de tomar café a cualquier hora y le admiré su seriedad coqueta, así como su contagioso amor por la Central, desarrollado a lo largo de 32 años, que le dio rumbo al grupo. Con una sencillez envidiable Gloria logró construir el concepto del proyecto, y gracias a su visión nos desprendimos del fastuoso objetivo salvador del mundo y del yarn bombing, para asumirnos como un pequeño regalo para celebrar el aniversario 36 de la CEDA. Gloria nos dio un por qué, le de dio valor real a nuestro trabajo. Estábamos para tejer frutas, verduras o lo que quisiéramos compartir. Así, la canasta de Maru fue cobrando forma aunque el mero mero del sindicato de limpieza le prohibiera ir; Vero nos donó sus días jueves de descanso para compartir el tejido, el pan y las risas; ahí también ganó su lugar el plátano inconcluso que dejó Benita a medias cuando su jefa le prohibió usar su hora de comida para tejer; Armando se convirtió en el anfitrión del taller –“Pásele, ándele, siéntese aquí le damos su estambre gratis”– ganando la confianza de marchantas como Rosa, que tejió cerezas y nos vendió rímeles y bilés, y su hija, que colaboró con un espárrago y una caña. Armando también intercedió para que a Guille le diéramos el material para que tejiera en casa, convenció a su paisana Mari de sentarse un ratito antes de ir a casa después de terminar su venta matutina de café y pan para enseñarnos alguna puntada garigoleada; también persiguió a Hortensia para apurarla con su elote y sandía sin descuidar su puesto de productos varios frente a las instalaciones de Radio Central de Abasto. El diablero tejedor se tomó muy en serio su papel de encargado del changarro; además de montar la lona, la mesa, de cargar las cajas de estambre, el agua y las sillas, se autocomisionó para que nadie se hiciera guaje.
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Una guayaba, dos manzanas, tres limones, uvas, pescados, naranjas, los tambos de 1.50 metros de alto de Vero, la canasta de casi dos metros de Maru, los cinco girasoles de 30 centímetros de diámetro de Gloria, las 20 flores de doña Guille; el cloro, los jabones Zote y Foca de Claudia, el marchante de Sally, la lechuga de Edith, mis zanahorias de 1.20 metros eran insuficientes para ocupar la circunferencia del helipuerto. Poco sumaba lo que tejía en el taller, en el tránsito y las tardes, caminando, antes de dormir; ni el queso, las guayabas, las manzanas que me aventé en un fin de semana; ni que hubiera abandonado cualquier proyecto personal, como la cobija para mi sobrino recién nacido y el suéter rosa de despedida para mi amiga Annuska: cubrir esa área resultaba una misión imposible, sobre todo si nuestro grupo no rebasaba las seis personas constantes ni superaba las cinco periféricas.
El horario no nos favorecía, pero tampoco mejoró cuando decidimos mover el de los jueves de 12:30 a 3 pm. Que si la gente de oficina trabajaba hasta las 3 pm, que si los ejes 5 y 6 cambian de sentido de Poniente a Oriente en la tarde, que si la encargada de Desarrollo Social quería enviarnos a los niños de la Ciudad Perdida perdida en la CEDA… lo que fuera me carcomía los ánimos. No importaba que Ana, locutora de Radio Central, nos hiciera videos, transmisiones en vivo, que nos tagueara en redes sociales, los likes abundaban y sobrepasaban la participación de “la vida real”. Qué padre que desde sus pantallas el proyecto tuviera éxito y ganara corazones, gifts, emoticones, las felicitaciones, los “fascinante”, “admirable”, “tan activista”, “tan incluyente” no suplían la acción. Requeríamos la participación urgente de manos diestras y generosas para tejer.
A mi desesperanza se sumó la indiferencia de las organizadoras que poco a poco nos fueron abandonando a nuestra suerte. Si bien nos hacían el favor de ponernos el tinglado del taller, en su difusión nos relegaban. ¿Cómo podrían hablar del mural tejido si ellas mismas no entendían lo que implica tejer? Y no me refiero a si es difícil o no, sino al acto de generosidad de dedicar tiempo en la producción de algo que no se disfrutará en primera persona. Cómo explicarles que tejer una bufanda (si ya se es diestro) toma unas tres horas; que lo más valioso de una pieza hecha a mano está en los saberes condensados. Cómo invitarlas a transitar por la memoria que viaja en eso que muchos con displicencia llaman manualidades, relegándola como si fuera una actividad menor. Cómo hacerlas partícipes del placer que provoca ocupar las manos. Misión más que imposible, inútil, porque cuando se debe sobreexplicar lo evidente significa que no existe interés. Esa falta de interés es la que nos obligó a replantear la estrategia.
Teníamos tres factores claros: no podíamos cubrir el área de 384 m2, contábamos con el patrocinio solidario de Angelique y habíamos formado un grupo pequeño pero comprometido en la Central de Abasto. Si reajustábamos el área y reclutábamos tejedoras fuera de la zona de acción, quizá podríamos salir avante. Y así lo hicimos.
Mis compañeras de Lana Desastre, Claudia y Sally, invitaron a sus compañeras de trabajo; de ahí salieron, entre otros, el esqueleto de pescado y una jarra. Aprovechamos cualquier pretexto de reunión con alguna tejedora para incluirla, y así se tejieron los limones de Eunice Sandoval, la sandía de Marcela Ferrer, las manzanas de mi hermana, el gato de Roxanna Erdman y la zanahoria de Mónica Serrano.
Formamos brigadas tejedoras: Edith convocó a sus amigas a tejer en una cantina en la Condesa, donde entre taco de cochinita, cerveza y la malacara de los meseros se produjeron rábanos, brócoli, salsa Valentina con chicharrones, champiñón y una granadota. Yo acudí a mis amigas del colectivo meridense Gancho el Desapego, quien a través de Eugenia Iturriaga se habían enterado de mis pesares. Estas huaches tejieron una bellísima piña de más de 2.50 metros de largo, cuya mensajera fue Susana Ringenbach, a quien le tocó la misión de llevarse los seis kilos de estambre y de entregarme, en la zona de salida de la Terminal 1 del Aeropuerto de la CDMX, la piña terminada y empacada al vacío. Me favorecí del amor fraternal con la contribución de mi hermana, quien agregó a su lista de donaciones un durazno, un mamey y una guayaba. La solidaridad hizo lo propio cuando Cuca ofreció sumarse con su taller de tejido de la Biblioteca Vasconcelos, de donde salieron un elote dientón de dos metros, una nopalera gigante –con tunas y xoconostles incluidos–, un cup cake, un aguacate y la ayuda de Adriana y Claudia en el montaje.
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Octubre acababa y la presión aumentaba. A Vero aún le faltaba su carrito rosa de la basura, cuando descubrió una falla en sus tambos: la ausencia de perspectiva. Obsesiva como fue, me puso a idear una solución, la cual encontramos en conjunto (aunque yo la ejecutaría), tejimos óvalos negros que añadimos en la parte posterior como sugiriendo un agujero. Ya para entonces, Edith y yo habíamos decidido dividirnos los días; ella acudía los martes, de 10:30 am a 1:00 pm, y yo los jueves de 12 a 3 pm. Con ella Gloria empezaba una pieza (como los peces Nemo) y conmigo los detallaba.
A estas alturas la única alumna era yo: de cada una aprendí un truco, una puntada o un recoveco tejedor. Además me enseñaron a ver mis problemas en su justa dimensión, a apreciar lo que tengo, a aceptar que soy privilegiada (sin que ello me exima de responsabilidades y obligaciones)… Que la desigualdad de este país es vil, que el individualismo genera conflicto, que en la precariedad la solidaridad es fuerza. Que restablecer el tejido social no es tejer a gancho un mural (aunque pueda ser el inicio de un vínculo). Que las clases sociales existen más para los de arriba que para los de abajo. Que nosotras nos creíamos las “güeras” porque nos resultaba cómodo y conveniente, pero que era nuestra responsabilidad salirnos de ese rol que estaba fuera de lugar. Porque esa guerez social que se presume en la vida aburguesada de la CDMX carece de contexto en la Central y, por lo tanto, es inexistente, como lo comprobé el día que Armando me encargó su minipuesto de cigarros y dulces, y ¡vendí cuatro cigarros y dos chicles! Detrás de la cajita, con mi tejido en mano, dejé de ser el personaje de Miriam para integrarme en la comunidad de la CEDA. En mi desnudez dejé de cumplir con las expectativas de quién sabe quién para ser difundidas por quién sabe qué medios y subrayar quién sabe qué “aportación”. Terminar el mural tejido (si acaso era posible) dejó de preocuparme.
Esas últimas sesiones me dediqué a disfrutar el estar ahí, a tomar mi nescafé, a tejer y platicar de la vida, de las nietas de Vero, de la hija de Armando, del nombre del futuro nieto de Rosa, de los planes de jubilación de Gloria, del secreto de las tortas de huevo de Hortensia, de la banda criminal de los Oaxacos, de lo difícil que es soltar la mona, de los piquetazos, de lo insuficiente que es el cuerpo de policía. Había dejado de asustarme la posibilidad del fracaso, cuando la noticia de la muerte de Vero me motivó a replantearme el reto. Ya no se trataba de concluir exitosamente ni de armar una pieza fotografiable (aunque lo fue), sino de homenajear a las tejedoras.
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Noviembre pasó a empujones. Entre el Día de Muertos, los cambios de poder, el inicio de la “tercera fase” del proyecto de los murales, el buen fin y la temporada alta de Angelique ajustamos el montaje a las necesidades de comunicación Central de Muros. Si pensábamos que la instalación sucedería alrededor del 36 Aniversario de la Central, estábamos equivocadas; si creíamos que convocaría a los medios, también. La ceremonia sería íntima y silenciosa.
Llegamos el miércoles 28 de noviembre a las 10 am cargadas de frutas y verduras tejidas. No éramos muchas. Sally pidió permiso en su trabajo y se unió, a igual que las hermanas Sánchez; emocionadas por ver sus propios tejidos se nos pegaron Marcela (la de la sandía), Susana (de la piña meridense) y Claudia en representación del taller de la Biblioteca Vasconcelos con hija y nieto incluidos; además de Guille, Gloria y Maru, con anuencia de sus jefes. En 15 minutos tendimos sobre la estructura metálica con pinzas las piezas tejidas para ser apreciadas por los medios; pero desplegar el mural sólo retrasaba lo más difícil: coser cada cebolla, caña, chayote, manzana.
En cinco horas apenas logramos coser la nopalera, la piña y el elote gigantes. A ese paso nos tomaría mucho más de dos días. Alcanzamos a colocar los rábanos, las zanahorias, las manzanas, el champiñón y el brócoli. ¿Cómo lo lograríamos?
Uno de los beneficios de tejer es que te obliga a encontrar una solución. Resulta increíble ver el rostro de un tejedor tratando de entender una pieza tejida que quiera replicar, dilucidando cómo está construida o inventando un patrón para tejer lo que sea: un papel picado, un perro con volumen, un traje de baño, una armadura, un pulpo, un monstruo… o a Divine. La mente hace cálculos suma, aumenta, disminuye puntos hasta que, ¡eureka!, sabe exactamente lo que tiene que hacer. Eso le pasó a Sally. Su experiencia y creatividad dieron con el clavo: unos cinchos.
El segundo día estaba salvado. La inventiva de Sally no sólo ayuntó la frustración, sino que suavizó de tal manera el montaje que atrajo a transeúntes, trabajadores y señores que pasaban por ahí a unirse; como un compañero de trabajo de Vero, quien junto con Magdalena Yáñez Nepote –gran tejedora solidaria– armaron la escena del carrito de limpia. Resultó tan eficaz el método, que Maru y Gloria pudieron bordar las palabras “Orgánico” e “Inorgánico” en los tambos, y yo logré terminar las ruedas; Sally pudo añadir detalles a su marchante tejido; Guille reacomodó las flores en el altar de la Virgen bordada –y donada por las hermanas Sánchez–; Armando metió fruta a los guacales; Adriana, otra representante de la Biblioteca Vasconcelos, armó una sección de jarcería, mientras Edith se concentró en sumar al mural la granada gigante que llegara de último momento con Andrea desde la San Miguel Chapultepec.
A todos nos sorprendió la extensión. Se logró cubrir un perímetro de más de 30 metros. Las frutas y la verduras se multiplicaban. Las satisfacción de las participantes atraía a los curiosos. Una foto, una selfie, un video. ¿Cuánto durarán las piezas? No sé. ¿Se las robarán? Tal vez, pero confieso que no me molestaría toparme rodando por la ciudad a alguien envuelto en una piña o con una sandía de chal o con una zanahoria al cuello. Sería el mejor final. EP
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